lunes, 25 de enero de 2010

Una ciudad en las montañas

Mérida, a sus 1.600 msnm, es el corazón de los Andes venezolanos. En torno a ella se elevan todos los picos más elevados del país (algunos de los cuales alcanzan casi los 5.000 msnm) y los últimos glaciares que sobreviven hasta ahora en el pedazo venezolano de la cordillera. Es, además, la capital del estado central de los tres que se consideran andinos en este país: Táchira, Mérida y Trujillo, lo cual la convierte en el centro nacional de los deportes de aventura y exploración, además de la cuna de los ciclistas y cicloturistas más fuertes de este rincón del mundo.

Para llegar a este punto clave recorrí cuatro jornadas desde Cúcuta. Atravezar la frontera fue bastante fácil. En el lado colombiano no tuve que hacer cola y en el venezolano apenas tuve que esperar un par de minutos. Esperaba más complicaciones de la que había oído llamar "zona de frontera más activa de Sudamérica", pero parece que nada del pesado tráfico que pasa constantemente sobre el Puente Internacional Simón Bolívar requiere sellar sus papeles en las oficinas de migración. A pesar de que cuando había llegado a Cúcuta solo pensaba en descansar y que había decidido cruzar la frontera para pasar un día de vago del otro lado, terminé por cambiar mis planes bruscamente y ese mismo día avancé unos 60 km hasta San Cristóbal, capital del Estado Táchira. Sin esperar más, pensé que sería mejor olvidar mi día libre y continuar durante tres días más hasta Mérida para ahí tener un descanso más largo.

Como muchas otras, la ciudad de San Cristóbal iniciaba sus ferias justamente cuando yo llegaba a visitarla. Las calles andaban alborotadas y calientes, aunque los continuos y desorganizados apagones eléctricos en los que anda sumida Venezuela creaban (y crean) bastante desconcierto y malestar entre los ciudadanos. No tuve muchos ánimos para buscar bochinche, así que me limité a hacer los trámites habituales que se requieren para familiarizarme con el nuevo país: averiguar precios y divisas, reportarme con Quito (y con el austro, je), comprar una línea telefónica local (0414 720-0487, pa los que quieran llamar a insultar), preguntar rutas y distancias a la gente, sondear el carácter de policias, bomberos y demás, etc.

Al siguiente día salí bastante desorientado en busca de la ruta a Mérida. La gente me hablaba de muchas vías distintas y el mapa que había conseguido era muy malo. Avancé con dudas y continuas paradas hasta finalmente decidirme por el camino más transitado (la panamericana), aunque aparentemente también el más largo. Por horas pedalée directamente hacia el norte, en lugar del este o noreste hacia donde quedaba Mérida, y, tras un ascenso largo y una zona de altibajos más o menos prolongada, terminé por descender hasta los llanos que bordean la cordillera por el flanco nor-occidental y avanzar por extensas planicies muy calurosas.

La vegetación de ese día se transformó y pronto estuve en un ambiente de costa pantanoso y húmedo (a pesar de que no ha llovido en meses, según me dicen) donde los habituales cadáveres que pueblan este tipo de vías empezaron a volverse más y más peculiares.

Una jornada de 150 kilómetros me dejó rendido en la población de La Tendida. Durante el camino conversé con mucha gente y me fui empapando del caracter conversón, malhablado y tremendamente generoso del venezolano. Una señora muy humilde no quiso cobrarme por un almuerzo y tuve que insistir mucho para que acepte un pago casi simbólico, varios "jugeros" me regalaron vasos de naranjada y panelón (jugo de caña con limón), otros tantos conversaron conmigo y todos se demoraban mucho en darme su apreciación de la ruta, explicarme cada desnivel y aprovechar el momento para alabar o insultar a Chávez. Por la noche, en una pantalla gigante instalada en plena carretera, pude ver el primer juego de la serie entre los Leones de Caracas y los Navegantes de Magallanes (de Valencia), dos archi-rivales del béisbol venezolano que este año protagonizan la gran final.

Dos días más y estuve en Mérida, tras volver a subir a la cordillera desde un mínimo de 120 msnm, en la zona de Coloncito, pasando junto a varios puentes rotos y por caminos muy "curvosos", que, en jerga local, según voy entendiendo, quiere decir "de subida". Para ascender nuevamente a las montañas abandoné la carretera panamericana y pasé por los municipios de Zea, Tovar y Santa Cruz de Mora, entre otros. En este último, pasé una noche.

Cuando finalmente entraba a Mérida mi cabeza iba volando en cálculos sobre el tiempo que me tomaría en llegar a Caracas (uf, estoy mucho más lejos de lo que pensé) y bastante fastidiada por el tráfico y el sol. En cierto momento mi odómetro dejó de funcionar, así que me detuve para tratar de averiguar el problema (soy tan freak con esto de los datitos que me muero de iras cada que pierdo información de distancias, velocidades, tiempo o alturas).
Estaba tratando de cambiar las pilas del sensor cuando se detuvo un motociclista a mi lado y me preguntó de dónde venía. Como andaba malgenio, debo confesar que en un principio el encuentro me fastidió. Saludé y empecé a responder lo de siempre: "Vengo de Ecuador, he viajado casi dos meses, voy rumbo a Caracas y luego quizá al Brasil, etc. etc. etc." No me provocaba alargar la conversación, pero el hombre me dijo que él también había viajado y que podía recibirme. Claro, mi cara se iluminó.

Todo lo que ha venido después de ese encuentro ha sido abrumador. Un grupo fenomenal de gente me ha abierto las puertas de sus vidas aquí en Mérida y me ha cuidado y protegido durante dos días de descanso. Hemos salido de caminatas de montaña, he asistido a una "paradura del niño" (algo equivalente a nuestro pase del niño), he comido como loco (casi todo gratis), he conocido a un montón de gente que me ha contado de sus vidas y me ha cargado de consejos e incluso he recibido dinero en efectivo. Un señor colombiano movió sus contactos y me paseó por las casas y negocios de un gran número de personas de la colonia ecuatoriana residente en Mérida, que es grandísima. Ellos (todos sin conocerme, y algunos incluso sin llegar a verme nunca) organizaron una colecta y terminaron por regalarme 700.000 bolívares, que es más de 150 dólares.

Neudy, quien dirige la Funda-Eventos, la organización que me está hospedando, ha viajado en bicicleta por Venezuela, Colombia, Ecuador, México, toda Centroamérica, Brasil y más. Sus contactos y consejos me han servido muchísimo y han llenado mi tanque de ánimos para, como dicen aquí, "echarle bola".

No sé ni por dónde empezar a agradecer todo esto. He estado tan torpe con la cámara que casi no tengo fotografías de la gente con la que he pasado aquí (ojalá mañana no esté tan gil y pueda poner algo en el siguiente post). Si bien es un gesto prácticamente inútil, quiero anotar aquí mis sinceros sentimientos de gratitud a Neudy Monsalve y su familia (su hermano Manjerry fue quien me encontró), Marco Morales (el amigo colombiano), Rhadamés Barroeto (un divertidísimo y excelente scout de quien me hice rápidamente amigo) y toda la comunidad ecuatoriana de Mérida, en especial a Fabián Sánchez y sus hermanos, Carlos Quinche, Humberto Lema Conejo, el sr. Alfonso, el sr. Marcelo y muchísimos más de quienes lamentablemente no pude anotar sus nombres.

Y ustedes, por último, tendrán que disculpar este post corto y aburrido, pero apenas he tenido tiempo para revisar fotos o conectarme al Internet.

Se vienen, además, días de marcha forzada hacia Caracas. Ya sabrán por qué.

Mérida, Venezuela, lunes 25 de enero de 2010.

2.495 kilómetros recorridos.

martes, 19 de enero de 2010

El último páramo en Colombia

No he parado en ocho días. Desde que salí de Soacha (Bogotá), no he dejado de pedalear ni un solo día hasta alcanzar la frontera con Venezuela. Con esto me reivindico de mis largas pausas de turismo y buena vida, pero a la vez me declaro agotado. Aparte de la jornada relativamente pequeña hasta Villa de Leyva, de la que ya he hablado, todos los días han sido de fuerte pedaleo y mucho esfuerzo para llegar hasta aquí. He atravezado los dos últimos departamentos que visitaré en territorio colombiano (Santander y Norte de Santander), en etapas que en más de una vez superaron los 100 km y haciendo escala en las poblaciones de Oiba, Aratoca, Bucaramanga, El Hatico y Cúcuta, en donde estoy ahora. Para lograrlo, además, tuve que atravezar nuevamente la cordillera oriental colombiana (de la que había descendido al salir de Boyacá) y con ello vencer el paso de otro páramo elevado: el alto de Berlín, a 3.400 msnm.

Con frecuencia me ha sucedido que enfoco mi atención en puntos específicos de la ruta y por ende paso por alto pedazos que en el momento justo terminan siendo muy complicados. De nuevo me sucedió eso durante la ruta hacia Bucaramanga. Concentrado en las dificultades de la altura de Boyacá y pensando en lo que sería el cruce final de la cordillera antes de Cúcuta, por alguna razón había pensado que llegar a la capital de Santander sería relativamente más fácil y con mucha bajada. Esto último fue verdad, pero en términos generales, avanzar hacia el norte ha sido agotador. La dificultad principal ha sido algo que promete agravarse conforme me acerco al Caribe y la cordillera es cada vez más baja: el calor. Cada vez que me doy cuenta de que estoy malgenio y peresozo, coincide con que el calor es insoportable. Y la cantidad de líquidos que necesito cada día es inagotable.

En Oiba, a donde llegué completamente exhausto tras una etapa de 130 kilómetros, me recibió un pueblo en plenas fiestas. Tuve tiempo para vagabundear entre la multitud y tomar algunas fotos (y cervezas, je), pero a fin de cuentas no tuve ánimos para incluirme en los festejos y a las 9 de la noche ya era un bulto que roncaba. El pueblo se había organizado a lo grande y esperaba la llegada de centenares de visitantes, pero, hasta donde yo pude ver, no había mucha más gente que la local. No por eso los ánimos habían decaído: mucha espuma, mucho baile, mucha música, mucho trago. Incluso pirotecnia y vacas locas. Si todo seguía como prometía, la cosa se iba a poner buena.

Al siguiente día salí con mucho calor desde temprano para internarme por regiones de vegetación cada vez más tropical y frondosa. La humedad del ambiente contribuía a que yo vaya dejando mi ya clásica acequia de sudor por donde pasaba. Se ha vuelto normal que ahora lleve un par de camisetas amarradas a mis alforjas para usarlas como toallas para secarme en cada parada. Eso es útil, pero tampoco totalmente efectivo: a las pocas horas tengo que exprimirlas contínuamente y luego las dejo colgando solo para que se sequen; así ya no me sirven.

De todas formas, ni fiestas, ni calores, ni desniveles, ni paisajes han sido lo más impactante de estos pasados días. De nuevo lo más sorprendente ha sido el contacto con la gente. Debo reconocer que andaba un poco parco en eso. Me estaba acostumbrando a llegar a cada pueblo y en seguida buscar una residencia barata en donde pasar la noche, con lo cual evitaba establecer los contactos que normalmente debo establecer y conseguía rápido refugio para arreglarme y recuperarme. Aunque en algunos casos no me quedaba más que plantar carpa, de alguna manera había optado por dejar de pedir posada y buscar las comodidades de un colchón barato.

Lo primero me dio un sacudón fue un encuentro casual que sucedió la mañana en que salí de Aratoca y empecé a descender por los desfiladeros empinados del Cañón del Chicamocha, uno de los más profundos y sorprendentes que he visto en todo este recorrido hacia el norte.

Por donde yo bajaba iba subiendo Ian Attewell, un canadiense que ha recorrido ya más de 12.000 kilómetros en bicicleta desde su país hasta Sudamérica. Apenas lo vi al borde de una curva y le grité un "hola!" entusiasmado. Él también se emocionó y las siguientes dos horas las pasamos sentados al borde de la carretera compartiendo experiencias. Ian había descubierton las bondades de los bomberos, policías y demás hace no mucho, y estaba feliz por tener esa puerta de contacto con la gente local que es pedirles un cuarto para pasar la noche o un espacio vacío para armar la carpa. Las cosas sencillas que me dijo, como "para qué voy a gastar mi plata en un hotel que de todas maneras es sucio", o "si uno es bueno con la gente, la gente es buena con uno", me hicieron recordar todo lo que había aprendido en este y otros viajes. Pensé que sería mejor volver a la práctica de pedir y tratar de retribuir con lo poco que se pueda.

Esa noche, al llegar a Bucaramanga, el cambio de actitud dio frutos sin que yo necesitase esforzarme en absoluto. Estaba completamente agotado por el calor. El ingreso a la ciudad había sido muy largo y complicado en medio de un tráfico pesado y un sol que me calcinaba todo un lado de la cara (el bloqueador se va en seguida a causa del sudor). Llegué a la plaza casi desesperado por líquidos fríos, y me senté a tomar un "raspado" junto a un pequeño kiosko móvil. Tanto el vendedor como algunos de los transeúntes cercanos empezaron a hacerme las preguntas de siempre, y yo respondí con todo el buen ánimo y la mejor amabilidad que pude. Luego de conversar por unos minutos, cuando pregunté por la estación de bomberos para ir a pedir ayuda, un hombre me dijo que podía ir a su casa y quedarme ahí.

Su nombre era Pablo. Nunca supe su apellido, ni él supo el mío. Tampoco se preocupó por averiguar mucho más acerca de mis propósitos o metas. Solamente sabía que yo había viajado desde el Ecuador y que me dirigía hacia Venezuela. También sabía que trataba de ahorrar dinero pidiendo ayuda a la gente, y que hacía todo esto solamente por conocer nuevas regiones y nuevas personas. Fuera de los 15 o 20 minutos que conversamos en la plaza, no volvió a preguntarme nada más acerca de mí o de mi viaje, pero me dio una cama para pasar la noche, una ducha para bañarme y comida para recuperar fuerzas. En realidad, don Pablo era bastante reservado. Apenas me presentó a su mujer, de quien nunca supe el nombre, y lo único que hizo fue comentar acerca del programa de televisión que vimos por la noche. Cuando salía a la mañana siguiente y Bucaramanga quedaba a mis espaldas, pensaba si yo sería capaz de hacer algo así. O mejor dicho, si hubiese sido capaz antes de aprender a hacerlo en estos viajes.

La cosa no terminó ahí. La subida a la que me enfrenté a la salida de Bucaramanga ha sido una de las más difíciles que he hecho en mi vida. Mi odómetro marcó 53 kilómetros solamente de subida, sin ni un solo descanso. Ascendí de los 960 msnm hasta los 3.400 msnm. Eso es la diferencia de altura que hay entre el océano y ciudades serranas como Loja o Ibarra. No recuerdo un desnivel en subida tan brusco en un solo día ni siquiera en el tremendo Perú, en donde nos tomó 6 días subir del mar hasta nuestro paso máximo de la Cordillera Blanca, cerca del nevado Pastoruri, a 4.825 msnm. Eso, además, en el séptimo día de viaje consecutivo desde mi salida de Bogotá, cuando en realidad necesitaba ya una pausa para evitar lesiones o cosas por el estilo.

Apenas empecé a subir me topé con una gran tropa de ciclistas que hacía lo mismo. Algunos subían unos pocos kilómetros y bajaban por diversión. Otros entrenaban velocidad o resistencia. Algunos planeaban ascender 10 o 15 kilómetros. Otros iban a los 20 o los 30. Los pocos que habían hecho el ascenso completo hasta el "Picacho" (el punto más alto de la carretera), me daban instrucciones, me explicaban la ruta y me indicaban los posibles puntos de descanso. En la mitad exacta del ascenso desde las afueras de Bucaramanga, en un lugar llamado La Corcova, unos ciclistas me invitaron a tomar cola, me dieron muchos ánimos y hasta organizaron una colecta para ayudarme. Entre todos me dieron 24.000 pesos (unos doce dólares). Los dos que lideraron el agasajo se presentaron como Pica-Pica (el segundo desde la derecha en la siguiente foto) y Cejas (el segundo desde la izquierda).

Yo seguí subiendo feliz y con mucha energía. Los ciclistas que bajaban me saludaban y aplaudían. Aún desde los carros la gente me gritaba "¡hágale, hágale!" y me mostraban pulgares en alto. Cuando ya había pedaleado unas cinco horas, tuve frente a mí todo el macizo de piedra del "Picacho" y pude ver toda la ruta que me faltaba para llegar a la cumbre. La visión me agotó, pero no me dejé vencer y seguí muy lentamente hacia arriba. Ya superados los 3.000 msnm el frío se hizo notar y mi ropa mojada me empezó a molestar, pero decidí no parar hasta la cumbre.

Ya muy cerca del final me pasó un último ciclista. Me dijo que faltaban apenas dos kilómetros para llegar. Yo ya no daba más. Llegué a la cima, en donde él me esperaba con su esposa y una pareja de amigos. Su nombre es Germán Villamizar, de alrededor de 60 años. Al verme tan cargado se asombró. Conversamos por al menos unas dos horas. Me dieron de almorzar, de tomar (y no solo Coca Cola, sino también un par de shots de aguardiente) y hasta me regalaron 40.000 pesos más. Todos me dieron sus contactos y me desearon muchos éxitos. Como conocían la ruta hasta Cúcuta y la habían vivido como ciclistas, me indicaron todo lo que vendría con mucha precisión.

Apenas un par de kilómetros más adelante, un carro se detuvo y sus ocupantes se bajaron para darme galletas y un vaso de jugo. Así, la ayuda y el apoyo que recibía de la gente de pronto se había vuelto abrumador. Justo en uno de los momentos más difíciles la gente parecía haberse puesto de acuerdo para empujarme a la cima. Pasado el "Picacho", avancé por un páramo largo bastante frío. Ya casi no tenía tiempo (había llegado a la cima a las 2 de la tarde y había pasado unas dos horas con Germán y sus amigos), pero aún así decidí avanzar hasta que el sol declinase del todo. Esa noche la pasé a los 3.340 msnm plantando mi carpa junto a unos pinos del páramo, detrás de un restaurante ubicado en una comuna llamada "El Hatico". Aun por la noche recibí llamadas de Pica-Pica y Cejas que se comunicaban solamente para saber si todo había salido bien.

Unos días antes, cuando estaba por llegar a la población de Aratoca, hubo un momento en que un hombre me gritó algo como "¡Qué privilegio andar con eso!", mientras él caminaba agobiado por el sol. Yo entendí que se refería a mi bici y solamente sonreí. Ante mi silencio, él volvió a decir algo que no entendí del todo pero que pareció ser un "Llevas la envidia de todo un país". Por un segundo pensé que estaba diciendo algo así como "Qué linda tu bici, me da ganas de tenerla". Volví a reír sin saber qué decir (yo estaba avanzando en subida y no tenía ganas de parar). Como me alejaba, el hombre gritó "¡Que Dios te acompañe!", y alzó sus manos. Entonces comprendí todo y grité "¡Gracias!", extendiendo mi mano con el pulgar arriba.

El pequeño episodio me dio bastante en qué pensar durante el resto del camino de ese día. El hombre me estaba diciendo que era una suerte viajar así y que todo el mundo tenía derecho a envidiarme.

Me parece que todas estas anécdotas que he anotado se conectan en un punto clave. Cuando uno hace algo como esto, algo tan "particular" o por lo menos "fuera de lo común", lo que hace deja de tener un valor únicamente por sí solo y pasa a tener un valor representativo. En otras palabras, el simple hecho de estar aquí y tener la fortuna de vivir esta experiencia me pone en el lugar de muchos otros que quisieran vivirla, aunque en el fondo lo digan solamente de labios para afuera. O es al revés: es el resto de gente la que se pone en mí posición, y eso me deja a mí como representante de un espíritu, un cúmulo de ideas, una conjunción de aspiraciones, un foco de sueños individuales. Quiéralo o no, entonces, estoy aquí en representación de muchos, de todos aquellos que nunca estarán aquí ni harán esto sino a través de los pocos que tenemos la fortuna de hacerlo.

Eso es un privilegio enorme.

Pero no solamente es un privilegio. También es una fuerza muy grande que me empuja contínuamente. La gente me apoya porque quiere ver cumplida la ruta, porque ve en ello la posibilidad de cumplir metas que normalmente se escapan de las manos en la vida cotidiana, porque en la compleción de mi sueño proyectan la plenitud de los suyos. Pasa el tiempo y me doy más y más cuenta de lo importante que es eso. Mientras ese apoyo enorme se mantenga, no puedo sino vencer.

Cada día tomo por destino una "meta a vencer". Puede ser un nombre ("hoy llego a tal o cual parte"), un número ("hoy avanzo tantos o tantos kilómetros"), una ubicación general ("hoy atraviezo tal cañón, o supero tal páramo"), etc. Con esas pretensiones avanzo y juego las cartas que tengo. Siempre, lo logre o no, cumplir la meta diaria es un desafío complicado: implica horas de movimiento, sol, sed, fatiga, dolor e incluso miedo. Pero todo el tiempo me siento empujado. Siento que desde hace mucho tiempo, aún desde los primeros días del primer SAP, dejé de hacer esto solamente por "conocer y viajar en bicicleta" (que es lo que suelo responder cuando me preguntan mis motivos). Eso quizá sea mi objeto inmediato, mi deseo primordial, pero sé que tras de mí llevo un gran grupo de gente que me apoya y se aventura vicariamente conmigo, ya sea simplemente porque se interesa por mí, como mi familia o mis amigos, o porque ve en mi viaje una promesa, una posibilidad, una fuerza latente.

Por eso quiero hacer un gran agradecimiento a todos lo ciclistas que he encontrado en el camino ya todas las personas que cada día colaboran de muchas maneras para que yo pueda seguir.

Son ellos, pues, y no los músculos de mis piernas cada día más duros, los que me hacen sentir prácticamente invencible.

Mil gracias, otra vez.

San José de Cúcuta, Colombia, martes 19 de enero de 2010.

2.165 kilómetros recorridos.

miércoles, 13 de enero de 2010

Boyacá, la heroica

Los días de descanso en Soacha/Bogotá pasaron rápido. Tan rápido que decidí tomarme uno más de lo planeado y permanecí incordiando un poco más a Silvi y su familia. Los días acogedores que pasé entre ellos hicieron que retomar el viaje se torne algo difícil. Tras un inicio de turismo por los lugares imposibles de evitar (el Centro, Monserrate, Museo del Oro, etc.), el resto de días pasamos entre vagabundeando y descansando. Cierta noche hasta se armó un buen bochinche en par antros de la ciudad (primero por la 45, cerca de la Universidad Nacional, y luego por Chapinero), lo cual nos puso al siguiente día en búsqueda de las delicias colombianas anti-guayabo que pudiésemos encontrar en el sector. El último día visitamos el Parque Natural de La Poma, aún dentro del Municipio de Soacha pero bastante lejos del área urbana. El paseo lo hicimos todos juntos: doña Carmen (madre), Silvi (ya la conocen), Natalia (la sobrina) y Argos (un perro cascarrabias del que terminé siendo bastante amigo).

Luego de eso visitamos el famoso Salto del Tequendama, en esta época completamente seco por la falta de lluvias que afecta a todo el país (ojo que ya mismito nos dejan de vender energía y por allá la vida se les pone más a oscuras). Si quieren fotos del salto en su estado habitual, vayan pal Google. Más peculiar, en cambio, esta que les ofrezco con la caída de agua completamente seca. El lugar, de todas formas, no deja de ser imponente, aún cuando el río Bogotá, que es el que se descuelga por el abismo, es bastante más apestoso que el Machángara en sus peores días.

Pasar tiempo, aunque sea muy poco, con un grupo de gente cercana entre sí, permite echar un vistazo al complejo mundo que las une y la separa, las eleva y las hunde. Con Silvi y su familia descubrí mucho. Quizá esperaba algo distinto de mi paso por Bogotá, pero este universo de Soacha ha sido una cara más auténtica de lo que aquí se vive, y por ello me siento agradecido. Silvi, con su característica alegría y fuerza, es un verdadero motorcito, tanto aquí como resultó ser allá en Quito. Por eso, aun siendo poco el tiempo en que nos conocemos, ya compartimos muchos amigos e historias. Nos veremos pronto, seguro.

El día en que finalmente continué pedaleando tuve que recorrer al menos 30 kilómetros, primero por el municipio de Soacha y luego por la mismísima Bogotá. Silvi desempolvó su bicicleta y me acompañó hasta el centro, donde finalmente nos dimos el abrazo de despedida. Desde ahí continué con la idea de salir por la ciudad por el extremo norte, no sin antes buscar un pan de chocolate que Emi me había recomendado por mail.

Encontré el pancito (que en realidad era una tremenda baguette de chocolate que terminé de comer la mañana siguiente), y al mismo tiempo cambié de planes. Un ciclista local me recomendó abandonar la idea de salir por la autopista norte para subir unos 7 kilómetros hacia el nor-oriente, rumbo al municipio de La Calera. La nueva ruta era mucho más larga, pero me evitó un tráfico pesado y aburrido a cambio de vistosos paisajes ocultos desde la llanura bogotana.

Antes de La Calera, en la cumbre de esa loma que subí con mucho cansancio, me saludó otro ciclista local. Saúl Santana se sorprendió un poco por el peso de mi equipaje y, tras conversar lo habitual, me invitó a comer pan de bono con jugo y galletas. Incluso se ofreció a comprarme golosinas para continuar el viaje. Por fin me acordé de sacar la cámara en un momento así. El resultado es la siguiente foto que espero que Saúl pueda ver, junto con los agradecimientos que aquí le dedico por su ánimo y su apoyo.

El resto del día fue muy divertido. El retorno al trajín del viaje fue bastante duro. No puedo decir que el camino haya estado especialmente difícil, pero me costó bastante. Desde La Calera avancé hacia Guaska y Guatavita, ésta últma una población bastante peculiar por estar ubicada junto al embalse Tominé. Cuando se cerró el paso de las aguas, la población fue destruida (o inundada, más bien), y se optó por reconstruir el pueblo en una ladera cercana. Todo el pequeño pueblo mantiene una arquitectura tradicional española, pero es bastante nuevo. Me quedé poco en el pueblo con la idea de huir del turismo caro, y avancé para encontrar refugio más adelante. Los paisajes de esa campiña eran muy diferentes a lo que había visto hasta ahora en Colombia, pero a la vez bastante parecidos a lo que yo esperaba encontrar cuando ingresé.

Dormí en Sesquilé, tras unos 90 km de pedaleo desde Soacha. Lo gracioso fue que, mientras en Guatavita había muchas hosterías y hoteles, en Sesquilé no había ni uno. Yo iba pensando en alquilar un cuarto barato para dormir en cama y reponerme, pero no hubo tal. La policía me indicó el (según ellos) único lugar seguro para poner la carpa: el mercado. Tuve que esperar hasta pasadas las 8 de la noche para que la gente desocupe el lugar y ahí mismo instalar mi pequeña casa móvil. Mi colchón, que anda todo roto, me permitió pasar una noche bastante buena bajo el alero dé un edificio. Mi bici pasó amarrada a un árbol en media plaza. Al amanecer, estaba ahí y la gente pasaba sin curiosear demasiado. Olvidaba decir que Sesquilé también es un pueblo antiguo y muy bonito.

Mi siguiente destino fue Tunja, capital de un nuevo departamento: Boyacá. La mañana fue fría como ninguna otra de las que he vivido en Colombia, aunque tampoco nada exagerado. Todo el día atravesé pequeñas colinas con sus respectivos alti-bajos. Avancé bien y sin problema, envuelto en un paisaje lleno de montañas distantes, embalses y riachuelos. A esta zona de Boyacá que he recorrido solo le falta un pico elevado, quizá coronado de nieve, para ser una fenomenal.

Almorcé en las afueras de Ventaquemada y poco después arribé a un lugar en el que venía pensando desde hace bastante tiempo. A pocos metros de la carretera se eleva un complejo de monumentos que recuerdan la famosa batalla que libertó a Colombia y todas las gestas que la acompañaron. Tuve que abandonar un rato a Sherpa para subir a ver el monumento a Bolívar que corona todo el complejo. Una de las cinco estatuas que sostienen al Libertador lleva maíz en las manos y se eleva sobre el escudo del Ecuador.

Cuando la campaña en el Orinoco llegó a un punto muerto, Bolívar decidió realizar un ataque sorpresivo por un sector inesperado. Atravezó los llanos de Casanare y juntó sus tropas con las del General Francisco de Paula Santander, quien había combatido en la región de la Nueva Granada por los pasados meses. Unidas las tropas, se inició una de las proezas más destacadas de toda la gesta libertaria. Bolívar subió a los Andes cruzando las llanuras de Apure y pasando por el Páramo de Pisba. La marcha fue durísima y acabó con gran parte del ejército, pero fue un éxito. Una vez en el altiplano, las tropas republicanas se reorganizaron y obtuvieron un valioso triunfo en Pantano de Vargas, el 25 de julio de 1819. Pocos días después, el 7 de agosto, con la intensión de detener a las tropas realistas comandadas por José María Barreiro que se replegaban hacia Bogotá, Bolívar condujo toda su columna hacia el paso del río Teatinos. Ahí se libró el enfrentamiento principal, cuyo punto clave consistía en apoderarse del puente. Bolívar venció y capturó a Barreiro con casi todo su ejército. Con ello, no quedó en la Nueva Granada ningún ejército capaz de ofrecer resistencia a las intenciones independentistas. Vargas y Boyacá fueron las primeras grandes victorias de la campaña final que dio libertad política a la que ahora llamamos "Gran Colombia". Luego, con Bogotá bajo control patriota, vendrían las campañas de Venezuela y Quito, cuyo fin ya conocemos.

Si se fijan en la siguiente foto, podrán ver que bajo el nuevo puente aún pueden verse las bases del antiguo. Del control de esa estructura dependió la victoria de Boyacá y la independencia de la Nueva Granada.

Más de una hora estuve visitando los monumentos de la batalla. Luego tuve que volver a ascender unos 7 u 8 kilómetros, pero para entonces iba yo cabalgando un fuerte corcel y llevaba en mi mano una lanza de caballería. A Tunja llegué pensando que era Bolívar dirigiendo el combate, y a ratos jugaba a vencer a los camiones (aunque nunca lo logré, je).

En seguida busqué un lugar para quedarme, y esta vez estuve decidido a tener cama y ducha. Con mi buen olfato para rastrear tugurios, obtuve una habitación baratísima y de lo mejor. Apenas cabía la cama, aunque había bastante espacio para la bici. Ni una sola ventana, claro, y la puerta no podía cerrarse sino con un tronco haciéndole presión. El baño, compartido por todo el piso, era un tubo pelado cuya agua congelada (Tunja está casi a la altura de Quito) caía muy cerca del inodoro. Éste, por su parte, exhibía sin escrúpulo sus pestilencias que eran imposibles de descechar por falta de suministro de agua en el tanque. No por eso mi duchazo fue corto. Al contrario, lo disfruté cada segundo. Eso de ir al baño, en cambio, lo dejé para una curva estrecha en el camino al siguiente día.

Queda poco que decir de este recorrido. De Tunja salí por un camino inesperado, casi completamente dirigido al oeste en lugar de seguir hacia el norte. El cambio se debía a mi deseo de visitar la ciudad de Villa de Leyva, famosa por su arquitectura tradicional y su centro perfectamente conservado. El pueblo, en realidad, es un centro turístico importante y como tal está equipado de todo lo necesario: calles empedradas a la perfección, casas inmaculadas, restaurantes "gourmet", hoteles cinco estrellas y hostales "baratas" a casi 50.000 pesos (o sea casi cinco veces más caros que las cómodas residencias a las que vengo acostumbrado).

La ciudad, con todo, es hermosísima, y decidí darme un medio día de descanso aquí. Por la mañana pedalée apenas 40 km (una de las etapas más cortas del viaje), de los cuales más de 20 fueron de bajada. El camino fue genial y muy divertido. Al llegar me senté en la plaza a descansar. Se me acercaron dos personas que dijeron haberme visto saliendo de Bogotá. Estaban curiosos por lo que yo andaba haciendo, así que conversamos un buen rato. Ellos me guiaron hacia hospedajes no tan caros y restaurantes igualmente moderados. Con ello me convencí finalmente y pasé todo el resto del día paseando por el pueblo y armando este post.

Mi pierna derecha anda quejándose en un músculo raro cuyo nombre no recuerdo a pesar de haber asistido, en Medellín, a "Bodies", la exposición esa de los cuerpos reales plastificados y en exhibición. Jua jua. De todas formas espero que este día corto le permita reestablecerse (en realidad me está doliendo desde antes de llegar a Bogotá, así que dudo que se calme). Leyva me ha hecho acuerdo de que no siempre tengo que hacer etapas dementes que me dejen boqueando del cansancio.

Aún así espero divertirme más sacándome el aire en las siguientes jornadas hacia Bucaramanga.

Por primera vez lo que me falta de Colombia empieza a ser pequeño en el mapa.

Villa de Leyva, Colombia, miércoles 13 de enero de 2010.

1.667 kilómetros recorridos.

viernes, 8 de enero de 2010

Los altos de Cundinamarca, el retorno de la morsa y la barrera de los 1.000

Esta vez sí que puedo hablarles de grandes distancias, jornadas fuertísimas y cruces elevados a lo largo de las dos ramificaciones de Los Andes que he tenido que enfrentar en los pasados días. Luego de tanto descanso y turismo, he vuelto de bruces al tenaz avance por la geografía colombiana. Bien sabía yo que los días previos a la llegada a Bogotá serían el reto más complicado de la primera gran etapa de esta nueva aventura. Y así fue, sin duda. Pero de nuevo he tenido éxito y finalmente les escribo desde la capital de este país y la ciudad más grande de toda esta región del planeta.

Lo primero, al salir de Pereira, fue completar la ruta del "eje cafetero" haciendo una etapa relativamente corta (53 km) hasta la ciudad de Manizales. Desde entonces no la tuve fácil. Engastada en una peculiar ladera que baja de los páramos del Nevado del Ruiz (5.300 msnm), Manizales me obligó a ascender unos 800 metros a lo largo de al menos 15 km muy calientes y a momentos muy verticales. Llegué temprano (a eso de las 14h00), pero bastante cansado. Me dio pereza buscar hospedaje gratuito y al rato ya estaba instalado en una residencia barata del centro. La ciudad estaba en el inicio de su 54va Feria, y quería aprovechar las horas de la tarde para conocerla.

Gran ciudad esa de Manizales. Su ubicación y su crecimiento desordenado le han dado un relieve único. Para un ciclista urbano debe ser muy difícil vivir ahí. Fuera de las aristas de las lomas donde se ubica el centro y las principales avenidas, todo es desnivel brusco y constante. Los barrios más bajos deben estar unos 300 metros más abajo de los más altos, con una distancia que no supera las 10 o 15 cuadras. Casi desde cualquier punto de la ciudad se siente uno caminando al filo de un gran mirador.

La Feria de Manizales, que al parecer es famosa dentro y fuera de Colombia, tenía a la ciudad como un hervidero de gente y actividad. Desfiles, reinas, inauguraciones, luces, comida, juegos, teatro... todo era alboroto. Me divertí bastante paseando por las calles viendo chucherías y tomando cerveza. Por recomendación de mis padres, fui a conocer el cable aéreo que, inspirado en su similiar de Medellín, ha sido inaugurado recientemente. Durante todo su recorrido se pueden ver magníficos paisajes de la ciudad y sus entornos.

Hacia el anochecer caminé hacia la "ladera de Chipre", al extremo occidental de la ciudad. Se trata, en realidad, del filo de una loma que marca un límite natural para la zona urbana y desde donde (al menos en un buen día como el que a mí me tocó vivir) se puede observar todas las lomerías y valles del oeste de la Cordillera Central como en ningún otro lugar que haya visto. Hacia el otro costado, al oriente, se levanta la mismísima cordillera, y es posible ver por completo algunos de los nevados y picos de la zona. El lugar me pareció lleno de una energía muy fuerte, creada y sostenida por el espectáculo verdaderamente majesutoso del paisaje. Las masas de gente y el ambiente de fiesta contribuyeron para hacer de mis pocas horas de estadía en Manizales uno de los momentos que seguramente más recordaré de lo que he vivido hasta ahora en Colombia.

Luego de un atardecer espectacular y de comer un montón de comida chatarra en todos los kioskos que se me fueron atravezando, me fui a dormir con la idea de salir muy temprano al siguiente día: finalmente había llegado el momento de enfrentarme al cruce de la cordillera.

Manizales, de todas las ciudades que recorrí en el lado occidental de la Cordillera Central, fue la más alta de todas (2.135 msnm). Aunque para salir de ella tuve que bajar hasta los 2.055 msnm, eso permitió que el ascenso al páramo fuese menos largo de lo esperado. Durante toda la mañana pedalée lentamente, tratando de mantener altas mis energías e hidratándome mucho. A eso de las 15h00 llegué a los 3.650. Para mi sorpresa, aún estaba bastante fuerte.

Poco antes de la cumbre del páramo ("Alto de Letras" lo llaman) pude ver la cumbre blanca del Nevado del Ruiz. El espectáculo no duró más de 20 minutos; luego una nube se interpuso y no pude ver toda la montaña desde más arriba, pero el pequeño vistazo fue suficiente para darme muchos ánimos.

Una vez atravezado el páramo de Letras y vencidos algunos repechos largos, todo lo demás fue una bajada brutal. Casi me daba miedo pensar en hacer la misma ruta hacia el otro lado. En números redondos, ese día subí 40 km y bajé 80. Ascendí 1.600 metros y descendí 3.200. Para que se ubiquen un poco con esto de los desniveles, piensen que la altura oficial de Quito en el observatorio de la Alameda es 2.820 msnm, mientras que la estación del Teleférico en Cruz Loma está a 4.100 msnm; ahí hay una diferencia de casi 1.200 metros. Por tanto, hablar de 3.200 metros de desnivel, para una bicicleta, es bastantísimo, así sea de bajada.

Por mucho concentrarme en el cruce de la Cordillera Central, no había pensado mayormente en lo que sería encaramarme por la Cordillera Oriental para alcanzar la planicie en donde se ubica Bogotá. Conforme descendía y descendía en busca del río Magdalena me daba cuenta que la subida hacia el oriente del río sería tremenda. Esa noche dormí en San Sebastián de Mariquita, un pueblo al parecer bastante antiguo que se encuentra ya en un clima completamente tropical-caliente.

Cuando a la mañana siguiente por fin crucé el río Magdalena, había llegado a una altura de apenas 200 msnm. Era casi como estar en la playa, y apenas tenía un día y medio para subir a la capital serrana. No tuve más que fajarme bien la indumentaria y emprender el lento ascenso.

Eso de "fajarme bien la indumentaria" es un decir, claro. El gran problema de ese día fue el calor, lo cual practicamente me obligó a repetir famosas hazañas del ayer. El clima, sumado a la cada vez más ridícula diferencia de color entre mis extremidades quemadas y mi torso blanco, me llevó a la decisión de resuscitar el antiguo Proyecto Morsa, calamitoso incidente que algunos recordarán cuando, junto con la no menos famosa "Anguila" Salvador, nos calcinamos como chicharrones bajo los calurosos soles de los desiertos del norte del Perú. El bloqueador (cosa de débiles) no servía de nada gracias a la cantidad de sudor que perdía en poquísimo tiempo y que se lo llevaba consigo. Fue tremendo. El agua que perdía podía contarse en litros. Las camisetas que me amarraba a la cabeza para absorber el agua se estilaban en cuestión de minutos, y tenía que detenerme a exprimirlas e intercambiarlas para seguir. Antes de llegar a la cumbre de esa primera "pre-cordillera" había consumido más de 5 litros de líquidos. Y tenía sed.

Apenas había superado los 1.000 metros de altitud cuando empecé descender todo lo ganado hasta llegar a la población de Guaduas. Ahí me reacomodé, almorcé, me volví a equipar con botellones de líquidos y, bestia de mí, decidí continuar. Lo que vino fue otra cadena elevada en la que alcancé los 1.750 msnm. En un momento, agotado y cubierto de una nube a causa del sudor que se evaporaba, me eché al borde de la carretera y casi me quedé dormido. Quien me despertó fue Leonardo, un ciclista colombiano que se dirigía a Bogotá junto con un amigo (Gustavo), luego de haber recorrido por semana y media algunas zonas del valle del Magdalena. Ellos han sido los primeros cicloturistas con los que me he encontrado en este viaje. Conversamos un buen rato y luego pedaleamos juntos con la idea de comer más adelante. Ellos, mucho menos cargados y notablemente más flacuchentos que yo, me sacaron rápida ventaja. No los volví a ver.

Como era de esperarse, los resultados del Proyecto Morsa fueron muy parecidos a los de la primera vez en el Perú. La diferencia es que en esta ocasión no he tenido ninguna mano amiga que me ponga Caladryl en la espaldita, la cual hasta ahora sigue como pepa de achiote. Esa noche la pasé en Villeta, a menos de 100 km de Bogotá pero a tan solo 825 msnm. Aún me sentía en lo que en Ecuador sería zona de Costa, a pesar de estar tan cerca de la llanura bogotana.

Estaba tan cansado que antes de dormir decidí no intentar la conquista de Bogotá en un solo día. Según mis cálculos, tendría que subir al menos 2.000 metros y no me sentía con fuerzas para hacerlo en un solo día. Mis piernas me dolían por zonas que no sabía que existían, y la quemazón de la piel me tenía sediento y cansado todo el tiempo.

Al día siguiente emprendí la marcha relativamente tarde (8h00) con la idea de subir hasta donde avance y dormir ahí antes de llegar a Bogotá. Sin embargo, tras 40 kilómetros de ascenso ininterrumpido y casi cinco horas de pedaleo, conquisté el "Alto de la Taberna", a casi 2.700 metros, desde donde tuve una suave bajada hasta entrar en la planicie que se extiende por el centro de Cundinamarca. A las 16h00 ya estaba dentro del Distrito Capital, y a eso de las 17h30 incluso había entrado y salido de la ciudad de Bogotá en dirección a Soacha, un municipio aledaño del sur-oeste, en donde mi panita Silvi (ganadora indiscutible a personaje extranjero revelación del año en los pasados multi-pesi-premios) me ha recibido con gran alegría.

De esa forma, tras cuatro días cansadísimos, llegué al corazón de Colombia. Lo primero que hice en la mañana siguiente fue coser una bandera de este país en mis alforjas. Con eso, ya solo me quedan dos de toda la colección que me regaló mi hermano para que las vaya agregando en cada nuevo país.

La experta guía citadina Sivia Bernada me ha tenido paseando por las maravillas de esta ciudad enorme. De eso no les diré mucho, así que confórmense con las fotos que aquí pongo.

Una vez repuesto y aclimatado a esta nueva geografía, me preparo para pasar un par de buenos días de juerga y francachela en Bogotá antes de seguir al norte. Silvi, que anda de vacaciones, está totalmente dispuesta a plegarse a la huelga, así que parece que tendremos un divertido descanso al buen estilo de este pueblo alegre y amigable, en su tiempo cuna de los mejores orfebres de América.

Alguna vez dijimos que la clave para estos viajes en bici está en bancarse los pesados días iniciales hasta alcanzar un nivel físico y mental capaz de llevarnos a cualquier parte. Había pensado que ese momento se ubicaba alrededor de la barrera de los 1.000 km. Estos pasados días me hacen acuerdo, sin embargo, (como tantísimas otras veces) de que nunca se debo subestimar los retos que quedan por delante. Que haya conseguido grandes logros no quiere decir que lo que tenga adelante sea menos complicado. La barrera de los 1.000 no existe. Lo que existe es una barrera siempre presente y que solamente podemos vencer si nos atrevemos a intentarlo. No hay de otra. El astrólogo argentino-payanés Juan diría que este es mi ascendente Capricornio hablando, je. En todo caso, me queda clara la lección: aún me falta mucho camino duro por recorrer.

Y siempre será así.

Bogotá, Colombia, viernes 8 de enero de 2010.

1.442 kilómetros recorridos.