jueves, 26 de agosto de 2010

Segundo epílogo porteño: los adioses

Aterrizo. Caras conocidas y sonrisas. Amigos demasiado buenos. Mis padres, mis hermanos, todos aquí en el nuevo abrazo. O casi todos. Un reencuentro se demora: Michi suspira por sus alitas rotas y Sherpa me mira con una complicidad llena de nostalgia. Procuro sonreír. Empiezan las historias, la ilación de anécdotas, la puesta al día con el mundo que me recibe de vuelta. He llegado a casa. Se siente como no haberse ido nunca. A la vez, se está tan lejos todavía, tan lejos para siempre. Un golpe de bruces contra un sol y unas montañas que conozco demasiado. Y arranco de nuevo. Ahora sin moverme.

Desde el día en que tomé la decisión de salir a viajar en bicicleta por Sudamérica hasta ahora han pasado cerca de cuatro años. Más de uno de ellos lo he pasado afuera, con Sherpa, descubriendo lo que tengo metido adentro y la forma en que ello puede adquirir un significado en su relación con el mundo, mi mundo. Ha pasado mucho tiempo, muchas, muchas cosas. Han sido más de 400 días de viaje, más de 250 jornadas de pedaleo, más de 1.400 horas rodando con Sherpa y más de 23.500 kilómetros sencillamente irrepetibles. He recorrido diez países. He paseado por enormes ciudades y descansado en villas que no existen en mapa alguno. He mirado un mundo que hasta hace no mucho ignoraba que existía. He vencido obstáculos y he sido vencido por ellos. He recibido el contacto humano de centenares de personas y a través de ellas he aprendido a conocer parte de lo que el mundo puede significar para nosotros, sus frutos. He convertido a extraños en amigos, y a amigos en hermanos. He sido poderoso como nunca, y, a la vez, he sufrido la decepción de no ser nada más que una hormiga soñando polvo al pie de la Creación entera.

Es increíble cómo creció esta diversión de amigos. Creo que en el fondo siempre intuí que algo así habría de pasar, que no podría detenerme hasta sentir una suerte de revolución entera. Ha sido lenta, imperceptible, esencial. Un universo oculto que se revelaba. Sí. Sobre todo eso. Me obligué a levantar un espejo frente a mí y lo contemplé por siglos. Metido de cabeza en mí mismo, hurgué en todos los recovecos que pude encontrar. Lo hice sin miedo y sin frenos. No fue fácil. No todo lo que he visto me ha gustado, no todo me ha quedado claro, no todo merece aplausos. Y, sin embargo, estoy feliz. No sé cómo explicarlo. No me siento satisfecho, ni calmo, ni saciado siquiera. Solamente me siento unos peldaños más arriba de mí mismo, del que fui cuando empecé a imaginar todo esto. Creo que de alguna manera entiendo un poco más lo que significa querer ser mejor, esforzarse por ello, vivir en su función y estar dispuesto al sacrificio.

Este post es un asunto de saldos y de adioses. En parte está escrito para mí mismo, para saciar mi melancolía y tener algo qué mirar cuando los años me hagan olvidar lo que ahora siento. Es, también, un asunto de liquidación de cuentas y agradecimientos repetidos. Simplemente necesito abrirme una última vez para compartir la emoción que me causa la clausura. Necesito decir gracias nuevamente. A todos: a la vida, a los caminos, a los valles y los cerros. Es curioso cuánta gente me ronda la cabeza cada vez que trato de elaborar mis recuerdos sobre ruedas. Mi viaje en solitario no solamente habla de mí, habla también de la amistad. Sé que la mayoría de personas que se involucraron de alguna manera en el periplo habrán olvidado ya el paso de los ciclistas y sus fantasías, que muchísimas jamás sabrán que este diario existe y que lo que hicieron o dijeron es parte fundamental de todo lo ocurrido. Yo trato de no olvidar a ninguno. En mi mente y mi corazón viajaron muchos. Algunos fueron fugaces e irrelevantes, otros fueron fundamentales. Hay quien fue una presencia absoluta. Quiero agradecer a todos.

Es difícil recapitular, así que volveré al inicio: nuestros días infantiles en el Perú. Entonces no había nada más que felicidad plena. En algún otro lugar pinté esa etapa como el momento del ensueño y la aventura: no sabíamos lo que hacíamos y no nos importaba saberlo. Fue el momento de mayor libertad y alegría. Desde los desiertos costeros del norte hasta las llanuras andinas del sureste, Perú fue nuestro mayor triunfo. El momento crucial del desafío ocurrió, pues, al inicio, durante los pasos dados en nuestro vecino del sur. Todo lo demás fue casi un dejarse arrastrar por la corriente que creó la enorme energía que tuvimos en esos primeros meses. La amistad, además, nos hizo invencibles. El Perú nos permitió los mayores atrevimientos y ocurrencias de todo el viaje. Cada paso fue un descubrimiento y una emoción conmovedora. En términos generales, la ruta peruana fue el desafío más difícil y agotador de todos los que enfrentamos: nada volvió a ser igual al reto de superar los gigantescos tajos de la cordillera de ese país y las abrumadoras condiciones que se registran en sus estribaciones. A Perú debemos agradecerle el triunfo de la fantasía y la fuerza, la génesis de toda nuestra camaradería y la alegría de nuestro éxito.

A pesar de los abruptos desniveles y los mundos de magia que atravesamos en el Perú, no fue ese el país de la geografía que más me sorprendió. Ese título lo tiene nuestro otro vecino cercano: Colombia. Nutridos por dos cuencas hidrográficas que nacen casi en el mismo lugar y que atraviesan gran parte del país de norte a sur creando dos enormes valles longitudinales, los retos que me impusieron los ramales de los Andes colombianos fueron dramáticos. Al igual que el Perú, Colombia fue un espacio inaugural, un tiempo en el que mente y cuerpo empezaban a acostumbrarse a las exigencias de la aventura, y yo no comprendía bien aún el alcance de lo que estaba por hacer. Eso hizo de Colombia una tierra de fascinación, pero también de agotamiento. Apenas recuerdo cierta calma en las cercanías de Cali, al interior de la gran llanura que en esa región forma el río Cauca. Todo lo demás fue ascensos y descensos asombrosos. Al contrario del Perú, para enfrentar el vigor de Colombia no tuve tiempo preparación. Salí con un estado físico muy inferior al requerido para enfrentar una cosa así, con poca planificación en cuanto a rutas y ningún tramo sencillo que me permitiese aclimatarme. La relativa cercanía a casa y los respectivos bríos que me llegaban a través del teléfono fueron fundamentales para no decaer tras las primeras enfermedades, quemazones y fatigas mecánicas.

Tras las etapas iniciales, de descubrimiento y sorpresa, siguieron los días de la madurez, los días en que viajar sobre pedales empezó a ser una costumbre. Hacia el sur, el turno fue para Bolivia. Hacia el norte, Venezuela. No puedo pensar en dos países más distintos entre sí de los que componen Sudamérica que esos dos. El corazón andino del continente nos sorprendió por su aire de enigma, por el velo cerrado que protege sus misterios naturales y humanos. Bolivia es la convivencia y la confrontación de mundos profundamente enemistados: entre los departamentos del altiplano y las llanuras orientales se despliegan idiomas, culturas y formas de vida muy dispares. El antagonismo regional es en Bolivia parte de la esencia misma de la nación. El único otro país que ha hecho de las diferencias regionales un motivo tan demarcatorio del espíritu nacional es el Ecuador, pero, al contrario que en nuestro caso, donde eso tiende a orientarse hacia una dinámica de coexistencia conjunta (no por ello carente de conflictos a veces muy graves), para Bolivia la oposición entre regiones es un sismo que desgarra continuamente los esquemas de convivencia y ha hecho del país un problema irresoluble. Hay mucho en Bolivia todavía por descubrir y comprender. Baste decir que en ese país encontré los dos paisajes que más me han impresionado en todo el continente: los desiertos del sur-occidente, incluyendo la zona del Salar de Uyuni (como paisaje natural), y las desoladoras minas del Cerro Rico de Potosí (como paisaje humano).

Venezuela fue un país que sentí como en ebullición. Fue el país donde más amigos tuve, donde más contactos hice, donde más ayuda recibí y donde mis expectativas fueron mayormente superadas. Conforme avanzaba, cada día me demoraba más en responder mensajes y reportarme con los nuevos amigos que iban quedando en la ruta. Nunca la gente se había interesado tanto por mantenerme “a salvo”. El país que pelea con Chile y Brasil el título de ser el más caro de Sudamérica fue también el que más dinero me obsequió. Por diversas circunstancias, en el fondo derivadas de la gigantesca reserva de recursos que alberga el país, el regalo más común que recibí en Venezuela fue dinero en efectivo. La cifra total sin duda pasa de los varios cientos de dólares, aun sin contar la comida y el hospedaje que, a menudo, también obtuve sin abrir mi billetera. La gente se sorprende cuando digo esto. Estadísticamente, Venezuela no parece muy atractivo: por decir algo, es uno de los países con peor distribución de riquezas en la región y su capital, Caracas, es la ciudad donde más personas mueren por actos violentos en toda Latinoamérica. Mi paso voló por encima de todo eso. Mientras el país ahonda una radical división entre partidarios y opositores al gobierno (división que asusta y se muestra a todas luces peligrosa), parece que el venezolano no pierde la generosidad y el abierto carácter caribeño. Venezuela fue una experiencia definitivamente positiva, más todavía si pienso que en medio del recorrido por ese país tuve un descanso de dos semanas en casa que recuerdo como el tiempo más dulce que he tenido en los últimos años.

Salir de Bolivia, ya en el cuarto mes del primer viaje, significó el encuentro inicial con uno de los dos gigantes sudamericanos: Argentina. El país que durante gran parte del siglo XX figuró como la punta de lanza de la economía regional y el centro de atención de las miradas de todos sus hermanos “más pequeños”, para nosotros fue, desde el inicio, el símbolo de nuestro sueño. El objetivo de Sudamérica a pedal siempre fue viajar a Argentina en bicicleta. Desde la primera propuesta hasta el último día de viaje, el destino se encontró permanentemente en ese país; y la clausura, de una u otra forma, siempre fue imaginada en la cautivante Buenos Aires. Argentina fue el país que más veces visité: ingresé por sus fronteras dos veces en cada viaje y desde su interior partieron los dos vuelos de regreso a casa. Además de todo eso, Argentina probó bien su condición destacada como desafío final. Desde las pintorescas condiciones creadas por los declives de la cordillera hasta las pampas y de vuelta a las alturas heladas que abren la Patagonia, fuimos conociendo un mundo fundado en la novedad. El frío del viento austral, la languidez de las poblaciones, el aire distinguido de las comidas, el carácter rudo de las costumbres y los gestos, el vacío de la vegetación, la agresividad del lenguaje… al fin mirábamos de frente todo lo que habíamos conjeturado por años. Fuimos bien recibidos y bien despedidos. Fue la conquista y la conclusión perfecta.

En términos muy amplios (¡perdón por tantas generalizaciones!), nuestro continente define sus caracteres en relación a sus regiones: hay una Sudamérica “andina”, una Sudamérica “caribeña”, una Sudamérica “amazónica”, una Sudamérica “pampeana”, una Sudamérica “chaqueña”, una Sudamérica “del cono sur”… Fuera y a pesar de todo ello, hay una Sudamérica distinta a todas: el Brasil. Él es nuestro verdadero gigante. Aunque similar y cercano, Brasil es un país que descolla por su diferencia. Es un país de otro mundo, de otra realidad, mucho más grande, poderoso, poblado, pujante y versátil. Es un país que ha despertado más que el resto, que se ha encendido más y arroja sus chispas sin remordimientos. Más de la tercera parte del tiempo invertido en todo el viaje sucedió en territorio brasileño. Más de la cuarta parte de la distancia total recorrida se dio dentro de las fronteras de ese país. Yo siento que pasé una vida entera ahí. Brasil fue el país donde más aprendí a desenvolverme solo, a entablar relaciones nuevas y a meterme sin recelo por lo desconocido. También fue el país al que llegué con menos preparación y menos perspectivas: no sabía cuánto tiempo permanecería en él ni por dónde rodaría, o ni siquiera las destrezas que podría desarrollar con el nuevo idioma. Era casi nada lo que conocía de extensas regiones del país y a menudo tuve que escoger entre opciones que no me decían nada más que direcciones distintas en un mapa. Brasil fue la plenitud, la mayoría de edad, el cenit y la cumbre de todo el periplo. Quizá no le pertenezcan los momentos más espectaculares, pero a él le pertenece la marca más grande de todas: fue el Brasil el punto culminante de mis aspiraciones y desafíos en bicicleta. Todo lo que siguió resultó un trámite accesorio, un premio extra, ya no el meollo primordial de las búsquedas de Sudamérica a pedal. Sin que me diese cuenta, con su firmeza y ánimo positivo a pesar de su compleja realidad, Brasil creó en mí una saudade que durará el resto de la vida.

Paraguay, el país de la tierra roja, fue en realidad un capricho. Llegar a sus territorios implicó una suerte de “desvío” de la ruta directa que me hubiese conducido a la capital argentina. Insularizado “hacia el interior”, como Bolivia, es un país que, al igual que aquél, guarda misterios imposibles. Tras pasar tanto tiempo en el poderoso Brasil, Paraguay se me pintó como un país pueblerino y quizá olvidado. A la vez, de alguna manera, sentí que estaba volviendo a territorio familiar después de todo lo aprendido en la tierra portuguesa. La verdadera patria es el idioma, dicen. Qué curioso que haya logrado sentirme bienvenido en un país donde la presencia viva de una lengua completamente extraña sea la característica más notable. Paraguay ha logrado algo que ningún otro país de Sudamérica ha logrado: la armonía real y efectiva entre los dos componentes centrales de su cultura, lo europeo y lo indígena. La simbiosis se muestra en muchos aspectos, pero principalmente en el idioma: no hay paraguayo que no comprenda y utilice el guaraní como parte de su vida cotidiana. Y ya sabemos, un idioma es una cosmovisión, una forma de pensar, una manera de entender el mundo. No he sido el primero en pensar que Paraguay es el país más original de nuestro continente. Eso lo debe principalmente al hecho de haber sido capaz de no darle las espaldas a uno de sus pilares (como quizá hemos hecho todos los demás), y, en cambio, ver en ello una poderosa marca de identidad y fuerza.

Muy anteriores a la tierra guaraní son los recuerdos del largo país que acaricia el Pacífico del otro lado del continente. A Chile debo agradecerle haberme enseñado la tarea intensa y melancólica de ser un viajero solitario. Los días que pasé entre sus viñedos y prados verdes fueron el trecho de mayor dificultad emocional y, por eso mismo, de mayor violencia. Algo especial ocurrió en los días en que perdí la cabeza al sur de Santiago. Algo de místico o sobrenatural. A lo largo de las larguísimas jornadas que pasé envuelto en una bruma blanca y congelada, por dentro fui venciendo todas mis trabas, conociendo mis caprichos, dándome de cara contra mi forma de ser y de asumir las cosas. A veces siento que no conocí el país, que solamente pasé por él mientras debatía dentro de mí un conflicto que no tiene explicación posible. Chile fue difícil, interminable, doloroso y frío. Fue genial. Salí de ese país cansado y con susto, pero muy feliz. Quizá como nunca lo había estado. La mañana espléndida que me despidió de sus territorios fue el verdadero final de la primera etapa de Sudamérica a pedal: fue, de hecho, mi mejor marcha triunfal.

Por último, Uruguay, el más pequeño, un país como una gota de agua. Atravesé sus llanuras ganaderas siguiendo el litoral del río que ha dado nombre al país. Por ahí fui agotando mis últimos cartuchos, tomando nota de las últimas impresiones y descubriendo una vez más que la alegría de todo viaje (de toda vida) reside en la calidad de la convivencia que podamos mantener con quienes nos rodean. Sin buscarlo, Uruguay me abrumó con cordialidad y ayuda. La gente se esforzó por hacerme sentir en casa sin que yo haya tenido que hacer otra cosa que simplemente pasar por su camino con un poco de hambre y de fatiga en las piernas. En eso fue quizá como todos los demás, pero con un aire fortalecido por la sensación de triunfo y desenlace. Atardeceres inolvidables y días de intenso frío fueron apagando la marcha. Compartí mis últimos kilómetros con un pueblo abierto y amable que me hizo olvidar un poco la lejanía de mi vida anterior, el miedo que sentía a los cambios que habrían ocurrido en mi ausencia y los posibles costos que la distancia y el tiempo habrían de significarme. El final del recorrido fue la capital más austral del planeta, Montevideo, ciudad que viví fría, calma y acogedora. Con ella y la posterior visita a Buenos Aires pude dar por concluido el ciclo completo de la aventura sudamericana y cerrar los capítulos de esta historia.

Esos fueron los países que conocí y visité andando sobre las ruedas de Sherpa. Sin contar una breve incursión anterior en el Perú, también en bicicleta, nada conocía fuera de lo que puede conocerse desde lejos. A Ecuador, quizá la mejor joya, lo dejaré de lado en estas memorias porque representó apenas la pista de despegue. De Sudamérica tenía ideas, sospechas, informaciones, no vivencias. Ahora casi no tengo otra cosa que eso. Lo que antes intuía ahora se ha plasmando en realidades, personas y hechos muy distantes al conocimiento pasajero que puede obtenerse a través del turismo habitual. Lo que he hecho es tangible y duradero, es vital. Mi visión de nuestros hermanos ha pasado de ser un conjunto de imaginaciones y datos a ser una experiencia concreta, directa, fuerte y definitiva. Ésa es quizá la mayor riqueza real que he obtenido. Si antes sentía al Ecuador como mi mundo y mi espacio, ahora puedo ver más allá y todavía percibir mi existencia presente en donde miro. Siento que Sudamérica es mía por derecho y condición: es parte de mi historia y mi futuro, está presente en mis sueños y mis glorias personales, me recuerda un buen pedazo de lo que he sido, y existe como horizonte en las cosas que haré.

No cabe extenderse más acerca de todo el aprendizaje que ha significado para mí y quienes me rodean esta marcha de más de un año, de más de muchos años. De eso hemos tratado de hablar desde las primeras entradas de este diario, aún sin saber que lo hacíamos. Aquí he pretendido simplemente dar un vistazo panorámico a lo que pasó. Con ello coloco una piedra final a estas aventuras y doy el primer paso de las siguientes. Se termina el ciclo. Se termina el mundo. Arranco de nuevo, quizá sin moverme tanto, pero con mucho (¡mucho!) más contenido en los equipajes de mi espíritu.

Qué bueno, qué grande y qué feliz es haber logrado todo esto.

Buenos Aires/Quito/Cuenca, agosto de 2010

(Las fotos de este post han sido seleccionadas casi al azar entre todo el material disponible. 1: Aventón en las llanuras del altiplano al sur de Oruro, Bolivia. 2: Junto a la laguna de Paccha, en Apurímac, Perú. 3: Junto al lago Titicaca, en Copacabana, Bolivia. 4: Descanso a lado de un altar en la carretera que baja de Tunja a Villa de Leyva, Colombia. 5: Paso de Yanashallash, en la Cordillera Blanca, Perú. 6: Bogotá vista desde el cerro Monserrate, Colombia. 7: Laguna de los Flamingos, departamento de Potosí, Bolivia. 8: Ciudad de San Cristóbal, capital del estado del Táchira, Venezuela. 9: Valles Calchaquíes, provincia de Salta, Argentina. 10: Sâo Paulo, Brasil. 11: Llanos cercanos a San Juan Bautista, Paraguay. 12: Paisaje de los Andes al sur de Curicó, Chile. 13: Estadio Centenario de Montevideo, Uruguay. 14: Cañón del río Guayllabamba visto desde la parroquia de Perucho, Ecuador. 15: Rodando al norte de El Carmelo, departamento de Colonia, Uruguay. Las fotos 1, 2 y 7 son de David Coral. La foto 3 es de Andrea Vallejo. La foto 15 es de Christie Nelson. Todas las demás son mías o tomadas con trípode.)

sábado, 14 de agosto de 2010

El futuro en las espaldas

Siento que he pasado un siglo frente a esta pantalla. No tengo nada adentro. O tengo demasiado. Realmente no sé por dónde empezar a decir lo que quiero decir, o si en realidad quiero decir algo. Adentro mío, todo de golpe: satisfacción, alegría, alivio, nostalgia, poder, tristeza. Incluso una tonelada de rabia. Me resulta imposible descifrarme luego de los últimos días de combate contra el viento y la lluvia. Se acumulan muchas cosas, cosas que he venido arrastrando por semanas y que tienen que ver con mucho más que Sherpa, yo, los caminos, la gente, los países, el viaje; cosas que, a la vez, tienen que ver con todo lo que soy y he sido en estos meses. Durante más de un año, este viaje ha sido mi vida entera: triunfo y fracaso, ilusión y decepción, amor y miedo. Ahora, con los kilómetros de Sudamérica a pedal empezando a alejarse tras mis espaldas, me siento lejos de mí. No soy yo el que está aquí esta noche. Mis entrañas vacías. Qué puedo hacer. Me avergüenza un poco sentirme así. El corazón me duele.

La gente se impacienta. Todos quieren noticias, datos, anécdotas. Me felicitan y me ponen en las nubes. Para todos menos para mí parece que hay algo grandioso escondido en estos días y estos logros. Mi padre me dice que rompa el silencio describiendo detalles sobre el último país y las últimas jornadas, que trate de poner en orden mis impresiones y que agradezca al mundo de personas que me han traído hasta acá. Podrá sonar tonto, pero a mí de pronto no me importa nada de eso. Me importa algo que no entiendo, algo que tiene que ver conmigo como persona, con la vida dando vueltas y las etapas de la existencia abriéndose, cerrándose. Sudamérica a pedal ha llegado a ser una suerte de gran escalón de vida. Estar aquí es como haber comenzado el colegio o acabar de defender la tesis de licenciatura. El fin de un gran amor lo deja a uno vacío, me dice. Incluso si uno no ha dejado de amar. Me pregunto sin pausa sobre lo que debería sentir, pero parece que no siento nada. Quiero saber qué es lo que he aprendido, qué es lo que he aprovechado, qué es lo que he logrado en realidad.

Nadie tiene respuestas para cosas así. Ningún momento de la vida se nos presenta como cosa clara, menos aquellos que hemos atravezado en constante turbulencia. Cada vez que uno se pregunta sobre quién es, sobre el lugar que ocupa en medio de las cosas que hace y que vive, el resultado es una oscura amalgama de ideas, pensamientos, emociones, creencias, hechos, búsquedas y tantas cosas más: la cadena es tan inagotable como carente de forma. Somos lo que percibimos que somos, y eso es un hallazgo que solamente puede existir en constante proceso de transformación. La certeza es el concepto más lejano a lo que llamamos vida. Somos luz rebotando entre espejos. Somos pasión y somos fe. Somos, sobre todo, tiempo.

Parte de lo que hierve en nuestras mentes termina por convertirse en actos. Las acciones, repetidas, crean hábitos, y los hábitos, formas de ser. Si tengo necesidad de subirme en una bicicleta y andar, es muy posible que termine haciéndolo. Si lo hago, entonces me convierto en eso. Repetir y repetir una misma acción eleva los acontecimientos a un nivel de esencia: soy lo que hago. Quizá por eso uno tiende a identificarse con su profesión o su actividad más reiterativa. Es músico quien compone y toca, es escritor quien escribe, es profesor quien enseña. Por ocho meses yo he sido un ciclista errante, un viajero, un explorador. Eso he sido para mí mismo y para la gente que me ha conocido en la ruta. Eso, de alguna forma, me ha definido. Es también lo que he respondido cuando, al borde de la carretera o en la plaza de algún pueblo, me han preguntado quién soy. Así, la esencia de lo que somos tiende a reducirse hasta caber dentro de una definición. Somos buenos si lo que hacemos se percibe como bueno. Somos malos si lo que hacemos es ruin. Ser y hacer parecen fundirse en una misma cosa: la persona es sus actos.

¿Es eso suficiente? ¿Qué es, a fin de cuentas, "aquello que hacemos"? Hay mucho más en cada uno de nuestras acciones que decisiones ejercidas sobre una o varias posibilidades. Actuamos siempre dentro de una vida, de un mundo, de una realidad que son mucho más grandes que nosotros y bajo los cuales estamos condicionados sin remedio. Aparte de las simples limitaciones psico-fisiológicas, nos atraviesa una trama muy compleja de símbolos, procedimientos, lenguajes, informaciones, códigos y circunstancias que elevan, a nuestro arlededor, paredes mucho más grandes de lo que sospechamos. Vivimos imaginando que el camino en frente nuestro es un espacio por descubrir, una eterna posibilidad. Vivimos fingiendo ser libres. Creemos que en las bifurcaciones que nos trae la vida se esconde el secreto de nuestra existencia, como si en verdad tuviésemos independencia para escoger entre los colores que la realidad nos muestra, capacidad plena para decidir si tomamos el sendero de la izquierda, el de la derecha o el del medio. En el fondo, sin embargo, gran parte todo lo que hacemos viene dictado desde afuera de nosotros.

Cada vez que he abierto un mapa para planificar la ruta, he creído tener un poder sobre ella, he creído ser capaz de decidir sobre el camino y el futuro. Las curvas del recorrido, sin embargo, nunca han dejado de traerme sorpresas. Nunca los lugares y las personas se me han presentado de la forma en que las imaginaba, y nunca mi tránsito por el mundo encontró lo que las informes intuiciones de mi mente esperaban encontrar en él. He dado vueltas una y mil veces sobre todos los temas que me interesan y preocupan, he vivido dentro y fuera de mí mismo centenares de situaciones extendidas entre el desafío y la calma, el sufrimiento y el placer, pero tras ello no he obtenido más que el mismo desconcierto del que partí en un principio. La voluntad misma de viajar ha sido el resultado de muchos acontecimientos acumulados durante años. No he sido yo propiamente quien ha tenido el impulso de hacer lo que he hecho: ha sido la vida (mi vida) la que ha venido a depositarme aquí tras muchas vueltas, dudas, coincidencias y regalos de la fortuna.

Ya sea manifestado en una lluvia no anunciada, una llanta baja o un camionero gruñón, el mundo se ha encargado de hacerme saber que es él, y no yo, el verdadero artífice de mis días y mis noches. Más ha sido el universo el que se ha metido en mí y me ha movido, que yo el que ha abierto su ruta a través de él. El mundo nos supera, la vida nos supera, el camino nos supera. Aún en la cumbre de nuestros logros y éxitos, las cosas esenciales, contra las que nada podemos, siempre permanecen fuera de nuestro alcance: es lo que alguien llamó la nature divine des choses. Por eso la vida es siempre más opaca en la realidad que en nuestros sueños. Más que acciones, pues, somos circunstancias, consecuencias, descenlaces que dependen de un universo muchísimo mayor que nosotros, sus simples actores. No conseguimos lo que conseguimos a costa de la realidad, sino como resultado de ella: apenas somos siluetas arrastradas (construidas y devastadas) por el paso de los días.

Parece, entonces, que ni siquiera somos lo que hacemos, sino lo que hemos hecho desde las anclas de nuestra estrecha realidad. Dicho de otra forma: somos lo que hemos podido hacer a pesar de todo. Por eso nada de lo que imaginamos tiene una correspondencia nítida en la experiencia concreta. Hay una gran diferencia entre lo que queremos ser y lo que somos, entre lo que queremos hacer y lo que hacemos. El resultado de vivir es, por eso, siempre de alguna manera adverso a nosotros mismos. Estamos condenados al eterno desface entre lo que esperamos y lo que recibimos, inevitablemente ansiosos de encontrar algo que desconocemos por completo, pero que sospechamos encierra una suerte de satisfacción plena, de seguridad sin quebraduras, de dicha total. En el fondo, no obstante, estamos hechos por el mundo, estamos solos y no tenemos posibilidad alguna de redención.

No pretendo que esto suene a un desahogo pesimista. Al contrario, creo que la idea encierra una belleza enorme. Que seamos menos artífices de nosotros mismos de lo que creemos no significa que estamos reducidos a meros juguetes del destino. Significa, simplemente, que estamos vivos. Reconocerlo, por tanto, implica reconocernos. La eterna carencia de plenitud es el motor que nutre a la vida, y hay una fuerza muy poderosa en el pequeño hecho de asumir nuestra tarea de procurar la consecusión de una armonía imposible. Para nosotros, nada más que seres humanos, esa es la clave de todas nuestras exploraciones. Todo en nosotros es búsqueda, anhelo de perfección, ansia de libertad verdadera. Nuestro vagabundear atrás de respuestas está presente en todo lo que hacemos, ya sea una charla casual con un amigo, una declaración de amor, la admiración de un paisaje asombroso o un viaje de 15.000 kilómetros en bicicleta. Nuestra existencia es, a la vez, muy poca cosa y el lugar de la más grande maravilla. Lo poco que tenemos es lo único que tenemos, es todo lo que tenemos, y como tal es irremplazable, único, irrenunciable. No puede haber nada más valioso.

En momentos de clausura, como el de ahora, se nota más el peso de la vida que nos pasa por encima. Uno necesita detenerse a digerir lo visto y lo dicho, aunque la vida en sí no permita pausa alguna. Cuando lo hacemos, no somos ni lo que creemos que somos, ni lo que hemos hecho, ni lo que hemos logrado hacer. Somos mucho más que eso. Al tomar un respiro en medio de la avalancha (no es otra cosa el tiempo), tenemos la oportunidad de contemplar lo que fuimos. Y lo que fuimos, anclado en el vaivén de la memoria, se transforma en lo que quisimos ser. Esa es nuestra puerta al infinito.

Imaginación y memoria. Veo en ello una de las claves de nuestra esencia profunda como especie. Tenemos el enorme privilegio de ser capaces de inventarnos en lo ocurrido. Es eso lo que permite toda posibilidad de sentido en nuestras vidas. Permite sanarnos de las caídas y destruirnos en las cumbres. Nos forjamos a nosotros mismos en la contemplación de nuestro pasado, y es ahí donde se produce nuestro supremo grito de libertad, nuestra inquebrantable prepotencia frente al poder de dioses y demonios. Somos ilusión, somos memoria. Somos mucho más de lo que el mundo permite que seamos. No importa el tamaño que tengan nuestras acciones, ni su duración, ni su forma. Podemos salir a comprar pan en la esquina o recorrer un continente entero: si somos capaces de admirarnos ante ello y darnos el tiempo suficiente para recrearlo en nuestra mente, el sentido de lo que somos (de lo que hemos sido, de lo que hemos querido ser) adquiere una dimensión trascendental. Nuestra memoria nos permite ir más allá de nosotros mismos. Ahí radica la dimensión de toda hazaña, la dimensión de toda condición humana.

Se me ocurre ahora que todo el esfuerzo de este diario ha sido ese: detenerse a mirar lo que pasó para admirarlo y darle forma. Ahora que he concluido el trayecto y trato de prepararme para volver a casa, siento que puedo empezar a inventarle una vida entera a lo que he hecho, es decir, a lo que he sido, a lo que he querido ser, a lo que soy gracias a ello. No puedo responder qué es lo que he ganado o perdido en este tiempo, ni qué es lo que he aprendido en cada país y cada aventura. Puedo masticar, eso sí (y ustedes un poco conmigo, gracias a todo lo escrito), el contenido enorme de las horas que he pasado buscando una oportunidad de ser lo que intuí que quise ser durante todo ese tiempo, aunque en verdad siempre lo haya ignorado.

Empiezo a atorarme en trabalenguas. Entonces me detengo y digo: "Misión cumplida". Puedo empezar a caminar hacia otro rumbo. Con ello soy feliz y triste. Soy grande y soy pequeño. Me hundo en la condición que comparto con todos los demás: hombres a la deriva.

Tendrán que perdonarme que guarde el último país y los últimos kilómetros para mí mismo. En poco tiempo, algunos (los más cercanos y queridos), estarán hartos de oírme repetir una y mil veces esos hechos poblados de vivencias e invenciones. Que me perdone el mundo por todo lo que he sido incapaz de descifrar e incapaz de recoger en mi memoria. Que me sonría, en cambio, por todo lo que he podido acumular entre las ruedas de Sherpa y mis piernas salpicadas de sudor. Está bien que en esta noche no tenga nada que decir ni sea capaz de sentir nada más que el confuso nudo de mis tripas. Eso me hace saber que, una vez más, he tenido éxito. Lo que quise ser es lo que he sido. Lo que recuerdo es lo que seré. Cuánto encanto percibo ahora en esas pequeñas palabras.

Adiós, Sudamérica a pedal. Y gracias.

Montevideo, Uruguay, lunes 16 de agosto de 2010.

lunes, 2 de agosto de 2010

Dos viejos amigos

Una semana, tres países. Aunque no tiene mayor sentido pensar que las fronteras dividen drásticamente las experiencias culturales creadas y vividas por los pueblos que las habitan, de uno y otro lado, hay algunos rasgos que pueden percibirse como caracteres generales de una nación entera. Está claro que la gente -que interactúa, se mezcla, crea, pelea y comparte- puede no darse cuenta (o puede, simplemente, ignorar) la línea imaginaria que pretende separar y crear condiciones distintas del otro lado de un río o a la vuelta de una cadena de cerros. En el fondo, para la vida de la frontera, la división no existe o no es muy clara. Existen, sí, muchas separaciones y uniones, oposiciones y confluencias, y éstas se manifiestan en diversos lugares, se muestran por diversos motivos, se perciben desde diversas perspectivas, se viven en diversas formas. Nada de eso tiene que ver únicamente con las demarcaciones establecidas por una "frontera internacional": un campesino pastuzo es más parecido a un carchense que a un bogotano, un habitante de Puno comparte más rasgos comunes con los pobladores bolivianos del Titicaca que con un limeño, un gaúcho brasileño tiene más en común con un correntino que con un carioca... Eso no quiere decir que no exista un "espíritu nacional" que aglutina las regiones bajo concepciones globalizantes que crean, o pretenden crear, un sentido de país.

Las fronteras nacionales sí demarcan un sentido totalizador de una experiencia cultural. Ese sentido viene dado por varios factores: idiomas, leyes, recursos, desarrollo socio-económico... En gran medida, además, por la creación de una historia común (una historia "nacional") nutrida de símbolos que solamente adquieren sentido dentro de una demarcación territorial, por arbitraria que ésta sea. Esos símbolos son hombres, momentos, fechas, proyectos. De la valoración de esos símbolos dentro de un espacio limitado por fronteras depende gran parte de la articulación de ese espacio como una realidad cohesionada. Un argentino de la Patagonia puede sentirse representado (y valorizado) por una figura histórica como José de San Martín, a pesar de que éste, en vida, nunca tuvo una relación directa con esa región. Un brasileño de Rio Grande do Sul no puede hacerlo de la misma forma, a pesar de que el héroe nació en el mismo espacio geográfico que él habita. Los países se agrupan y se definen en torno a esos núcleos de sentido, y existen así, como ideas (como ideales) antes que como realidades concretas. Claro, la existencia práctica de los pueblos siempre llega más allá de eso, y demarca, quiérase o no, complejas convergencias y divergencias que escapan a los ideales simbólicos de lo que se entiende como "un país", pero eso no elimina la presencia de ese universo semiótico que se busca crear bajo la denominación ambigua de "patria".

Saltar de frontera en frontera, hablar con la gente de uno y otro lado de las divisiones, pasar de un país a otro, crea también un imaginario, un cuerpo simbólico, en quien lo hace. Yo me hago ideas sobre lo que son los paraguayos, los argentinos, los brasileños. Más aún, me hago ideas sobre lo que es la Argentina o el Brasil como si se tratase de personas a quienes conozco y con las que estoy acostumbrado a tratar. En mi caso actual: como personas a las que conocí en cierto momento y con las que de pronto me vuelvo a encontrar. Como cuando se piensa "ah, es este man": eso conlleva una cadena de ideas no muy claras que hacen de esa frase una suerte de definición que incluye características físicas, estados emocionales, posturas éticas y tantas cosas más. En la última semana me he encontrado justamente con aquellos dos: la gruñona y refinada Argentina, a quien no había visto desde hace dos años, y el buen Brasil, el gigante que tanto me ha enseñado y de quien no tuve la oportunidad de despedirme adecuadamente, perdido como estaba en días de lluvia congelada y nostalgia amorosa.

Los últimos días en Paraguay fluyeron bien. El clima, aunque demasiado frío a momentos, me dio una amplia tregua. No tuve que soportar lluvias e incluso a ratos pude disfrutar de temperaturas que me dejaron pedalear solamente en camiseta. El desinteresado apoyo de la gente -ese viejo descubrimiento de SAP- también ayudó a que los días dentro de ese país desfilen con alegría y emociones suficientes para sobrellevar el cansancio. Nombres y momentos hay muchos. Fernando, un artista y arquitecto asunceno, me dio indicaciones en la entrada del centro de la capital y hasta ahora comparte conmigo (por mail) sus inquietudes y deseos de viajero. Héctor, un loco al que conocí en un taller de bicicletas, me detuvo medio borracho cerca de Carapeguá y me invitó a pasar la noche en su estancia de Paraguarí, mientras me contaba a gritos que había vivido con ecuatorianos y que se consideraba "mono" (y tras ello, gritaba: "¿Quién decía 'cuando pego, pego', serrano? Bucarám, carajo, Bucarám!"). Jorge José Vera, un ciclista con quien conversé en Villa Florida, me relató su experiencia de haber cruzado el Chaco en bicicleta, por donde superó una distancia de 600 kilómetros completamente despoblados, sobreviviendo con comida enlatada y pastillas para desinfectar agua. Ricardo Luis Vera, un motociclista de San Ignacio Guazú, me acompañó durante una parchada de llanta y me regaló 10.000 guaraníes (unos 2 dólares) para que continúe con mi viaje. Eve y Olga, dos panaderos de San Ignacio, me obsequiaron una funda llena con panes dulces, confites y yogurt. Teobaldo Medina y su hijo Juan, dos albañiles que trabajaban en una obra gubernamental en la población de Gral. Delgado, ofrecieron compartir su pequeña habitación conmigo y compraron dos botellas de vino para amenizar la velada. Así...

Ya en la frontera, luego de las visitas a las reducciones jesuíticas y las reflexiones que anoté en el último post, quedaba atravezar el Paraná e ingresar de nuevo a la Argentina. Fue algo complicado: los argentinos no permitían la circulación de bicicletas o peatones sobre el puente y me hicieron volver cuando ya estaba en la mitad. Luego los paraguayos no me dejaban pedir un aventón cerca de la estación de aduana y, afuera de ella, los carros no se detenían a escuchar mis peticiones. Finalmente tuve que pagar un taxi y, del otro lado, ser interrogado mil veces acerca de cómo había atravezado el puente. Registraron mis alforjas y me hicieron preguntas, cosa que nunca había ocurrido en otras fronteras. Ah, bueno, sí ocurrió en otra: cuando tratábamos de entrar a la misma Argentina desde la frontera con Bolivia. Ya en Posadas fue imposible encontrar alojamiento por más que recorrí un amplio sector de la ciudad. Terminé por pagar el hospedaje más caro de todo el viaje (150 pesos: unos 40 dólares) por un cuarto en el que ni siquiera me dejaban compartir con Sherpa.

Me había olvidado de ese carácter gruñón y buscapleitos de los argentinos (ellos mismos se reconocen como un poco "hincha-pelotas"). Al toparme con él, sin embargo, en lugar de molestarme, me sentí como visitando a un viejo amigo. Durante la tarde, mientras paseaba por el centro de Posadas, tenía la sensación de ya haber estado ahí. Era algo en la configuración de la ciudad, en los nombres de las plazas, en la forma de los edificios y el color de los semáforos. En mi cabeza despertaban imágenes de Tucumán o La Rioja. Las palabras y gestos también se me hacían conocidos. La forma de expresarse, que para un quiteño pacato resulta confrontativa, también me traía recuerdos. La ciudad estaba más llena de vida que Encarnación. Mientras en Paraguay no había podido renovar mis zapatos porque no encontraba de mi número, en Argentina no lo logré por ser incapaz de decidirme entre tantas opciones. A pesar del frío, la gente comía en las calles, vendía artesanías, descansaba en la plaza. Apenas pude me zampé un buen sánduche de milanesa con fritas y una Quilmes. Y sí... el sabor también era cosa familiar.

El siguiente día fue de gran optimismo y fuerza. Salí con la idea de atravezar la provincia de Misiones y quedar cerca del río Uruguay, frontera con Brasil. Anduve duro, bien y lleno de alegría. Por la tarde, una indecisión y un consejo que quizá no debí escuchar alteraron mi ruta inesperadamente y me hicieron pedalear bastante más de lo esperado. Aunque no por el mismo camino, entré y salí de la ciudad de Apóstoles sin necesidad de hacerlo, alargando la tarde en por lo menos unos 25 kilómetros. Terminé por encontrar refugio en el pueblo de Gobernador Virasoro. La disposición de los pueblos que tenía adelante convertían la etapa del día siguiente o en algo bastante corto o en algo muy largo, como los días más duros. Pensé en escapar al Brasil por la primera frontera que tuviese a disposición (Santo Tomé/São Borja) pero me detuvo un descubrimiento encontrado en el billete de cinco pesos (los billetes argentinos tienen inscritas pequeñas biografías): si seguía por el costado argentino, en dos días pasaría por el pueblo natal del general San Martín.

Decidí tomarlo con calma y avanzar poco a poco, de pueblo en pueblo, en etapas cortas y descansos largos. Algunos dolores extraños en mi muslo izquierdo me impulsaban a ello. Hasta Santo Tomé, además, la mañana fue muy dura. Tuve que encontrarme con otro viejo conocido argentino que había borrado de mi memoria: el furioso viento frío que sube del sur en busca de regiones más cálidas. Volvió a llover, como no lo había hecho en días, y tuve una caída que me dejó costras y dolores en rodillas y manos. Con haber pedaleado unos 70 kilómetros ya me sentía agotado. En Santo Tomé busqué un hotel y un restaurante. Pensaba pasar la tarde dando vueltas y averiguando si el pueblo conserva o no algo de su pasado jesuítico. Sin embargo, una vez que tuve el estómago lleno, me asaltó el mismo ímpetu que siempre me asalta. ¿Por qué no continuar? No sé si es simple exceso de temeridad (esa incapacidad sagitariana de ser paciente) o la voluptuosa búsqueda de siempre vencer los límites, el asunto es que salí en busca del siguiente pueblo, a 90 kilómetros de distancia, cuando ya era la una de la tarde. Fue tremendo, excesivo, tonto. El viento en contra redujo a escombros mis fuerzas y pedalear hasta la noche por una carretera sin banquinas me puso en peligro. Terminé el día en un estado de malgenio y hambre como ya no recordaba, además de algo que no había hecho desde Chile: 10 horas de pedaleo efectivo. En invierno, eso equivale a casi todo el tiempo de luz del día, quizá más.

La novedad fue que no me sentí a gusto. En mi diario de esa noche anoté un grito en contra de ese día tan enorme y una suerte de queja en contra de mi pedaleo excesivo. Hasta hace poco disfrutaba de esas extralimitaciones. Eso me ponía feliz y me hacía sentir todopoderoso, invencible, libre. Ahora no. En lugar de alcanzar el infinito, me estoy apagando. Ya no quiero más días así. Ya no estoy dispuesto a ellos. Ya mi cuerpo y mi mente me piden pausa. Ahora empiezo a sentir la necesidad de algo de paz, de quietud. Y eso se empieza a traducir en jornadas en las que el tiempo no pasa, en las que avanzo a pasitos por rectas interminables y me detengo simplemente para echarme y ver el cielo hasta que el frío me obliga a levantarme y continuar. Lentamente. El fondo de mi mente se escapa pronto al descanso del final del día en lugar de disfrutar las pequeñas aventuras de la marcha.

Pasé una tarde larga en Yapeyú, a orillas del río Uruguay, caminando entre las ruinas inventadas que conmemoran el lugar de orígen de San Martín. La gastronomía argentina, en base de pastas y carnes que, en mi opinión, son bastante racionadas en los restaurantes, me tenía hambreado sin que me diese cuenta. Gastaba más de lo normal en completar mi plato con "guarniciones" y diversas golosinas extras. Me di cuenta de que eso era lo que más extrañaba del Brasil el día que crucé la frontera. Un buffet "a la brasileña" me dejó sentado por una buena media hora y le causó a Sherpa la sorpresa de un par de kilos más en sus espaldas. Brasil me había conquistado de la mejor manera en que se puede conquistar a un tipo como yo: por el estómago. Mientras comía como loco, me avergonzaba de algún día haberme quejado del monótono arroz com feijão. Hay que reconocerle al Brasil el logro de haberme mantenido igual de gordo a pesar de los catorce mil kilómetros. En la tarde de ese día hice amistad con unos vendedores de la plaza y entendí un poco por qué la Quilmes, amarga y seca, raspa un poco más que la Brahma, más dulce y suave (tanto que a veces llega a empalagar). Brasil y Argentina, hermanos, rivales, distintos. Por la noche, jugaba a los insultos con mis amigos a través del Facebook y me olvidaba de que estaba ahí, tan lejos, con una temperatura de cero grados recorriendo las calles vacías de la ciudad y con Sherpa, como siempre, en su fiel espera hasta que me enciendan de nuevo las ganas por continuar.

Rio Grande do Sul es el último estado que visitaré del Brasil. Resulta simbólico, ya que mis dos mejores amigos brasileños (Felipe y Jociane) son ambos gaúchos (él de Caxias do Sul y ella de Farroupilha) y fue a través de ellos, hace muchos años, que empecé a conocer este país. No conoceré esas ciudades. Tan solo pasaré dos días en este estado y recorreré no más de 100 km hasta la frontera con Uruguay. Con eso me despediré de este país que llevo ya conmigo como se lleva en la memoria a un viejo amigo. Como llevo a la Argentina y a todos los demás. Pronto pasaré a conocer al último de ellos. Siento lo de Vallejo en su poema de piedras negras y blancas. Parece que tengo ya en la memoria los días fríos, cansados y conmovedores que me llevarán hasta Montevideo. Parece que recuerdo ya las calles de esa ciudad, los rostros no vistos bajo el cielo blanco, la comida y el dolor en las piernas durante los últimos días de marcha.

La pila empieza a agotarse. El viaje también, por suerte. Cuando me acercaba a Bariloche, hace poco más de dos años, la cosa era muy distinta. Allá me detuvo el hielo de la Patagonia, la falta de dinero, la ausencia de planes. La llama que me movía, sin embargo, seguía ahí aún después del último día. Por eso salí de nuevo. Por eso estoy aquí. Ahora, en cambio, siento que merezco darle un punto final a los asuntos de este viaje, que merezco ya un descanso. Montevideo está a unos siete, ocho días. He crecido tanto en fuerza y resistencia que no parece haber nada que pueda impedirme conquistarla. Voy, pues, a terminar la ruta, pero mi corazón viaja ya hacia otra parte, pensando cada vez más en mi familia, mi novia, mis amigos. Quiero sentarme a cenar entre mi padre, mi madre, mis hermanos, y oír sus historias cotidianas. Quiero hablar estupideces, beber y reír sin parar con mis amigos. Quiero estar con Cuenqui y disfrutar de ese tiempo sin apuros, sin agotamientos ni hazañas.

Cuán grande todo esto. Miro para atrás y no me reconozco. ¿En verdad he sido yo el que lo ha hecho todo? ¿De dónde saqué el coraje para estar aquí? En un parpadeo se me cruzan tantas imágenes, tantos momentos, tantos caminos y rostros. Siento que he doblegado a Sudamérica tanto como ella me ha doblegado a mí. Ha sido increíble. En conjunto, es más de un año de mi vida el que he invertido en esto de pedalear por el continente. Han sido más de 20.000 kilómetros y más de 200 jornadas de buen pedaleo.

Parece suficiente.

Quiero terminar ya.

Uruguaiana, Rio Grande do Sul, martes 3 de agosto de 2010.

14.179 kilómetros recorridos.