domingo, 22 de junio de 2008

Sweet Candy Times (epílogo porteño)


Amigos, amigos:

No se acaba así no más un proyecto de tanto brío. Luego de unos días de buena descansada y alistando ya maletas pa volver a Quito (mala suerte que no sea en la ruta y sobre la novia de aluminio), ya va siendo hora de plantear y anunciar los nuevos pasos que prepara la tropa de Sudamérica a pedal.

El adiós a los días de darle y darle sobre ruedas no nos exhime de nuestras deudas ni nos alivia las ganas de seguir y seguir descubriendo el mundo (de hecho, la Carlita anda ya de vuelta en el Perú, anclada en las enormes moles de la Cordillera Blanca a cuyo pie transitamos hace no tanto, trepando y destrepando cumbres que muchos apenas podemos imaginar (en sus últimos mensajes, anunciaba temperaturas tan bajas y jornadas tan complicadas que hasta ha perdido parte de la sensibilidad en los pies...). El Juan Fer ha vuelto a transitar por las enigmáticas Galápagos (a golpe de remo y kayak, y seguramente a cargo de pequeñas tropas de gringos). Hay quien todavía se pasea por las aceras vibrantes de la enorme, enorme Buenos Aires...).

Pero rastrear a todos no viene al caso...

Con este post simplemente queremos anunciar que todavía quedan noticias por venir. Entre bienvenidas y relatos cara a cara, Sudamérica a pedal piensa empezar a trabajar en la elaboración de unas huellas algo más duraderas que este blog para deleite y memoria nuestro y de todos los que han mostrado interés en el proyecto.

En pocas:

1) Se planea desarrollar y buscar financiamiento para una publicación de las mejores fotografías y memorias del viaje.

2) Revisaremos todo el material captado en cámaras y a partir de ello realizaremos la edición de un pequeño documental.


Hay buen material y esperamos ejecutar estas dos ideas en homenaje a los pasados meses de pedaleo. A ver si con esta oferta pública nos ponemos las pilas para no dejar pasar el tiempo y dar a luz estos proyectos.

Pa despedirnos esta vez, un par de tributos pa los que me han endulzado la vida en estos días:

Felipe y Alejandra. Reencuentro con mi hermano, a quien no veía hace casi tres años, y su adorable novia. Enooooormes gracias por tenerme vegetando en su depar por estos días.

Caramelín endemoniado. Otra que, junto a su novio Pipo, me han recibido con alegría pa los días de descanso, solo que con ellos no la he pasado precisamente vegetando... aunque el fernet está hecho de hierbas, no?

(Fotillas: 1. Entrada a la Avenida Corrientes, a la altura del mismísimo oblelisco. 2. Barcazas en el riachuelo de la Boca, al extremo sur de Capital Federal. 3. Vista parcial del mítico parque Lezama y un par de edificos de Barracas.)

viernes, 13 de junio de 2008

Cae el telón

Hacia el occidente de la ciudad de Bariloche, siguiendo el contorno del sinuoso lago Nahuel Huapi, existe un no tan pequeño recorrido muy común para el paso de turistas y visitantes del sector. El camino, sumamente pintoresco y llamativo por la presencia del lago y los imponentes macisos nevados del Cerro Catedral y sus alrededores, se adentra por el municipio de Llao Llao y da vuelta por un pequeño parque municipal repleto de una flora cerrada y de una pesada atmósfera de misterio, al menos para un viajero habituado a las exhuberancias húmedas y sonoras del trópico como yo.

Por ese trecho di una larga y pausada vuelta en mi bicicleta, volando por la ausencia del peso de las alforjas y la emoción de, con ello, dar paso a una de las dos aventuras simbólicas que había decidido realizar para dar por concluido este viaje de pedaleo por una buena porción de nuestro continente.

La tarde anterior, tras seis días de intenso recorrido desde el corazón de la Araucanía chilena, había concluido con el trayecto programado desde Quito, a más de 8.500 kilómetros de distancia.

Lluvia, nieve, barro, viento, frío y un par de caídas fueron mi diversión de esas largas jornadas por la ruta de "los siete lagos", a través de los parques nacionales de Villarrica (en Chile), Lanín y Nahuel Huapi (en Argentina), cumpliendo etapas en las poblaciones de Villarrica, Curarrehue, Junín de los Andes, San Martín de los Andes y Villa La Angostura. El último día, ya con Bariloche a la vista en la orilla opuesta del Nahuel Huapi, fui pedaleando con amarga pero enorme felicidad, lentamente para disfrutar el agotamiento de los últimos metros.

No fue exactamente Bariloche el lugar donde detuve mi marcha de aquel día. Unos ocho o diez kilómetros antes de llegar, apenas afuera del pueblo de Dina Huapi, un viejo Citroen me detuvo en la carretera y de él bajó quien sería mi último "salvador" en la aventura: el Pelado Barreiro, ciclista aventurero que ha pedaleado por toda América y que guarda excelentes recuerdos de su paso por el Ecuador hace seis o siete años. Al verme avanzando con alforjas en contra del viento constante de la Patagonia, hizo lo que muchos otros: me ofreció alojamiento gratuito en su casa por todo el tiempo que durase mi estadía en la ciudad.

Lo que gané fue mucho más que un lugar para dormir. El Pelado y su novia Felicitas me trataron por tres días como si fuese un hijo: me alimentaron, me vistieron, me orientaron, me ayudaron a organizar mis días y compartieron abiertamente conmigo sus anhelos, sus recuerdos y sus proyectos de vida.

Llegar a Bariloche supuso la confluencia de numerosos sentimientos discordes, cada uno haciendo fuerza para su lado, que aún me tienen algo perplejo. Concluido un capítulo tan importante y esperado en sueños durante casi una década, es imposible sacar de la cabeza esa preguntita tan cargada de desamparo y esperanza que tiende a hacerse más pesada en momentos como este: Bueno, ¿y ahora qué?

Por eso, quizá, para no pensar en un futuro que resulta imposible figurarse, para no empezar a dar pasos inciertos por un camino que no se conoce en absoluto (o que no se cree conocer), fue que dediqué mi "descanso" en Bariloche a tratar de perpetuar el viaje (o prolongarlo, al menos) en recorridos circulares y aventuras breves. Por eso, en fin, di la vuelta de Llao Llao y me despedí del diario pedaleo de la manera más auténtica en que podía hacerlo: pedaleando.

Fueron 90 kilómetros muy agridulces, muy difíciles de digerir, pero también calmos, solemnes, como el sosiego triste y acaramelado que sucede a una calurosa despedida.

Muy cansado estaba ya luego de siete días de ajetreo ininterrumpido, pero todavía no me sentía capaz de detenerme a reposar, así que salí de nuevo, al octavo día después de mi último descanso, en busca de ese adiós, de esa clausura que le hacía falta al recorrido para saciarse y declararse completo de una buena vez.

Enteramente equipado gracias a la generosidad del Pelado y Feli, mis anfitriones, salí antes que el sol en una ventosa madrugada patagónica. Lo hice sin mi bicicleta, como si a ella no le correspondiese presenciar ese adiós definitivo, rumbo a las laderas blanqui-verdes del Catedral, distante a apenas unos ocho kilómetros del centro de la ciudad. La noche anterior mi diario de viaje había recibido su penúltima entrada bajo una cabecera muy significativa: "DÍA 150"... Se cumplían cinco meses exactos desde mi salida de Quito.

Empecé a seguir un sendero nevado que parte del extremo sur del parqueadero que está en la base del cerro Catedral. Por ahí continué un par de horas, atravesando tres o cuatro arroyos, entre las faldas escarpadas del monte y la orilla occidental del lago Gutiérrez, hasta que llegué a la boca de la cañada del riachuelo Van Titter y empecé a ascender por ella en medio de un bosque quemado.

El azul sereno del cielo, adornado copiosamente por las colinas rojizas del otoño y la claridad del paisaje de invierno me hacían saber que transitaba por un mundo muy lejano al propio; tan ajeno, de hecho, que resultaba fantasmal. A nadie vi en todo el día. Con nadie hablé. Se me ocurría (¿por qué?) que mi presencia en aquel lugar y en aquel momento era algo completamente necesario, aunque lo fuese únicamente para mí.


Seguí ascendiendo por la cañada, esquivando resbalones sobre el hielo y echando nubecitas de vapor por nariz y boca. El viento estuvo ausente casi por completo, lo cual le daba a la mañana una postura ceremoniosa, grave, quizá severa. El murmullo vegetal del bosque y el riachuelo parecía inquietarse con la interrupción de los crujidos húmedos causados por el peso de mis botas sobre la nieve cada vez más espesa, pero en ello no hallé ninguna resistencia, sino más bien una invitacion para seguir adentrándome en la firme serenidad de ese paraje invernal.

Eso fue lo que hice.

Tras unas cuatro horas de marcha, tuve a la vista el lugar al que me dirigía: el refugio de montaña Emilio Frey. Llegar no fue nada fácil. Los últimos centenares de metros los hice casi arrastrándome a gatas por una nieve que a menudo me cubría hasta la cintura. Las ramas superiores de unos árboles cuyas raíces yacían quién sabe cuántos metros más abajo de donde yo pisaba me sirvieron como agarraderas para dar los pasos finales y poder alcanzar la puerta de la cabaña. Algunas chispas de nieve empezaban a flotar en el aire, anunciando uno de esos temporales que ya había tenido que soportar en los últimos días de trayecto en bici, pero de súbito el cielo se apaciguó y el sol asomó su rostro sobre las agujas pedrosas que circundan el refugio. Como si dijera: "Solo bromeaba".


El refugio estaba completamente vacío, pero abierto, así que instalé mis pocos pertrechos y me dispuse a engullir mi banquete triunfal. La "última cena" de Sudamérica a pedal no fue ostentosa ni abundante, pero tampoco fue como sus decenas de predecesoras. La fatiga y la sed de aventura estaban completamente disipadas tras una nube de sonriente nostalgia: había alcanzado el punto más alejado de casa; de ahí en adelante no quedaba más que volver.

Medio tazón de raviolis cocinados por el Pelado la noche anterior, un pan viejo (aunque todavía suave) untado con algo de queso crema, dos tazas de café y medio litro de agua. De postre: el último de los chocolatines que Ana Sofía me había regalado casi medio año atrás y que habían viajado conmigo, a manera de amuleto, desde la primera pedaleada en Quito.

No podía pedir más.

Al parqueadero de Villa Catedral llegué al anochecer y con la rodilla casi inmovilizada por el dolor. A fin de cuentas, ocho días de viaje sin descanso son cosa para fatigar a cualquiera, y luchar contra la delgada nieve sin más que un par de botas supone un gran desgaste.

A cierto momento, poco antes de ese arribo silencioso al parqueadero, tomé conciencia de lo que había pasado y lo que había hecho en todo el lapso de los 150 días pasados. Me detuve. Por breves segundos comprendí la profundidad del instante que se agolpaba en mí. Sonreí y me tomé una foto con el puño sobre el corazón.

Entonces di por concluido mi viaje, y el siguiente paso que di fue ya el primero del retorno a casa.


¿Punta Arenas? ¿Ushuaia? ¿El fin del mundo? Quién sabe... Por ahora que impere el frío. Ya vendrán más Mendozas, más Bariloches, más rumbos que lancen su irresistible llamado desde todavía ocultos horizontes. Y ya vendrá, también, el tiempo de dar respuesta a esos llamados.

Muchas cosas me esperan en Buenos Aires: reencuentros, alegrías, descansos, pensamientos... Ahora que comprendo con mayor claridad que las inagotables sorpresas de la vida residen más en cada uno de nosotros que en el mero hecho de habitar y transitar por el mundo, miro con agradecimiento y alegre espectativa los días que se vienen: todos los días que se vienen. Pero no cabe hablar de ello. Lo que suceda de hoy en adelante pertenecerá ya a otra historia, o por lo menos a otro tiempo de una misma historia que aún tiene mucho por andar.

Por lo pronto, en lo que respecta a este diario de amistades, caminos y bicicletas, aquí terminan los días de Sudamérica a pedal.

Buenos Aires, Argentina, lunes 16 de junio 2008

domingo, 8 de junio de 2008

Cada quien con su Ulises

Haga lo que uno haga o piense lo que uno piense, el tiempo jamás deja de ser cruel: para él no hay descanso posible, no hay conmisceraciones ni recesos. Por más que haya tratado de alargar el trayecto, éste se consume y va llegando a su final... He vuelto a la Argentina, he terminado el capricho chileno y me alisto para culminar mi periplo en la ciudad de Bariloche.

Se me viene a la cabeza un día en el norte de Argentina en el que encontré, en algún bolsillo viejo de mis alforjas, un pequeño estuche de parches en el que solíamos llevar el dinero del fondo común, ya agotado desde los días en el Perú. Dentro de él estaba guardada una pequeña factura que había pasado ahí guardada desde que por alguna razón llegó a mis manos en la ciudad de Piura, apenas a los 15 o 16 días de haber iniciado el viaje.

Me causó una sensación extraña la presencia en ese cuarto, tan lejos de su lugar de origen, de ese papelito y esa caja. Habían viajado conmigo inutilmente por meses, y esa noche fueron a parar en un basurero oscuro de un espacio que nunca esperó recibirlos y al que no le ponía ni le quitaba nada su presencia.

Esa misma noche, mientras anotaba los datos más relevantes del día en mi diario, caí en cuenta de lo que usaba como separador de páginas: una pequeña pluma de quilico. Esa pluma me la había regalado una amiga que pedaleó con nosotros hasta Machachi el día en que se inició el proyecto de Sudamérica a pedal; pertenecía a un quilico muerto que el Juan Fer encontró en la carretera y que por algunos kilómetros, con el afán de enseñárselo al resto, cargó en sus maletas.

La pluma también había viajado conmigo por meses y centenares de kilómetros, pero, al contrario del papelito y el estuche de parches, tenía un significado muy distinto frente a mis ojos.

Hay ciertos objetos que pueden viajar con uno por inmensas distancias y no significar nada. Otros, en cambio, que, no importa cuánto o cómo viajen, adquieren significados múltiples. ¿Por qué?

Sentado frente a una computadora en una habitación en la que nunca antes he estado, y en la que muy posiblemente nunca más estaré una vez que mañana siga con el viaje, pienso en cuánto pueden significar las cosas que han pasado en estos últimos cinco meses de viajar en bicicleta.

La reflexión de los objetos es simplemente una prueba de que el viaje es más un movimiento "interiorizante" que uno "exteriorizante", que se realiza más en las cavidades de la mente que en los espacios que atraviesa el cuerpo. El asunto principal radica en que el viaje exterior es mesurable y visible, pero el interior (verdadero terreno de metamorfosis), ni siquiera puede ser del todo comprendido en su magnitud. La pregunta de cuánto hemos viajado verdaderamente en estos meses no puede hallar respuesta plena de ninguna forma, pues para los que viajamos no puede ser analizada ni explorada (sino simplemente vivida), y no hay persona (ni puede haberla) que sepa tanto de nosotros como para decírnoslo.

¿Somos otros ahora? Sí.

¿Somos los mismos aún? Sí.

En el fondo, no tiene mayor relevancia ir por aquí y por allá descubriendo maravillas geográficas, modismos divertidos o situaciones antes impensables. Ni siquiera es tan valioso ir documentando esas pequeñas y grandes diferencias culturales que unen y separan a nuestros pueblos y que se manifiestan a menudo en detalles nimios de la vida cotidiana (como eso de que los chilenos casi nunca dicen "buenos días" o "buenas tardes", limitándose al informal "hola" (de hecho, el típico "bueenaaaas" ecuatoriano casi les resulta incomprensible, aunque sí intuyen que se trata de un saludo). Del otro lado de la cordillera, los argentinos, quizá más formales pero de ninguna manera más serios, se muestran reacios al plural: con un "buen día" o "buena noche" ya dan por zanjado el trámite. Los bolivianos, por su parte, no dicen nada de nada, incluso en ocasiones en las que uno insiste. Y los peruanos, más descarados y amigueros, casi no dan pie para que uno salude: son ellos quienes inician la conversa...), y no es tan valioso, digo, porque en ello no reside un conocimiento emocional de los mundos que vamos conociendo, sino un simple conocimiento anecdótico, intelectual, "distante", si se quiere.

Hace pocos días, muerto de hambre tras haber pedaleado unos 50 kilómetros en una mañana fría y bastante lluviosa, me detuve en una panadería del pueblo chileno de Pucón. Ahí me comí una buena pasta de crema y arándanos. Pedí también una empanada, y, mientras esperaba por ella, Miguel (supongo que era el dueño), me ofreció una taza de café y galletitas con chocolate. Estuvo delicioso.

Quedé satisfecho, así que la empanada la pedí para llevar. Miguel me preguntaba acerca de la bici y el viaje; yo le contestaba y le hacía la conversa más por compromiso que por otra cosa. Estaba dispuesto a dejarme invitar el café y las galletas, pero me alistaba a insistir en el pago del pastelito y la empanada. No hubo mucho trámite en eso: cuando me entregó el paquete con la empanada y pedí la cuenta, me dieron el precio de ambas cosas, y como no cabía hacerse el bueno para pagar por el café, agradecí debidamente y seguí con rumbo al pueblo de Curarrehue.

Cuando finalmente llegué, completamente empapado y con bastante frío, luego de buscar alojamiento, descargar y empezar a alistar mis cosas para secarlas y poder bañarme, recordé la empanada y quise comérmela.

Dentro del bulto había dos: una me la había regalado Miguel sin que yo me diese cuenta.

La anécdota puede no ser sorprendente, pero me enterneció y me llevó a pensar en el contenido profundo que este viaje puede aportar para mi comprensión de las cosas. Tanta bondad desinteresada y tanta atención que he recibido demuestran no solo el espíritu positivo y amigable de los países que he atravesado, sino también una conexión vital y sincera con personas que en nada están obligadas a mí. Ese valor, tan básico pero tan fácil de olvidar, no puede ser dejado de lado, y quizá en él resida el meollo de la importancia de este viaje: es una puerta abierta que nos permite, a quienes estamos involucrados en él, a volvernos más generosos y atentos, más despiertos y receptivos, más cordiales y felices. En otras palabras, nos enseña a ser más capaces de entablar una sincera aproximación humana con los demás.

Lo que vale verdaderamente, pues, es la compenetración con la gente y su carácter, su vida, sus bienes y sus males. Quizá el hecho de viajar en bicicleta (y, por ende, llegar sucio, cansado y apestoso a cada lugar por el que se pasa) sea un buen pretexto para conmover a la gente y, por esa brecha, dar más fácilmente el paso arriesgado y complejo que supone empezar a conocerla verdaderamente. Eso, por supuesto, es mucho más difícil y casi no guarda relación con el viaje en sí o con la forma en que éste se realiza (quiero decir que el viaje no es motivo esecial para dar ese paso: basta con hacerlo en la propia casa), pero para mí es claro que estar aquí donde estoy luego de haber hecho lo que he hecho me predispone a plantearme una nueva forma de ver mi relación con el mundo, quiero decir: con las personas de este mundo.

En fin: la gente me ve a menudo con conmisceración, incluso pena. Por eso me ayuda, por eso se enternece y me hace regalos o me brinda protección. En agradecimiento, uno debe dar un paso más allá: es necesario retribuir lo recibido de una manera igual de desinteresada.

La historia de la pluma del quilico y la historia de la empanada de Miguel me hacen dejar de pensar en todos los paisajes que he visto en estos meses y me hace enfocarme en el nuevo paisaje que se dibuja en mi interior. Ahí reside el fruto de este viaje.

Recuerdo que Pablo, ese gran curiqueño que me recibió sin compromiso alguno y cuya chompa estoy usando ahora mismo, empezó una de sus frases diciendo: "Una de las cosas que quiero, aparte de ser un buen hombre..." No recuerdo cómo siguió su frase, pero con lo puesto basta.

Para ser una buena persona, se debe querer serlo. Pues bien: en este viaje, mi deseo por ser bueno y provechoso para los demás se ha potenciado, y lo ha hecho gracias a todos quienes han sido buenos y provechosos para mí.

Quizá esto no sea más que balbuceos escritos en parte por aburrimiento y en parte por miedo a algún día olvidar lo que este viaje, tan definitivo y monumental para mi espíritu, puede llegar a significar. Pero quizá sí.

Y aún si estas líneas fuesen lo único que sacara en claro de toda esta pequeña odisea que está próxima a concluir (lo cual dudo sinceramente), ya podría darme por triunfador.

El tiempo dirá qué clase de persona es la que mañana llegará en bici a San Carlos de Bariloche.

8.483 kilómetros recorridos.

Villa La Angostura, Argentina, domingo 8 de junio 2008

lunes, 2 de junio de 2008

Guabas 2 - Chile 0

Mi última semana laboral, de seis largos y fatigantes días, me ha dejado verdaderamente extenuado. Santiago-Rancagua-Curicó-Linares-Cabrero-Victoria-Temuco. Poco más de 700 kilómetros de puro pedalear y pedalear sin tregua, tiritando en medio de un frío agobiante, enloqueciendo de a poquito por la soledad y temeroso por la constante amenaza de las lluvias y los vendavales. En pocas palabras, la semana ha sido una bestia.

Pal frío no ha habido más que acostumbrarse. A diario me visto como esquimal y salgo a pedalear lenta y tranquilamente, con la cabeza gacha y resoplando vapor como un jugador de hockey. Por momentos mi chompa empieza a cubrirse de hielo, lo cual supongo que indica que el viento produce una sensación térmica inferior a los cero grados. Resulta, entonces, que no debo parar para descansar, sino para calentarme, por ilógico que eso suene.

A lado y lado de la carretera me han acompañado paisajes muy limitados y brumosos, al menos durante los primeros días de esta etapa. Si no fuese por los chispazos que a ratos me regalaba el sol y por los parajes hermosísimos que se descubrían en esos breves lapsos, casi no podría decir que conozco esta región de Sudamérica. O bueno, la conozco así: oculta por una neblina eterna, silenciosa por el letargo del viento, distante y sosegada por el frío que no amaina.

El colmo del asunto es que todos los pronósticos decían que lunes y martes de esta semana llovería a cántaros sobre toda la región. Según mis cálculos, yo tendría que pedalear justamente esos dos días para llegar a Temuco (donde estoy ahora) y con ello ganarme un día o dos de descanso merecido. Conforme avanzaba, lo único molesto seguía siendo el frío (a lo cual ya me he acostumbrado bien o mal), pero la amenaza del agua me tenía contínuamente preocupado y, francamente, lleno de miedo.

Conforme las amenazas se volvían más serias y el frío me hacía pensar que bajo lluvia la pedaleada sería sencillamente imposible, llegué al punto de tomar una decisión extrema: tenía que ahorrar tiempo de alguna manera para evitar por lo menos el segundo día de lluvia (el primero podría bancármelo con la promesa de que esa noche, ya en Temuco, me pondría a buen resguardo y tendría ropa seca). Y para ahorrar tiempo, lo único posible era muy obvio: tenía que ir más rápido.

Luego de tres primeros días de los que ya he dicho algo en el último post, salí de Linares con la vaga idea de vencer a mis dos enemigos (el tiempo y la lluvia) con el sencillo método de pedalear más y descansar menos. En eso el frío y la neblina hasta ayudaron, porque detenerme por más de 10 minutos significaba empezar a congelarme y no había mayor cosa que ver o fotografíar en medio de ese ambiente eternamente blanco.

A pesar de que fui cazando momentos de luz y que, conforme avanzaba hacia el sur, el sol se mostró más benevolente y amigable en lugar de menos, como yo esperaba (las fotos que ven en esta ocasión son el resultado de ambas cosas), casi no tuve tiempo para detenerme o pasar el rato en los habituales reposos de café, dulces, cháchara y fotografías.

El resultado de esa nueva estrategia fueron dos días que hasta hace poco no me hubiese creído capaz de lograr: 170 kilómetros de Linares a Cabrero y otros tantos de Cabrero a Victoria, ambos días con un total de más de 9 horas de pedaleo efectivo (es decir, de tiempo en el que la rueda estuvo en movimiento). No sé qué opine un ciclista profesional de estos datos, pero para mí es un récord enorme que me hace darme cuenta de lo mucho que me he fortalecido en estos meses. Si bien llegué con la lengua afuera en ambas ocasiones, lo que me detuvo fue la llegada de la noche, no la fatiga física. Y eso que a Victoria, de hecho, llegué ya en completa oscuridad.

Con un último día asombrosamente fácil (gracias a la ayuda de un viento a favor que bien me hubiera servido en las jornadas previas), llegué a Temuco completamente seco y con un día de anticipación a lo planeado: dos victorias decisivas en mi carrera al sur y dos golazos definitivos a la cerrada defensa que me oponía el sur de Chile. Podría atribuirle un gol a mi "rival" por el hecho de que a punte de niebla me ha dejado sin poder ver gran cosa en estos días, pero actitud tan vil la considero off-side, y eso no cuenta.

La pequeña ciudad de Victoria anticipó con su nombre mi entrada a Temuco. No sé si sería por eso o por lo hermoso que me resultó pedalear aquel día (el sol se puso las pilas y a los años me dejó andar mostrando los brazos por la carretera), pero luego de llegar e instalarme en el cuartel de bomberos (de nuevo esos grandes han sido mi salvación en muchas noches), salí a festejar mediante la ingesta de una pizza familiar y un litro de cerveza. Apenas me tragué el último pedazo con una voracidad asombrosa hasta para mí mismo, ya estaba viendo en la carta qué más pedir, pero la mirada consternada de la dependienta me provocó algo de vergüenza, por lo que me fui al supermercado de la esquina para terminar mi cena troglodita con medio litro de leche chocolatada y un paquete jumbo de choco chips... Habrá que culparle al frío y la quema de calorías... Yo por mí me repetía la dosis ese mismo rato!

En Temuco he cometido el pecado de pagar por un hostal. Los bomberos andaban algo reacios y yo andaba demasiado hambriento y agotado para insistir. Sobra decir que este día de descanso lo pasé durmiendo hasta hace poco. Y luego de esto vuelvo a lo mismo.

Si la lluvia no insiste en hacerme la contra, un futuro prometedor de montañas, lagos formidables y un nuevo paso de la cordillera empieza el día de mañana. Estoy a apenas una semana de pedaleo de Bariloche.

Empiezo a sentirme triste por ese día final que ahora sí se viene en serio.

Escenitas y carteles:

Escena 1:
-¿Conocei shile, hue'on?
-Bastante: Como 800 kilómetros de la carretera central y los 20 o 25 metros que están a cada lado...

Escena 2: Siglos y siglos la humanidad ha estado buscándola (¿o solamente pretendía?)... Yo estuve a 500 metros.

Escena 3a: La foto después del primer día de 170 km.

Escena 3b: La foto después del segundo día de 170 km.

Escena 4: Y yo que juraba estar en Chile.

Escena 5: Esta me la tomaron cuando les fui a acolitar a mis panas bomberos en un "día de descanso".

8.069 km recorridos.

Temuco, Chile, martes 3 de julio 2008