sábado, 26 de diciembre de 2009

Días duros en el Cauca

Como podrán ver, por acá se la pasa difícil. La vida se me va en largos días de pedaleo agobiante cuya única recompensa es la satisfacción de haber logrado superar la prueba, tibio premio para quien se ve obligado a dormir en covachas sucias y maltrechas, abandonado en una soledad desesperante y sin alivio posible. La incomodidad se hace carne de mis días y a veces casi no me doy cuenta si como o no, si duermo o tan solo paso mis noches en una penosa vigilia. A este paso no llegaré muy lejos, aunque quién sabe hasta dónde puede llegar el indomable empuje del espíritu humano. La gráfica anterior ilustra mis penurias en la pesadillesca Cali, ciudad aburrida, callada, olvidada y sin una sola mujer hermosa. Juaaaa!

En fin... Salí de Popayán temprano el miércoles 23. Mi plan era demorar dos días hasta Cali, pero la energía recobrada durante el descanso y la relativa facilidad de la ruta me hizo superar todo lo previsto y llegar esa misma noche (otra vez andando yo de noche por Colombia!), tras una jornada de 144 km, a la tercera ciudad colombiana en tamaño y supongo que primera en mujeres guapas, a menos que Medellín y Bogotá sean ya de otro planeta. De hecho, yo le doy el premio mayor entre las ciudades que conozco a nivel mundial. Cuando, al siguiente día, traté de aplicar la técnica que creamos con el Ave en París para conocer la ciudad siguiendo a las chicas guapas, me quedé estático: El problema no era encontrar una, sino decidirse a cuál de las miles seguir. Pasear por Cali es casi un sufrimiento para un tipo de corazón débil como yo. Encima la ciudad estaba por inagurar su feria, que, según me dicen, es una de las más grandes de Colombia. ¡Viva Cali, carajo!

Ah, claro. Supongo que se esperaban fotitos que corroboren mis palabras. Je je. Esitas me las guardo. Si quieren se las vendo a dólar la pieza cuando me empiece a faltar la plata y ya ande lejos lejos.

De todas formas, hay que decir que la ciudad, con sus casi 3 millones de habitantes y la gran riqueza que aparenta, transimte una sensación de fuerza y empuje muy grande. Los días en Cali me han dejado medio desconcertado: o es una ciudad muy distinta a mí o me porté muy gil y débil como para darle la talla. Lo cierto es que no logré desconectar mi cabeza del viaje en bici y no me metí tanto a la farra que hervía por cada esquina de la ciudad.

La primera noche tuve que recurrir a un motelucho del centro, ya que los bomberos no quisieron recibirme y era muy tarde para buscar alguna otra cosa. Además, la ciudad es inmensa, y solamente llegar al cuartel de bomberos para recibir una negativa me costó 20 kilómetros y al menos una hora de pedaleo. El cuarto que alquilé era barato, y eso que los espejos que cubrían las paredes y el techo quedaron tristemente subutilizados.

Al día siguiente pude ponerme en contacto con Santiago, caleño que vive en Quito y es compañero de trabajo de mi prima. Él se tomó a pecho esto de cuidarme y no sólo me paseó por la ciudad todo lo que pudo, sino que costeó mis gastos. Gracias a él, la segunda noche la pasé en uno de esos típicos youth hostels que abundan para viajeros de mi calaña y que no sé por qué nunca frecuento. La cena navideña fue una parrillada para la que tampoco pagué un centavo (me hice invitar, je). Luego salimos con un suizo, una austriaca y un alemán a dar vueltas por la zona roja. Tras el primer par de cervezas la cosa prometía llegar a niveles vergonzosos al más puro estilo de los días de descanso del primer SAP, pero luego fue decayendo y tipo 2 de la mañana estuvimos de vuelta en el hotel roncando.

Todo el siguiente día lo pasé con Santiago dando vueltas por Cali y sus alrededores. Conocí su pequeña finca, ubicada en el municipio aledaño de Yumbo y me quedé encantado. Santiago ha construido poco a poco una casa hermosísima y llena de detalles únicos, tanto en la decoración y arquitectura de la casa como en el bosquecillo que ha creado alrededor. Daban ganas de quedarse a guaksear pero al menos un mesesito.

Más tarde fuimos a uno de los mil desfiles que prenden a Cali durante la feria que se realiza cada año. El gentío fue abrumador y en realidad fue poco lo que logramos ver de las muchas carrozas que cruzan la ciudad. Se trata de una competencia de salsa entre muchas escuelas del valle, y el asunto está lleno de música a todo volumen, bandas en vivo a cada paso (algunas de ellas de las famosísismas orquestas caleñas), mujerones en modalidad fashion bandereándose a diestra y siniestra, comida por montones, cerveza y demás... Una farraza para quien tenga el chance de quedarse a disfrutarla.

Las caleñas, como ya dije, son todo lo que dice la leyenda y más.

Luego de la larga y divertida jornada con Santiago, volví a mi hostel y pasé la última noche en Cali recorriendo la enorme instalación de luces navideñas que bordea un par de kilómetros del río. Ahí la gente se reúne por millares para simplemente pasear y comer. Como es de suponer, todo está lleno de gente haciendo todo tipo de actividades para ganar dinero: mimos, teatro, juegos, bailes, etc. Para ser sincero, debo decir que me sentí algo tonto, triste quizá, paseándome por ahí solo. Miré lo que pude y luego me alejé con una sensación de sinsentido dándome vueltas por el cuerpo. Esta feria hay que disfrutarla con una jorgota de amigos y sin recato alguno. En mis circunstancias, no tuve más que irme a empacar y dormir para realizar el acto que en este viaje resulta un meollo simbólico: seguir avanzando.

Llovió toda la mañana en que salí de Cali. Atravezé esa zona del Valle del Cauca por una cicloruta que une a Cali con Palmira. A pesar de estar muy cerca de la vía principal, a ratos me sentía en parajes muy agrestes, lo cual alegró la marcha. La lluvia, al menos cuando amainó, hizo de la mañana un recorrido refrescante. Desayuné recién a las 10 de la mañana, pero lo hice con estilo: café con leche, un sánduche de queso, "calentado de fríjoles" (un guiso de fréjol), chorizo paisa, huevos fritos, arepas, chicharrón, patacones, limonada. Juaaaaa. Tanto comí que no volví a probar bocado hasta la noche.

Me olvidaba: lo característico del paisaje del Valle del Cauca son los cañaverales. Las plantaciones de caña ocupan toda la extensión del horizonte, y no es raro ver pasar a los llamados "trenes cañeros", que son vagones grandototes cargados de caña y arrastrados por un tractor. Lo más largo que he visto son cinco vagones unidos, pero me han dicho que a veces llegan a juntar hasta ocho. La primera vez que me topé con uno de esos fue en plena carretera y sin saber el tamaño de lo que me venía por detrás (uy, qué débil sonó eso). Realmente me asusté mientras la mole me rebasaba.

Era de suponer que en una zona tan trapichera como esta terminase por encontrarme a mí mismo. El par de fotos que siguen demuestran que acá ando como chancho en su chanchera. Debo decir, sin embargo, que el tal río que pasa bajo el puente de la foto es una acequia ridícula sin pena ni gloria y que poco después del cartel de la segunda foto encontré otro que decía "SONSO", con una flecha apuntando hacia mí.


En Buga paré para visitar el santuario, que parece ser muy famoso. Al Señor de los Milagros le pedí el milagrito de que me aplane un poco el cruce de la cordillera, cosa que deberé enfrentar en uno o dos días. Hoy por hoy estoy en plena marcha hacia el eje cafetero. En Armenia (a donde llegaré mañana) espero descansar un día y encontrarme con mis padres que andan paseando por Colombia y a quienes aún no he visto.

Luego de eso, viene algo sobre lo que me han advertido aún antes de salir de Ecuador: "La Línea". Al parecer, la carretera que une a Armenia con Ibagué (y que atravieza la cordillera central) es un ascenso brusco y muy empinado. Todos han tratado de meterme miedo con el chistecito, pero yo sigo directamente hacia allá. Estos días de largas distancias por el llano Valle del Cauca me han dejado con ganas de unito de esos en los que uno llega tan cansado que no es posible ni ponerse a pensar.

Y pa que no digan que todo es suave, hoy mismo voy a dormir en una bodega de la antigua estación del ferrocarril. El lugar es un verdadero antro lleno de aceite y herramientas... Tanto que estoy pensando en salir y dormir al aire libre con mi sleeping.

Llegarán fotos y noticias luego de que haya enfrentado lo que, según todos los traileros con quienes hablo, es "la subida más berraca que tiene la panamericana en Colombia".

Ya veremos.

Bugalagrande, Colombia, sábado 26 de diciembre de 2009.

923 kilómetros recorridos.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Ciudades de la antigua Audiencia

En esta última semana, SAP ha llegado a lo que antiguamente fue una de las cuatro ciudades principales de la Real Audiencia de Quito. Si bien el Ecuador terminó por crearse sin incluir estos vastos territorios del suroccidente colombiano, durante siglos la relación entre esta región y lo que hoy conforma nuestro país fue muy estrecha. Tanto Popayán como Cali (y muchas otras) fueron fundadas por el mismo Benalcázar que fundó (o refundó) nuestra Quito en 1534. Y durante los más de 200 años en que existió la Presidencia de Quito, la Gobernación de Popayán con sus extensos territorios estuvo incluida en su jurisdicción.

No sé por qué en eso iba pensando cuando entré a Colombia el pasado miércoles 16 de diciembre. Tenía, pues, una enorme curiosidad por recorrer la región que alguna nostalgia retrospectiva me hacía considerar muy cercana a mí y que nunca había conocido. Mientras sellaba mis papeles en la frontera y quedaba a mis espaldas el puente de Rumichaca, me sentía finalmente parte de una misión que me había sido encomendada desde hace mucho tiempo.

A Ipiales la pasé de largo, pues sabía que la jornada hasta Pasto sería larga y había perdido mucho tiempo haciendo cola en migración. Esa omisión me significó el ahorro de al menos una hora y un tránsito rápido por las campiñas que rodean a la ciudad. En el borde del camino encontré varias casas en cuyos pórticos se exhibían pondos y vasijas precolombinas muy parecidas a las que he estado acostumbrado a ver en el Carchi, lo cual me indicaba que la relación profunda de esos territorios con los "nuestros" se remonta a muchísimo más tiempo atrás que la época en que se establecieron las divisiones administrativas coloniales. De hecho, según me han dicho, el territorio cultural pasto abarcaba toda la región comprendida entre las cuencas del río Chota (entre Imbabura y Carchi) y del río Juanambú (unos 40 km al norte de la ciudad de Pasto).

Los paisajes cercanos a Ipiales, además, son todavía iguales a los que he conocido desde pequeño en los alrededores de San Gabriel y toda la hoya del cantón Montúfar, así que durante una buena parte de ese día casi no sentí el cambio de país y a ratos pensaba que seguía pedaleando en casa.

El primer reto geográfico fuerte al que me enfrenté fue el cañón del río Guáitara, por el cual descendí hasta aproximadamente la 1H00 de la tarde para llegar a una altura mínima de 1.750 msnm. Almorcé en Pilcuán y empecé a familiarizarme con nuevos billetes y nuevos precios. Por 4.000 pesos (alrededor de 2 dólares), tuve un almuerzo grandote y completo. En Ecuador algo así me hubiese costado más.

Una vez cruzado el fondo del cañón, inicié un ascenso que resultó tremendo. Durante 25 kilómetros ascendí sin tregua hasta llegar a superar los 3.100 msnm. Me habían advertido de la cuesta, pero nadie me había dicho que era tan larga y que llegaba tan arriba. Conforme avanzaba la tarde fui acelerando con la idea de que a ese ritmo no llegaría a Pasto con luz. Mucha gente me había advertido que no sería buena idea pedalear en Colombia por la noche (aunque yo insisto en que el riesgo no lo ponen guerrillas ni ladrones, sino los camionzotes que nunca dejan de pasar), pero eso fue lo primero que hice: a Pasto llegué pasadas las 7H30. Estaba, otra vez, cansadísimo.

Los bomberos me recibieron de inmediato y sin problemas, solo que tuve que atravesar dos veces la ciudad para dar primero con el cuartel principal y luego con las residencias. De entrada me sorprendió la cantidad de luces y figuras navideñas que, por iniciativa del propio Municipio, decoran todas las plazas de la ciudad y muchas de sus calles. En general, la decoración navideña de estas ciudades sur-colombianas es mucho mayor de lo que se puede ver en Ecuador. Por las noches la gente sale a pasear por las plazas y disfrutar de las luces. Aunque agotado, esa primera velada en Pasto la pasé caminando por el barrio obrero y comiendo chorizo con arepa un una de las plazas.

Al día siguiente, que ya era de descanso (solo pedalée uno desde el descanso anterior, je), me dediqué a instalarme en el país vecino. Activé una línea de celular, llamé a Ecuador y pasée por la ciudad para familiarizarme con las nuevas formas. Me contacté con Cata Unigarro, amiga del clan UASB a través de Amaranta, y con ella paseamos toda la tarde por la ciudad. Tomamos un buen tintico y comimos unas empanadas buenazas (de las que ya me olvidé el nombre!!!). Según parece, lo fuerte en Pasto son las fiestas por el carnaval (inicios de enero). Existe toda una tradición al respecto. En un museo pude ver un montón de figuras que suelen utilizarse en los desfiles y fotos del desmadre (que incluye bandas, embarradas con todo tipo de materiales, pirotecnia, guaspete del bueno y demás). Ya saben: están a tiempo de organizarse un viaje y venir a gozarla por esas fechas a Pasto!

Como ando gilazo con la cámara, no me tomé ninguna foto con Cata, así que de eso no hay registro. Por la noche, de vuelta a la estación, estuve de hinchada en un campeonato de mini-fútbol que se jugaba de manera interna entre todo el cuerpo de bomberos de la ciudad. Ganaron mis panas de verde. Seguramente ahora deben andar disputando la final.

Tras ese descanso en Pasto, partí con la intención de no descansar más hasta llegar a Popayán, cosa que logré al cabo de tres días de casi 90 kilómetros cada uno. Lo sorprendente fue el gran desnivel de la ruta, que yo francamente esperaba encontrar más moderado y apacible. De Pasto subí unos 7 km bastante transitados y luego me descolgué por un gran encañonado, pasando por el municipio de Chachaguí y algunas comunidades pequeñas hasta llegar a los 850 msnm justamente sobre el río Juanambú. Había descendido 2.000 metros y me sentía ya en clima de Costa.

Lo que me preocupaba es que, desde mi perspectiva de ciclista en la carretera, todo lo que baja tiene que subir, y estar tan abajo me impedía pensar en otra cosa que las tremendas subidas que vendrían luego. Apenas cruzado el río comencé a subir (en medio de un nuevo cañón enorme, como siempre) por una carretera sinuosa y empinada que por momentos atravesaba la peña mediante túneles. Los desniveles parecían no acabar nunca. Cuando, al cabo de unas dos o tres horas, había vuelto a subir hasta los 1.500 msnm, atravesé el borde de una loma y volví a bajar con mayor violencia. Esa noche dormí en Pto. Remolino, a 665 msnm, justo a la entrada del cañón del Patía, por el que transitaría todo el siguiente día y parte del posterior.

Antes de Pto. Remolino me sorprendió ver a muchos grupos de gente a lo largo de la carretera que, sosteniendo monigotes y disfrazados de viudas, pedían contribuciones para el año viejo. Me detuve junto a uno de ellos para averiguar más del asunto. En efecto, se trata básicamente de la misma costumbre nuestra, pero allá en el Patía tienen el descaro de empezar dos semanas antes de que se acabe el año. Con todo, les di mi contribución y seguí con la idea de no parar más: que se esperen a que pase Navidad, por lo menos.

Del siguiente día quedan pocas fotos porque llovió durante gran parte de la jornada. Eso, que al principio me pareció tedioso, luego lo descubrí como una gran suerte. Según me dicen, la región suele ser calientísima (es un valle muy bajo) y las temperaturas que se alcanzan bajo un sol agobiante seguramente habrían sido insoportables para andar en bicicleta. La lluvia y las nubes me permitieron avanzar con relativa tranquilidad, aunque estilando.

Dormí en El Bordo, población apenas un poco más elevada que Pto. Remolino. Ahí me prestaron un salón en una casa comunal, ya que los bomberos carecían de instalaciones para recibir a extraños. Antes del anochecer llegó un grupo de muchachos de una banda local para practicar. Nunca lo hicieron, pero se pasaron un buen rato preguntándome cosas y hablando entre ellos. Yo respondía tratando de que no se me chorree la baba, porque pa qué que estas colombianas están como quieren.

A la mañana siguiente desperté antes del amanecer y estuve pedaleando a las 6H00 en punto. Fue un día larguísimo y de muchos desniveles (finalmente abandoné el valle del Patía). En un punto, antes de llegar al municipio de Rosas (tras unos 15 km de fuerte ascenso), un motociclista se detuvo y se puso a conversar conmigo. En medio de la charla, le regalé una lata de atún ecuatoriano que había comprado en Chavezpamba y hasta entonces no había consumido (lo hice porque él se puso a alabar nuestro atún). Él se despidió agradecido, pero al rato volvió a aparecer de bajada y me regaló una funda de mangos. Estaban fríos y dulces. Al fin de la cuesta me detuve y me senté a chupar los mangos hasta la saciedad. A mi madre le hubiese encantado estar ahí.

Luego de eso volví a descender hasta el fondo de un cañón y volví a ascender del otro lado. A pesar de que ahora siento mucha más fortaleza en las piernas que los primeros días, llegué a fatigarme mucho. Casi a las 4H00 p.m. finalmente salí del cañón y entré en una zona de praderas amplias y mucho menos bruscas. A esa altura (alrededor de los 1.900 msnm) gozaba de un clima mucho más templado y una vegetación extrañamente híbrida: junto a bosquecillos de eucaliptos había unos cuantos sembríos de plátano, entre otras cosas. Por alguna razón había pensado que Popayán estaba a una altura similar a Pasto o incluso Quito, pero ya para entonces me convencí que estaba equivocado. Finalmente llegué a la ciudad blanca a una altura de 1.730 msnm.

Sentado en el parque Caldas de Popayán llamé a Cata para saber si ella podía darme algún contacto. Ella me dio el teléfono de Juan Iribarren, un amigo argentino que vive en Popayán hace ya seis años, luego de haber viajado como artesano por gran parte de Sudamérica. Aquí se ha establecido y ha armado una pequeña empresa de fabricación y venta de alfajores. En el cuarto en el que vive me ha alojado durante ya dos noches. Autodidacta y de espíritu amplio, Juan me ha enseñado muchas cosas, especialmente sobre astrología, práctica en la que él tiene muchos conocimientos. Me parece interesantísimo y hasta me dan ganas de quedarme para leer algunos de los muchos libros que tiene al respecto, así como para descubrir más y más datos curiosos que revela mi carta astral.

Pero bueno, los días pasa y el viaje debe continuar. Mañana salgo para Cali, a donde espero llegar el 24 para pasar las Navidades, aunque no sé dónde ni con quién, je.

Superados estos grandes cañones del sur, entro ya al famoso Valle del Cauca, donde seguramente la vida (y la pedaleada) será más amplia y espero que algo más sencilla. Ya veremos.

Contactos y reservaciones desde Ecuador: (0057) 313 747 3046

Popayán, Colombia, 22 de diciembre de 2009.

638 kilómetros recorridos.

martes, 15 de diciembre de 2009

¡Colombia a la vista!

Finalmente abandoné Ibarra tras tres días y medio de enfermedad. Todavía mocoso y con tos, pero ya sin fiebre y pocos dolores, salí la mañana del domingo 13 hacia el norte, luego de un desayuno de despedida con mi tía y un encuentro fugaz con la Vale y el Filú, quienes habían ido a Ibarra para escalar el Imbabura. Lástima que me olvidé de sacar la cámara para registrar el encuentro. El sánduche que me regalaron me sirvió de merienda ese día y los bizcochitos todavía me sobran. Gracias, panas!

La salida de Ibarra fue lenta y tranquila. No sé si por la gripe o por falta de estado físico, el asunto es que iba sudando muchísimo. Me detenía a cada rato a tomar fotos y admirar las bellezas del paisaje, como la que sigue. Y hasta recibí unas cuantas llamadas de tíos y amigos que querían saber cómo seguía.

En no mucho tiempo ya me encontraba en pleno descenso al valle del Chota, uno de los más bajos que conozco en la Sierra del Ecuador (el puente de la panamericana está a 1.500 msnm) y por donde ya había pasado en bici en el pasado, tanto para subir al Carchi como para bajar a Lita y San Lorenzo. Esta vez, sin embargo, tomaría una ruta nueva para mi bicicleta: la subida hacia Mira y El Ángel.

Por primera vez en este viaje se me ocurrió sacar mi Ipod y pedalear con música. Fue una excelente idea. Hasta el atardecer de ese día, pasé tarareando melodías y a ratos hasta deteniéndome para cantar. Eso me dio mucha fuerza y me permitió distraerme de la calurosa subida, que fue larguísima. Mietras atravezaba los cañaverales del Chota en busca del desvío a Mascarilla y el inicio de la subida, estaba contentísimo de volver a la pedaleada.

No tenía muy en claro hasta dónde quería llegar esa jornada. Tenía algo de miedo por mi reciente enfermedad, y me parecía brusco tratar de hacer una etapa "normal", así que en mi mente flotaba la idea de pernoctar en Mira, a la mitad de la subida, o en San Isidro, unos 10 km más arriba, todavía antes de llegar a El Ángel. Aun así, como ha sucedido hasta el momento, el estar en la ruta me ha resultado muy "natural", como si no hubiesen pasado sino unos días desde las jornadas del viaje a Bariloche y todo esto no fuese sino parte de mi vida diaria. Fue eso quizá lo que aminoró el cansancio.

Cuando llegué a Mira, hacia las 2 de la tarde, lo que me tenía cansado era más el sol que propiamente la subida. Con la teoría de que todo lo que consuma de aquí en adelante se convertirá en energía más que en grasa, me zampé un almuerzote de churrasco y cerveza y, luego de conversar con la señora del restaurante, me eché a dormir en una vereda. Aún estaba a unos 3 o 4 kilómetros de Mira, pero ya había decidido avanzar más. Antes de que continúe, me regalaron una botella de limonada fresquita.

En Mira solamente me detuve a recordar viejas glorias. Algunitos se acordarán: la chamiza, el novillo de bombas, los pirotécnicos, la gallera con la Caramelo, la muerte del Ave, las spoilers, las fiestas en paz... Jua. Mira, en realidad, me hace acuerdo de Milady Chan Chan (Fanfarria Team FOREVER), ya que ella fue la que "descubrió" las maravillas del pueblo y aún ahora prepara una tesis de maestría sobre las "voladoras de Mira", suerte de brujas locales de las que, al parecer, ya no queda ni una. Al contrario de otras veces, mi paso por Mira fue inadvertido.

Hacia la tarde ya había subido muchísimo. Empecé a cansarme de golpe. Las paradas eran cada vez más frecuentes y largas. En una de ellas, hasta me di el trabajo de cosecharme un par de tunas al borde del camino y, armado de palos y una pequeña navaja, me las comí sin espinarme. Estaban amargas, a pesar de ser rojísimas, pero me divertió el proceso. El Chota y el Imbabura se veían cada vez más majestuosos conforme subía. Pensaba en que mis amigos (Vale y Filú) estarían para esas horas ya cerca de la cumbre, o aún bajando después de haberla conquistado.

Cuando llegué a San Isidro iba ya "pidiendo perdón". En una parada de bus con viscera me eché a dormir un rato. Cada que me canso empiezo a escribirle a Cuenqui pa que me mande ánimos, y esa no fue la excepción, así que pasé con celular en mano y botado en la sombra durante una buena media hora. Pensé en buscar refugio ahí mismo (eran ya como las 4 de la tarde). De hecho, estuve a punto de preguntar a un señor dónde podría poner mi carpa, pero alguien me informó que a El Ángel casi todo era bajada, así que decidí seguir.

Llegé pasadas las 5H00. Hacía frío y yo ya no daba. Había ascendido casi 1.500 metros de desnivel desde el puente de Mascarilla. Me demoré poco en la plaza y en seguida busqué a los bomberos. A pesar de apenas disponer de dos cuartos, ellos me recibieron con cordialidad y al rato ya estaba instalado. Hasta me invitaron a tomar cerveza (a lo que yo respondí con los bizcochitos de la Vale) y luego salimos a hacer patrullas. En la noche, llamaron a decir que había "alguien desorientado" por el cementerio. Fuimos allá y encontramos a un anciano que no sabía dónde estaba ni dónde vivía. Hicimos las averiguaciones y finalmente dimos con su casa, en donde al parecer vive con una hija que, como él, también está medio loca. Luego del ajetreo fuimos a dormir. Yo caí como tronco.


De El Ángel al siguiente día salí cerca de las 8H00. El pueblo se preparaba para feria, pero no pude ver más que las carpas mientras eran levantadas en las callecitas cercanas a la plaza. Quienes me preguntaban por mi ruta se sorprendían y me recomendaban no tomar el carretero antiguo que va hacia el páramo. Yo no les hice caso y seguí. Fue una desición excelente: hasta Tulcán recorrí el camino más hermoso que he visto desde Quito, aunque a ello contribuyó mucho el solazo espléndido que me acompaño toda la jornada.

Conté 18 kilómetros casi exactos hasta el refugio por donde se toma el sendero para visitar la laguna de El Voladero. Bastante antes de eso ya estaba yo completamente rodeado por frailejones y pajonales, según entiendo únicos en el país. A pesar de que el páramo había sufrido un grave incendio hace no mucho, el paisaje fue excelente. La carretera se tornó pesada debido a la tierra y las rocas flojas, pero no hubo lodo, y la subida jamás se hizo demasiado pronunciada. Llegué a los 3.700 msnm: desde El Ángel había subido poco más de 700 metros.

Quizá empiecen a terminarse los días de la "masacre". Aunque me cansé bastante, por primera vez en el viaje me sentí fuerte casi hasta el final. Durante la bajada hacia Tulcán, que disfruté muchísimo, tomé muchas fotos y me detuve decenas de veces. Vi conejos y muchos tipos de aves. Personas ni una sola. Esa carretera desolada (que es, en realidad, la antigua panamericana) resulta perfecta para un ciclista como yo. Todo el tiempo pasé en paz y tranquilidad. Para todo lado que veía me encontraba con una postal viva. Me daban ganas de quedarme más rato.

Apenas salí del páramo y volvieron a aparecer terrenos cultivados, ganado y, más abajo, algunas casas, tuve a Tulcán a la vista. Un poco más allá, Ipiales y los valles sureños de Nariño. No era la primera vez que tenía Colombia al alcance de la mirada. Medio pastuzo como soy (tres de mis cuatro abuelos son carchenses), he visitado Ipiales decenas de veces. Pero nunca he ido más allá (aparte del famoso Santuario de las Lajas que está a pocos kilómetros de la frontera). Ahora, en cambio, lo que veía era una promesa de mi futuro, un llamado. Francamente, estoy bastante emocionado por lo que se viene.

En Tulcán, de nuevo he recibido ayuda de familiares. Mónica Acosta, prima no tan lejana por el lado de Grijalva (el de mi abuela materna), me ha recibido en su casa. Aunque los he visto poco, su esposo e hijo me han dado consejos y ánimo. Aquí espero recuperarme todavía más de una fea tos que me acompaña y dejar de andar botando mocos por toda la vía. También resulta que aquí en Tulcán me llegaron las Navidades adelantadas. El David me envió de Quito una novela de César Aira y Cuenqui me mandó un regalazo vía Flota BABURA. En un viaje como este, pequeños objetos como éstos tienden a adquirir un valor simbólico, así que los regalos se suman a mi grupo de talismanes de la suerte. Una mariposita de tela que ha venido desde Cuenca ya está instalada en mi volante. Espero que su aleteo contribuya a acelerar la marcha.


Un dato curioso más: la primera noche que pasé en Tulcán conocí el pesebre más grande que he visto en una casa particluar. De lo que se ve en la siguiente foto falta casi un metro para cada lado. Tiene de todo: escenas del evangelio relativas a la Natividad, iglesias modernas, varias aldeas, un mercado indígena, hasta una pequeña sementera con trigo sembrado de verdad, etc... Pertenece a una señora Rosa (he olvidado el apellido), esposa de un señor Hugo Grijalva que a su vez es sobrino de Luis Grijalva, mi bisabuelo...



También aquí me encontré con el Pacho Gerrón (amigo de la adolescencia de mi padre, carchense de nacimiento y corazón, y padre de la Juaver, la panita que me pasó la gripe, jua). Lo acompañé a comprar algo en los almacenes duty free de la frontera y aproveché para sondear el camino, cambiar moneda y conocer los lugares donde tendré que hacer los trámites de migración mañana temprano.

Con esto, casi cuatro días más tarde de lo previsto, termina el capítulo ecuatoriano. A partir de mañana, todo será terreno nuevo.

Tulcán, Ecuador, martes 15 de diciembre de 2009.

276 kilómetros recorridos.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Historias familiares

Gabriel Fernando Landázuri fue una personalidad destacada en su San Gabriel natal durante al menos la primera mitad del siglo XX. Fue, entre otras cosas, uno de los mentalizadores y líderes locales durante la famosa construcción de la “carretera oriental del Carchi”, hoy en día convertida en la vía panamericana y por cuya creación recibió la capital del actual cantón Montúfar el título honorífico de “Procerato del Trabajo”. Gabriel, en su matrimonio con Jesús Carrera, concibió catorce hijos, de los cuales solamente cuatro vieron la vida adulta. Los nombres de esos cuatro fueron Carlos, Darío, Juan y Vicente. Todos los demás murieron de niños.

Darío, el segundo de los cuatro hermanos, migró a los Estados Unidos junto a su esposa Mercedes Jiménez y terminó por convertirse en un exitoso médico. Murió en California a los 87 años, luego de una penosa y larga agonía causada por su diabetes. Sus descendientes (Margarita, Gabriel, Mónica, Roberto, David y María Laura) aún viven y son ahora ciudadanos norteamericanos junto a sus familias.

Darío fue el último de los cuatro hermanos en morir. El primero fue, en realidad, el menor: Vicente. Un derrame cerebral lo mató cuando, aun relativamente joven, vivía en Macas junto a su conviviente y dos pequeñas hijas. Con su esposa legítima, Regina Narváez, de quien nunca se separó formalmente, tuvo cuatro hijos: Vicente (ya fallecido), Fernando, Cristóbal y Pablo (que aún viven).

El segundo en morir de los cuatro fue Carlos, el primogénito. Él pereció debido a un cáncer de páncreas ante el cual tuvo la sensatez de no luchar innecesariamente. Dejó a su esposa Lourdes y a seis hijos (Tomás, Carlos, Gloria, Diego, Pedro y Mariana), de los cuales uno ha muerto desde entonces a causa de un tumor en el cerebro. También dejó a nueve nietos. Yo soy el cuarto. Cuando mi abuelo murió, yo tenía ocho años y apenas sabía montar bicicleta.

El tercero de los cuatro hermanos en morir fue Juan. Él se había casado con Estela Obando, también carchense, y con ella había procreado a tres hijos: María Cecilia, Ernesto y Lucía. Esta última, por ser la menor, fue quien más vivió con sus padres, al punto que llegó a cohabitar su casa aún luego de casada. De hecho, Lucía atendió a su madre durante su convalecencia por el cáncer que la mató en 1988. Cuando anunció a su padre que su madre había muerto en sus brazos, él se postró junto al cadáver y lloró con amargura. Fue la primera vez que Lucía vio a su padre Juan debilitado por la vejez y la pena.

A partir de entonces, Juan decayó con un alzheimer progresivo que terminó por bloquear su mente ante el entorno. Lucía y su esposo Francisco pasaron los siguientes años de sus vidas cuidando a Juan, cada vez menos consciente de sí mismo e incapaz de valerse solo. El viejo Juan apenas reconocía a su hija en medio de su delirio de olvido y desconsuelo. Hacia el final de ese período, Lucía cayó enferma con parálisis parcial (que a la larga devino en una arterioesclerosis que aún avanza), y tuvo que atender a su padre estando ella mismo incapacitada. En los peores momentos, cuando la mitad de su cuerpo estaba inmóvil, tenía que arrastrarse de grada en grada para subir (o bajar) a las habitaciones de su padre y darle de comer con la única mano que le quedaba útil.

Por intervención de su esposo Francisco, los hermanos de Lucía cayeron en cuenta de la grave situación. Lo que hicieron fue trasladar a Juan a un hogar de reposo cerca de Quito, donde él murió a las pocas semanas por un paro respiratorio. Para entonces era el año 1998: Lucía había luchado a lo largo de diez años por cuidar y proteger a su padre, quien a menudo ni siquiera la reconocía.

Todos esos años de esfuerzo siguieron cobrando su cuota sobre la salud de Lucía. Hoy en día, más de una década después de la muerte de Juan, ella carece de defensas. Por decir algo, una persona “normal” contabiliza entre cinco y once millones de glóbulos blancos en su organismo. Ella tiene tres. Entiéndase bien: no tiene tres millones, tiene tres. Uno-dos-tres. Ni uno más. Así de simple.

Esta mujer alegre, optimista, generosa y muy fuerte es mi tía Lucía. La gripe que me ha mantenido en Ibarra (y que seguramente pone en riesgo su salud) me ha permitido conocerla, enterarme de su historia, formar vínculos con sus hijos y echar una mirada a mis orígenes familiares. No soy de los que cree que todo lo que pasa “pasa por algo”, pero sí creo que se puede aprender de todo lo que nos sucede. “Hay más cosas en el hombre dignas de admiración que de desprecio”, escribió Camus. El ejemplo de un solo ser humano puede iluminar las posibilidades y fortalezas que subyacen (o pueden subyacer) en todos los demás. Detrás de toda bondad, hay un sacrificio: un sacrificio de amor. Esto es lo que me dice la historia de mi tía. Si estamos dispuestos a renunciar a nuestro placer con tal de aliviar el padecer de otro, estamos dispuestos a todo. Hoy por hoy, tengo la intuición de que en ello radica la clave de nuestra convivencia como especie.


Quizá deberíamos tratar de ser más capaces de amar verdaderamente.

Como mi tía.

Ibarra, Ecuador, sábado 12 de diciembre de 2009

(FOTOS: 1. Jesús Carrera y Gabriel F. Landázuri, mis bisabuelos. 2. Jesús Carrera hilando en su casa en San Gabriel. 3. Los cuatro hermanos y sus esposas. De izquierda a derecha: Regina, Vicente sosteniendo en brazos a su primogénito Fernando, Mercedes, Darío, Carlos (aún soltero), Estela y Juan. 4. Juan y su esposa Estela. 5. Ana María Escobar y su madre, mi tía Lucía.)