miércoles, 24 de marzo de 2010

La Gran Sabana

Hacia el sureste del Estado Bolívar, extendida por más de 15.000 kilómetros cuadrados y con una altitud que oscila entre los 1.000 y los 1.500 msnm, se eleva una meseta ondulada, rocosa, de bordes muy abruptos y vegetación rala o relativamente baja en su mayor parte. Ante mis ojos (una hormiga pedaleando por el horizonte), fue desde el principio una llanura enorme, hermosísima, enteramente refrescante y poderosa. Rodeada por descomunales macizos de piedra vertical, adornada por bosques que brotan aquí y allá como manchas opacas sobre un óleo brillante, e inundada por saltos, arroyos y quebradas, "La Gran Sabana" ha sido la última y gran sorpresa que Venezuela me ha ofrecido antes de dejarme partir. Como parte principal y más amplia del macizo guayanés, la Gran Sabana es la formación geológica más antigua del planeta, lo cual quiere decir que se trata de la región de tierra firme que más tiempo ha estado por fuera de la superficie del mar. Las rocas de la Gran Sabana son tan antiguas que no guardan vestigio fósil alguno: existían aún antes de que la vida apareciese en la Tierra, cuando Sudamérica aún no existía siquiera como continente. Ahora, en cambio, son una parte formidable de nuestro continente, y un escenario increíble para las aventuras de SAP.

De todos estos pasados días, solamente seis han sido de viaje en bicicleta, y solamente tres de ellos al interior de la Gran Sabana. Tanto Sherpa como yo hemos avanzado flamantes y llenos de expectativas. Salimos de San Félix con buenas provisiones, mucho descanso y un nuevo ángel guardián en las espaldas. Desde ese día hasta ahora, Vicente se ha mantenido en contacto y pendiente de todo el periplo. De hecho, el primer tramo pedalée hasta la casa de dos amigos suyos que me esperaban en la poblacion de Guasipati. Raúl Guzmán y su esposa Lucila, que también se han mantenido en contacto desde ese día, me alimentaron y dieron posada luego de una larga jornada de 157 kilómetros. En la mañana de ese día, también por consejo de Vicente, me atiborré de "catalinas" o "cucas" con queso guayanés. Estos pequeños panes de harina de trigo con panela son famosos en la autopista que conduce a la ciudad de Upata y me sirvieron como provisiones durante toda la semana. Un poco antes de encontrar la casa de Raúl, un colombiano me invitó a tomar gatorade y me regaló 50 bolívares. Las personas que estaban cerca, la mayoría transeúntes malencarados y hasta amenazantes, se acercaron y en segundos hicieron una colecta de 50 bolívares más. Por ellos me enteré que el sacerdote de la ciudad había anunciado mi llegada hace algunos días. Hasta ahora no entiendo quién era o cómo lo supo, pero al parecer yo era conocido antes de llegar.

Ansioso por acercarme al Brasil, de Guasipati salí tan temprano como tarde había llegado la noche anterior. Otro día largo me esperaba para llegar a la población minera de El Dorado. Ahí debía buscar la casa de un tal Bruno, migrante suizo que mantiene una hostería en las afueras del pueblo y de quien me había enterado gracias a Sekiji, el ciclista japonés a quien conocí cerca de Cumaná. Antes de ello pasé por El Callao, población reconocida por albergar los carnavales más famosos de Venezuela y por haber presenciado el primer partido de fútbol jugado en el país en 1876. No tuve más tiempo que el necesario para dar una vuelta por la plaza del pueblo y tomar algún refresco. Quizá me faltó conocer algo más de la intensa actividad minera que mantiene a la zona, en especial la minería aurífera, pero en realidad no quise permanecer más tiempo en esos pueblos calientes y distantes. Del suizo no hay nada que decir: apenas y me saludó. Si no hubiese sido por su esposa, ni siquiera hubiese podido poner mi carpa en su terreno para pasar la noche. Para colmo, en lugar de bachacos, esta vez tuve que lidiar con un par de cucarachas grandotas que no tengo idea de cómo se metieron a la carpa. Rápidas y escurridizas, las malditas.

A la mañana siguiente desayuné en El Dorado y seguí la marcha hacia el sur, cada vez más cerca de la Gran Sabana y del Brasil.

Además del calor que no da tregua, me sorprendió la cantidad de vegetación calcinada que encontré a todo lo largo del camino. En parte por la sequía, que ha sido brutal, y la práctica descontrolada de tala y quema que realizan los indígenas pemones del sector, encontré a la selva a todo lo largo de la carretera prácticamente en llamas. En algunos sectores solamente se veían grandes potreros de terreno vacíos y enegrecidos por las cenizas; en otros, el humo de la vegetación ardiendo inundaba la calzada por kilómetros. Campos y campos de arbustos amarillentos parecen esperar por una chispa que los encienda y los reduzca a polvo en segundos. Aunque no estoy seguro si en parte la quema era intencional, en su mayor parte el fuego que encontré parecía descontrolado.

Para sumarse a la colección de animales muertos encontrados en la carretera (la cual incluye no solo cientos de perros, sino pájaros, caballos, vacas, iguanas, armadillos, algunos mamíferos que no he podido reconocer pero que parecen ser algún tipo de oso hormigero y demás), cerca de Tumeremo me topé con una serpiente que superaba el metro y medio de longitud. Sentí recelo hasta de acercarme al cadáver para tomar fotos, y me ponía nervioso con cada carro que pasaba y la aplastaba un poco más cuando no lograba esquivarla. Esa noche, en la población de Las Claritas, ni siquiera pregunté por un lugar para acampar: me imaginé una de esas enroscándose por la carpa y en seguida fui en busca de uno de los cuartuchos baratos que no veía desde hace rato.

Claro que lo de los cuartuchos tampoco es garantía alguna. La noche que pasé en San Francisco de Yuruaní, dos días después de Las Claritas, tuve una extraña visita a media noche. En una posada indígena me alquilaron un cuarto que tenía en realidad cinco camas. Yo ocupé una solamente, pero dejé una bolsa de plástico cerrada con algunas provisiones en la cama adyacente. En la madrugada me levanté a orinar, y cuando entré al baño vi una sombra trepando por la pared y escabulléndose por las láminas de zinc del techo. Cuando prendí la luz el visitante ya se había ido, así que no tuve más que echarme a dormir. A la mañana siguiente encontré la bolsa de provisiones rota por un lado y abierta por el otro. Un pan estaba mordisqueado y una funda de galletas, también rota y mordisqueada, yacía a casi un metro de distancia. Lo chistoso es que todo esto ocurrió a unos 50 cm de donde yo roncaba, y nunca me di cuenta. Ya que no sé de ratones que trepen paredes a toda velocidad, hasta ahora me pregunto con quién compartí babas en mi desayuno de ese día.

A pocos kilómetros de Las Claritas la carretera se interna por una vegetación espesa y muy húmeda a pesar de la sequía: es el inicio del Parque Nacional Canaima, la sexta zona protegida más grande del mundo y Patrimonio Natural de la Humanidad desde su nombramiento oficial en 1994. A partir de un punto llamado "la Piedra de la Virgen" (hay una peña con una mancha que la gente dice se parece a la imagen de una virgen) se inicia una subida muy fuerte que asciende de poco más de 100 msnm a los 1.440 msnm en algo más de 30 kilómetros. El recorrido, aunque duro, es muy divertido. La vegetación cambia radicalmente y los bordes de la carretera se pueblan de pequeños arroyos (en su mayoría piedras secas en esta temporada) y mucho ruido de fauna. En la cumbre, de pronto, se abre infinita la sabana: kilómetros y kilómetros de prados verdes, laderas sinuosas y, al fondo, los soberbios tepuyes ("montañas planas", en la lengua de los pemones). Tampoco inmune a la sequía y las inundaciones, una de las primeras cosas que vi fue un helicóptero del Parque Nacional trabajando para apagar uno de los muchos incendios forestales que han asolado la sabana en estos últimos meses.

Avancé boquiabierto por bastantes horas, con mi cámara al hombro y deteniéndome para utilizarla cada cien metros o menos. Hacia el atardecer, muerto de hambre, encontré un pequeño campamento indígena en las orillas del río Kamoirán. Allí empecé a entablar relación con los pemones, etnia indígena que puebla la sabana y hoy en día administra practicamente toda la actividad turística que ocurre ahí. El mesero de un pequeño restaurante donde comí me habló de algunas extrañas profecías de la Gran Sabana y me habló de muchos otros ciclistas que habían atravezado la región en los pasados años. Según había oído, de la Gran Sabana, que es la región más antigua del mundo, saldrá la fuerza necesaria para purificar y redimir al hombre en esta época de decadencia y barbarie ecológica. O algo así. Seguí las instrucciones de mi nuevo amigo y acampé en las playas del río, donde también pude bañarme y hasta encender una fogata.

De ahí en adelante cada día ha sido una sorpresa mayor. Mi llegada a la Gran Sabana trajo una suceso gratificante para los pobladores locales. Mientras levantaba mi carpa en Kamoirán el cielo se cubrió rápidamente y en pocos minutos se desató un aguacero furioso. Era la primera lluvia en más de un año. Para mí, era la primera lluvia desde que pasé por el Valle del Cauca, más de dos meses atrás. Aún cuando todo mi equipo impermeable estaba al fondo de mis alforjas, el agua resultó refrescante. Apenas pude avanzar unos cinco kilómetros hasta que por suerte encontré refugio en una cabaña donde comí y esperé un par de horas. El resto del día avancé sin apuro, deteniéndome en cada quebrada y recorriendo los bordes de cada cascada que me salía al paso. Cada parada, además, fue aprovechada para saturarme de calorías. Almorcé tres veces: a veces como y al rato me olvido que lo hice (o pretendo hacerlo), así que vuelvo a buscar comida. Así mantengo mis buenas guatas por si acaso me haga falta una buena reserva, je.

Ya en el sur del parque encontré a dos españoles que viajaban en bicicleta en dirección norte. Ellos habían comenzado su viaje en la costa de Ecuador y habían recorrido algunos cientos o miles de kilómetros por Perú y Bolivia. Gran parte de su trayectoria la hacían en bus. Viajaban con alforjas hechas de tarros plásticos que ellos mismo habían acondicionado en sus bicicletas y, al parecer, con poca información de las regiones que atravesaban. Luego de haber entrado a Brasil a través de la selva boliviana, habían logrado salir a Manaos por caminos de segundo o tercer orden y desde ahí hasta la frontera con Venezuela por la ruta que seguiré yo en dirección contraria. Su plan era llegar a la costa del Caribe y ahí buscar alguna tipo de transporte marítimo para volver a Europa en calidad de marinos. El encuentro no fue muy largo, así que no hubo fotos ni mayor alboroto. De hecho, apenas sé que uno de los dos se llama David. Seguramente estarán ya en Cumaná o Puerto La Cruz tratando de buscar su camino a casa. Suerte para ellos.
A Santa Elena de Uairén llegué un miércoles a medio día. La ciudad, que es la capital del Municipio Gran Sabana y la población más grande de la zona, también es el centro de operaciones para una gran cantidad de excursiones, recorridos y visitas a las maravillas del Parque Nacional Canaima. Yo sabía, gracias a Sekiji el japonés, que ahí podría embarcarme en un ascenso al Roraima, uno de los tepuyes más grandes del parque y el más elevado de todos. La excursión resulta algo costosa para un viaje como el mío, pero basta ver al gigante de roca desde la distancia para darse cuenta de que se trata de algo verdaderamente único. Digo con agradecimiento que fueron las muchas donaciones de dinero que recibí en toda Venezuela las que hicieron posible mi visita al Roraima. Apenas llegué a Santa Elena me puse en contacto con una agencia y en menos de una hora estaba ya inscrito en una aventura completamente distinta que tenía que iniciar el siguiente día.

"Roraima", en lengua taurepán, que es el idioma de los pemones, significa algo así como "el gran verde-azulado". Dicen los pemones que el nombre se debe a que el macizo se ve azulado desde la distancia y verdoso desde la cercanía. Para mí, si he de pensar en colores, el Roraima es negro y naranja. Las rocas de sus paredes muestran un tono rojizo conforme el sol las ilumina con diversas intensidades durante el día. Su cima es un amplio mundo de roca negra, un complejo sistema de grietas, acumulaciones rocosas, valles y senderos en su mayor parte salpicados por charcos de agua. La aproximación al monte, su ascenso, la exploración y el retorno implica seis deías de caminata, primero por la sabana misma, luego por las faldas del tepuy y finalmente por una rampa empinada que conduce a la cima. La única forma de subir a la cima caminando es por el lado sur. Todos los demás flancos son paredes de granito en su mayor parte inexploradas. En la parte norte del tepuy se ubica el llamado "punto triple", punto de convergencia de las fronteras entre Venezuela, Brasil y Guyana, aunque la porción guyanesa es parte de la zona de reclamación que los venezolanos reclaman como suya.

El equipo del que fui parte incluyó a dos venezolanos (Rafael y Wanda, que cumplió años el día que alcanzamos la cumbre), cuatro alemanes (Florean, Ulf, Andreas y Almud), un guía pemón (Calio, que, aunque venezolano, vive en Guyana y solamente habla inglés), dos porteadores (Rafael y Charly, también pemones) y un cocinero (José). Tanto los porteadores como el guía y los cocineros llevan a cuestas cargas de 25 o 30 kilos, pues deben transportar todo lo necesario para mantener al grupo durante seis días, lo cual incluye, además de carpas, comida y herramientas, también un baño portátil. Los que íbamos en calidad de turistas cargábamos no más de 10 kilos. Las caminatas diarias no son excesivas. Casi nunca se camina más de cuatro horas, así que, en realidad, la excursión tiene demasiado tiempo libre. Con todo, para el sexto día yo estaba agotado. Los casi 5.000 kilómetros que recorrí antes de Sta. Elena no evitaron que regrese al campamento inicial sin ganas de dar ni un paso más.

Ya se habrán dado cuenta por las fotos que la caminata es simplemente fenomenal. Uno no puede cansarse de ver la enorme plataforma de piedra cada vez más cerca. La emoción de la subida se vuelve cada vez más intensa y lo lleva a uno casi corriendo hasta la cima. Aunque el Roraima apenas supera los 2.800 msnm, el ambiente de su plataforma superior es bastante más frío de lo que yo esperaba. En las rocas de la cumbre es necesario refugiarse en uno de los muchos "hoteles" que son cuevas lo suficientemente profundas para plantar carpas e instalar una pequeña cocina. La primera noche que pasamos ahí tuve que ponerme toda la ropa que llevé para soportar el frío. Es tan peculiar el panorama entre esas rocas negras que escuché a más de uno referirse a él como si se tratase de la Luna. Asumo que la Luna debe ser muy distinta a lo que vimos ahí, pero es verdad que ahí uno se siente de pronto como en otro mundo.

Aunque llovió mucho durante la mañana en que debíamos explorar la cima del tepuy, durante la tarde tuvimos la oportunidad de asomarnos a los filos de piedra y contemplar la magnitud de los abismos que parecen sostener esa corona inmortal de la sabana. Hacia el lado guyanés el descenso es aún más brusco: la llanura de selva se observa como un prado lleno de violencia y fuerza del que nacen inexplicablemente esas paredes formidables. Decenas de caídas de agua generan un rumor de cataclismo, mientras que las nubes en constante movimiento crean y destruyen universos enteros sobre las formaciones casi misteriosas que se descuelgan del tepuy. La cima del Roraima es en verdad un mundo perdido, una muestra de la soberbia total de la naturaleza ante la cual uno no puede contener la conmoción. Son pocas y no muy altas las montañas que he escalado en mi vida, pero en todas ellas he sentido la maravilla de la altura y el vértigo casi místico del abismo. En el Roraima eso viene acompañado de un sentimiento de furia ancenstral, como si el lugar fuese un alarido de la Tierra misma, un estallido del vigor que la recorre desde el principio de los tiempos.

Un atardecer sobre las nubes, envuelto en el frío del viento y el asombro de la Gran Sabana a más de mil metros bajo nuestros pies fue la despedida que el Roraima nos ofreció antes de volverse a ocultar entre las nubes y las sombras de la noche. Para mí, además, ese atardecer fue el gran acto de clausura con el que Venezuela me sonreía por última vez. Sentí que la ascensión al gran tepuy había sido no solamente una buena decisión, sino un camino necesario. Algo ante lo que no tenía opción, un golpe del destino, digamos, un momento para el que había nacido y para el que había emprendido el viaje entero. Con esas nubes y esa luz se me había concedido el permiso para continuar hacia el desafío de la selva. Por eso bajé feliz, cansado pero listo para enfrentarme al país más grande de nuestro continente con el mismo optimismo radiante que me ha traído hasta acá.

Recordaré al Roraima y a la Gran Sabana con una gran sonrisa. Transitar por este mundo increíble ha sido de cierta forma un premio, pero también ha sido una fuerte sacudida. Cuando empezaba a agobiarme el calor y el tedio de las llanuras infinitas, cuando empezaba a aburrirme de la soledad y la fatiga de los músculos, la naturaleza entera me ha ofrecido un guiño de ojos para recordarme, una vez más, la enorme alegría que significa la oportunidad de esta aventura. Todo viaje es como una vida pequeña, y toda vida es como un gran viaje. Visto así, no hay momento que no signifique un descubrimiento en potencia, una renovación constante. Por eso miro con gran expectativa los kilómetros y las personas que vienen de hoy en adelante.

Brasil está a 10 kilómetros de distancia. Yo siento estar ya ahí. Sonrío mientras pienso en el futuro y me siento a descansar en medio de los que -para mí y en estos momentos- son los lugares más hermosos de la Tierra.

Santa Elena de Uairén, Venezuela, miércoles 24 de marzo de 2010.

4.960 kilómetros recorridos.

jueves, 11 de marzo de 2010

La ciudad de los dos ríos y la enfermedad crónica de Sherpa

Parece que el Orinoco no quiere al Caroní. En el fondo, le teme. Sabe que el gigante de aguas negras es el único capaz de quitarle el brillo a su dominio, el único a la altura de igualarlo. Por eso lo rechaza y camina inmutable con sus aguas verdosas hacia el enorme delta que lo deposita en el Atlántico. El Caroní, por su parte, tampoco quiere al Orinoco. Sus aguas se mantienen separadas no porque el otro lo rechace, sino porque él mismo prefiere mantenerse alejado, puro, lejos de la muerte y mucho más de la subordinación al imperio de su hermano rival. Así, poderosos y altivos, avanzan por decenas de kilómetros sin juntar sus aguas, meneándose y abrazándose pero claramente separados hasta extinguirse en la totalidad del mar. Parece que ni siquiera se hablaran, que se ignoraran, que actuaran como si el otro no existiese y cada uno se sintiese el único con derecho de brillar en su marcha por el interior de Venezuela.

En la conjunción de estos dos ríos enormes se levanta el núcleo urbano más importante de la región. Ciudad Guayana, compuesta principalmente por los asentamientos de San Félix, en la ribera oriental del Caroní, y Puerto Ordaz, en la ribera occidental, es el polo de desarrollo más activo e importante del sur de este país. Al llegar a esta ciudad desconcertante, que se aproxima velozmente al millón de habitantes, he alcanzaio el corazón de la Orinoquía, la segunda cuenca fluvial más caudalosa del mundo. Para hacerlo, pedalée cerca de 400 kilómetros desde la costa caribeña de Cumaná y el Golfo de Cariaco, en el Estado Sucre, atravecé el Macizo Oriental venezolano y avancé por los llanos bajos de Monagas directamente hacia el sur.

Con el mar a mis espaldas, lo primero fue adentrarme por la zona montañosa de Caripe, en la que llegué a superar los 1.200 msnm. Durante dos etapas me vi de vuelta en desniveles muy parecidos a los que antes eran pan de cada día durante la travesía de los Andes. La combinación del calor extremo de la costa y la rugosidad de las montañas probó ser agotadora. El primer día no pude cumplir la meta en la que había pensado y tuve que pedir posada en la estación de bomberos de Santa Cruz de Cariaco. El bombero local, Luis, cocinó una poderosa cena y me instruyó durante horas acerca de la fruticultura local. Se divertía mucho escuchando los nombres que en el Ecuador le damos a frutas y verduras: "papaya" en lugar de "lechosa", "maracuyá" en lugar de "parchita", "sandía" en lugar de "patilla", "banano" en lugar de "cambur", "calabaza" en lugar de "aullama", etc. La lista es interminable.

Como buen venezolano, también habló horas y horas de política y no se guardó sus opiniones acerca del gobierno actual. Yo he aprendido a balancearme bien entre las facciones tajantes de gobiernistas y opositores, al punto de que ahora puedo llevarme bastante bien con uno y otro lado. Lo que no he logrado, en cambio, es forjarme una opinión personal del asunto. He escuchado tanto bueno y tanto malo, y siempre en términos tan radicales y firmes (para uno y otro lado), que hasta ahora no sé si esta llamada "Revolución Bolivariana" es un éxito o un fraude, o si Chávez es un visionario o un charlatán. En términos muy generales, parece que los pudientes sienten que el gobierno se mete en todo y lo arruina, mientras que los no pudientes sienten una renovación de oportunidades y promesas que ahora sí va en serio. Yo he decidido aplicar mi derecho de extranjero a no tener opinión en el asunto y simplemente informarme de lo que dicen unos y otros. De lo contrario, tal como están las cosas aquí en Venezuela, uno se juega la cabeza.

Temprano al siguiente día me despedí de Luis y emprendí un largo ascenso por las estribaciones del Cerro Negro. Desayuné en la población de Santa María y rematé unos 15 kilómetros más adelante en Sabana de Piedra (me he hecho fan del doble desayuno, je). Hacia las 10 de la mañana ya había abandonado el Estado Sucre y subía los últimos metros en los alrededores de San Agustín. Antes de las 11 estuve en las puertas de un impresionante monumento natural del que me habían hablado prácticamente desde que crucé la frontera con Colombia: la Cueva del Guácharo. Encargué mi bicicleta en la dirección del parque y decidí descansar el resto del día para gastarlo en actividades turísticas.

La particularidad de la Cueva del Guácharo, además de ser la más grande de Venezuela y una de las más grandes de Sudamérica, es que resulta ser la casa de millares de guácharos, pájaros frutívoros nocturnos que anidan en la cueva y por las noches salen en bandadas inmensas a conseguir comida por los alrededores. Humboldt visitó la cueva en 1799, pocos años antes de recorrer los territorios de la Audiencia de Quito y realizar su famoso ascenso al Chimborazo. En su expedición ingresó unos 400 metros hacia el interior de la cueva. No avanzó más a causa de una creencia local: hasta ese punto llega el último rayo de luz perceptible desde la entrada. Los indígenas locales (que también se consideraban hijos del sol como los habitantes precolombinos de nuestros Andes) pensaban que seguir más allá de esa marca significaría marchar en ausencia de la deidad suprema y, por ende, poner el alma a merced de la perdición. Humboldt se vio obligado a respetar la creencia y no pudo recorrer los 1.200 metros que hoy en día se recorre en el circuito turístico. La cueva, en realidad, alcanza una profundidad de más de 10 kilómetros, pero para recorrerlos hace falta permisos especiales y, sobre todo, experiencia en espeleología.

Los guácharos, aunque nocturnos, no son ciegos. Dentro de la cueva se desplazan utilizando un sistema de sonar similar al de los murciélagos, pero afuera utilizan sus ojos. Sus pupilas ultrasensibles les sirven para conseguir comida durante sus correrías por los bosques de la región aun durante una noche oscura. Esta particularidad los hace extremadamente débiles frente a los flashes fotográficos, por lo que está prohibido entrar a la cueva con cámaras. No pude más que tomar algunas fotografías de la entrada de la cueva. El sorprendente mundo mineral que esconde el interior de la cueva está reservado para quienes puedan llegar a entrar y recorrerla.

Esa noche puse mi carpa en los patios del Parque Nacional y me bañé en una poza de agua formada al pie de un salto de agua al que había que llegar caminando unos 2 km. Tuve la suerte de presenciar la salida masiva de los guácharos al anochecer, lo cual iba acompañado de un escándalo aún mayor del que se escuchaba al interior de la cueva, donde los pájaros gritan asustados para advertir a los visitantes de su presencia, y tratar de alejarlos.

La siguiente etapa consistió en atravezar una de las zonas más bonitas que he visto desde que entré a Venezuela. Las poblaciones de Caripe y el Guácharo están situadas al interior de un macizo no muy alto pero muy irregular y con varios picos vistosos. Luego de algunas subidas de pocos kilómetros y explanadas a través de arboledas rojas y amarillas, empecé un descenso de lo más divertido hacia los famosos llanos venezolanos. Esa noche la pasé en Maturín, capital del Estado Monagas, donde fui acogido por un tío de Jonathan (José Luis) y su familia. Volví a ser recibido con asado, abundante cerveza y una comitiva de jóvenes que me enseñaron algunos juegos de naipes que nunca llegué a entender del todo (en Venezuela se utiliza la baraja española, que tiene oros, bastones, espadas y copas en lugar de diamantes, corazones, tréboles y picas, como la que utilizamos nosotros).

Dos días por llanuras completamente planas y exageradamente calientes fueron el camino que recorrí para llegar al último estado que conoceré en Venezuela: Bolívar. Tal como lo esperaba, la inmensidad de las rectas que se funden en el horizonte y el estatismo del paisaje llegó a cansarme pronto. Según me dice la gente local, he venido junto con la ola de calor más "arrecha" de los últimos años. Cada día es más caliente al anterior, las nubes cruzan el cielo sin visos de agua, y todo el horizonte está constantemente cubierto de "calina", un fenómeno atmosférico derivado directamente del calor que se percibe como una neblina ligera pero omnipotente que impide contemplar mayores detalles del paisaje y crea una sensación de contaminación peligrosa.

El día que llegué a Maturín, además, fue el día de la reapertura de la vieja herida de Sherpa. Ya sea porque el cuadro es muy pequeño para mi estatura o porque las anteriores reparaciones han sido deficientes, lo cierto es que el postín del asiento genera una palanca en el cuadro que con el tiempo hace ceder al aluminio y lo fisura. Se trata de un problema grave y es la tercera vez que se presenta (la primera vez fue en Quito, al término de la primera etapa de SAP, y la segunda en Colombia). Tanto Sherpa como yo sabemos que, en el fondo, son los síntomas de una enfermedad terminal. Noy hay más que curas parciales e incompletas: por más que el cuadro vuelva a ser soldado una y otra vez, terminará por romperse. Todo en una bicicleta puede ser cambiado, incluso el cuadro, pero yo siento que los tubos rojos de Sherpa no pueden ser sino de ella. Son su corazón y escencia. Parece no muy lejano el día en que Sherpa (que tiene ya una historia de unos 15.000 kilómetros y 7 países) se vea forzada al retiro.

Pero Sherpa, como el Caroní al encontrarse con el Orinoco, se resiste a morir. Cuando, cerca de Maturín, un ciclista con el que conversaba me habló de una tienda en la que podría comprar cuadros baratos, ella me quedó viendo con ojos de furibundo desconsuelo. Los siguientes ciento y pico de kilómetros fueron más bien silenciosos. No conversamos tanto como normalmente lo hacemos.

Cerca de una localidad llamada Mata Negra, en vista de la ausencia de pueblos cercanos donde pasar la noche, decidí internarme en un bosque de pinos aledaño a la carretera y plantar mi campamento (se trata, en realidad, de una de las plantaciones artificiles de pinos más grande del mundo, cuya extensión abarca regiones de los estados Monagas, Bolívar y Delta Amacuro; yo solamente ingresé a un fragmento mínimo). Durante la noche hizo tanto calor que salí de la carpa y me acosté prácticamente desnudo a la interperie. Me agobiaba no solamente la temperatura, sino el empeoramiento de unas irritaciones en las ingles contra las cuales mi buen amigo Desitín se ha declarado impotente. El chiste de abrir la carpa en media noche me permitió dormir unas cuantas horas, pero me costó una batalla singular contra un ejército de "bachacos" (hormigas grandes con tenazas en la boca) que me atacó en la madrudada. El combate terminó con decenas de mordidas en mis piernas y brazos e incontables bajas en el bando contrario.

Ante todo esto, Sherpa parecía sonreír. No es que le causaran gracia mis molestias, pero me hacía saber que no era solamente ella la débil. Que estábamos juntos en eso. Esa mañana, luego de juntar mis cosas para continuar, nos prometimos fidelidad mientras dure SAP. Si ella muere, yo desisto. Si yo me rindo, ella me acompaña.

Para llegar a Ciudad Guayana tuve que cruzar la unión del Orinoco con el Caroní sobre una gabarra. Existen dos puentes que atraviesan el gran río, uno en medio camino hacia Ciudad Bolívar, unos 30 kilómetros al occidente, y otro pasando esa ciudad, unos 50 kilómetros más allá. Lo más sencillo para seguir hacia el Brasil era tomar la gabarra y salir directamente a San Félix, la zona más antigua de Ciudad Guayana y su centro administrativo (Puerto Ordaz, del otro lado del Caroní, es la zona más desarrollada y moderna, además del centro económico y comercial de la zona). Allí me esperaba Vicente May, un amigo de Neudy Monsalve, que ha sido mi guardián en toda Venezuela desde que lo conocí en la lejana Mérida. En casa de Vicente he sido alojado durante ya tres noches que espero serán mi preparación para la siguiente etapa en la ruta a Manaos.

Vicente decidió abandonar su trabajo de taxista y dedicarse por completo a atenderme, cuidarme y pasearme. Según él, no lo hace por mí, sino por evitarse "un pedo con Neudy", que es su gran amigo. Vicente ha sido ya el colmo de la amabilidad y hospitalidad venezolana. Ha tomado tan a pecho su función de padre que bajo su custodia tanto Sherpa como yo hemos recibido cuidadosa atención médica. Lamento no tener fotos de la cirugía a la que Sherpa tuvo que someterse, porque fue impactante: tuve que verla descuartizada sobre un quirófano del que saltaban chispas, polvo de aluminio y pedazos de cable. La resurrección final se la hizo en un taller local cuyo técnico ha sido el mejor que encontrado en Venezuela. Finalmente, Sherpa anda otra vez rodando como nueva, lista para continuar la aventura y con el ánimo fuerte. Mi intervención no fue tan salvaje como la de ella. Me la reservo; suficiente con haber ventilado la intimidad de mis ingles.

Lo que hace de Ciudad Guayana un pujante centro de desarrollo es la conjunción de varias industrias mastodónticas. En primer lugar, la ciudad administra el complejo hidroeléctrico que provee el 75% de la energía que consume Venezuela. Las represas de Guri, Tocoma, Caruachi y Macagua (solamente conocí esta última) son realmente sorprendentes. Antes de la construcción de la presa de Iguazú en la frontera entre Argentina, Paraguay y Brasil, fue la central hidroeléctrica más grande del mundo, y aún ahora, en que las Tres Gargantas de China está por ponerse a funcionar, ocupa el tercer lugar en esa lista. Todas estas represas utilizan aguas del Caroní y crean embalses que, sumados, equivaldrían en el Ecuador a una provincia entera. Por si fuera poco, el embalse de Macagua está en medio de la ciudad. Para llegar a las compuertas solamente hace falta tomar una de las avenidas que comunican San Félix con Puerto Ordaz.

Una buena parte de esa energía eléctrica se consume directamente en el otro gran polo de desarrollo de la ciudad: la industria metalúrgica. Los parques industriales de Matanzas y Cañaveral, en las afueras de Pto. Ordaz, son verdaderas ciudades de fábricas, tendidos eléctricos, autopistas, terminales y demás. No sé de nada en el Ecuador con lo que se pueda comparar esa magnitud. La industria más grande es la Siderúrgica del Orinoco (Sidor), que tiene más de 18.000 empleados. Junto a ella se levanta una gran cantidad de industrias que trabajan especialmente el aluminio, pero también otros metales. Mientras más conozco de la riqueza desmesurada de Venezuela, más entiendo el espíritu de este país. Como dice Vicente, la mayoría de venezolanos no se da cuenta de que es rica. No es raro encontrar ranchos aparentemente muy empobrecidos con hasta dos carros flamantes afuera, antenas de Direct TV y plantas de aire acondicionado. Lujos como esos aquí los puede costear hasta un "buhonero" (vendedor ambulante).

Con la visita al Orinoco he completado un punto para mí muy importante en los recorridos de Sudamérica a pedal. En Ciudad Bolívar, antigua Santo Tomé de Guayana de Angostura del Orinoco, Bolívar orquestró el famoso congreso que dio vida a la Gran Colombia en 1819. En el marco de las guerras de independencia sudamericanas, podría decirse que desde Angostura partió la campaña definitiva que se selló en los campos de Junín y Ayacucho. Así pues, aquí termino de conocer todas las regiones que recorrió el Libertador en la América del Sur, con la gran excepción, quizá, del Caribe colombiano.

Esta ciudad que a mí me parece llena de agua (a pesar de que Vicente y los demás lugareños afirman nunca haberla visto tan seca) ha sido un excelente preámbulo para la última etapa venezolana. Si todo va bien, el siguiente post lo escribiré unos 600 kilómetros más al sur, en el extremo del Estado Bolívar, a pocos kilómetros de la frontera con el Brasil.

Ciudad Guayana, Venezuela, jueves 11 de marzo de 2010.

4.319 kilómetros recorridos.

jueves, 4 de marzo de 2010

Margarita está linda la mar

El principal acontecimiento de los pasados días ha sido mi visita y recorrido ciclístico por la Isla de Margarita, principal y más grande de las que conforman Nueva Esparta, el único estado insular de Venezuela. Ir a la isla -famosa por ser un centro vacacional de grandes proporciones en donde se reúnen todo tipo de turistas, desde veteranos europeos en busca de algo de sol hasta hordas de colegiales sudamericanos dispuestos a beberse el mar entero en apenas un par de días- implicó un desvío total de la ruta hacia el Brasil, así como más permanencia de lo previsto en la región caribeña de Venezuela, pero tanto me habían recomendado la visita que decidí no irme sin hacerla. Y valió la pena.

El viaje en ferry se hace desde Puerto La Cruz y tarda unas 3 o 4 horas en barco nuevo, y 5 o 6 en barco viejo. El transporte rápido, que fue el que tome a la ida, es cerrado. El paisaje puede contemplarse a través de amplios ventanales, pero no hay mucho lugar para las fotos desde ahí. El transporte lento, en cambio, permite subir a cubierta y pasear con el mar a plena vista. Para un turista, la letitud se paga plenamente con la mejor contemplación de los paisajes costaneros. Pensando que el retorno sería similar a la ida, al volver dejé mi cámara guardada en la bodeja del barco, junto con mi bicicleta, lo cual me hizo perder la oportunidad de tomar fotos espectaculares tanto del muelle en Margarita como de todo Puerto La Cruz. Hasta ahora me lamento del error.

Con todo, arribé a Punta de Piedras, en la cara sur de Margarita, a eso del mediodía del 28 de febrero. Desde la salida en Pto. La Cruz tuve inconvenientes con la llanta posterior, que se desinfló cuatro veces ese día (ah, cierto: ¿un pinchazo en todo el viaje, JAD? ¡Habla serio!). Aunque parché a conciencia el pinchazo en el interior del ferry, al llegar la llanta estaba baja de nuevo. Perdí bastante tiempo en los arreglos y por tanto llegué tarde a El Guamache. En ese pequeño pueblo me esperaba Juan de Mata Marval y su esposa Elis, padres de Elietty, una vecina de la familia de Jonathan en Barcelona que había hablado con ellos para que me ayuden. Doña Elis me dio de comer en seguida, para luego darme indicaciones y recomendaciones acerca del trayecto en la isla. Dejé encargada mi alforja trasera y salí rumbo a la playa El Yaque, a la que nunca llegué por malinterpretar las direcciones de Elis y perder rumbo. Tras más pinchazos, mucho sol y una marcha de cerca de 60 km llegué a la ciudad de Porlamar, uno de los principales centros urbanos de la isla. Al poco tiempo establecí contacto con María Feranda Serra, cuya familia me alimentó y me dejó pasar la noche en su casa de Los Robles, cerca de Pampatar, la ciudad más grande de Margarita. El contacto lo habían hecho más amigos de la familia de Jonathan en Pto. la Cruz.

Durante la siguiente jornada recorrí unos 80 km por las playas norteñas de la isla, no sin antes visitar la ciudad de La Asunción, capital de Nueva Esparta. Por los bordes de las playas El Tirano, El Parguito, El Agua y otras pedalée en terno de baño y chanclas, de vez en cuando corriendo hacia la arena para mojar los pies. En Manzanillo me detuve por al menos unas dos horas para bañarme en el mar y tomar jugos de fruta. Manzanillo, además, es el punto más septentrional de Margarita y el límite máximo de mi travesía hacia el norte. Mientras pedaleaba hacia la población de Juangriego y luego a La Guardia para salir de vuelta a El Guamache, empezaba, por tanto, mi trayecto hacia el sur. Pasé la segunda noche en Margarita en casa de los Marval, que me llenaron de comida (tanto cena como desayuno) y compartieron un buen momento conmigo.

En Margarita probé carite, sierra, camarones rebosados y algunas otras delicias marítimas del Caribe. También pude hacerme una buena idea de la distribucción espacial de la isla y contemplar, además de sus playas de paraíso, los vacíos desiertos del interior. Aparte de novedades culinarias y sorpresas geográficas, Margarita también se me presentó como una tierra de gente alegre y amigable. En Punta de Piedras un taxista me ayudó a parchar la llanta y una vendedora de dulces me regaló un mapa de Nueva Esparta. En el caserío de Los Marvales, paraje desértico y desolado, entablé amistad con la señora de una tienda (volví a visitarla el día siguiente, cuando regresaba a El Guamache). En Manzanillo me regalaron batido de melón y en Juangriego el encargado de unas cabinas telefónicas se emocionó al enterarse que es posible viajar entre Ecuador y Venezuela por vía terrestre, al punto de darme las gracias simplemente por darle la idea de visitar a su tío en Guayaquil. Los venezolanos del continente dicen que los margariteños, junto con los merideños, son sus compatriotas más amables. Tengo el gusto de poder confirmar ambos datos.

En algún momento, mientras me detenía junto a un letrero solo posible en estas latitudes para ocuparme de un pinchazo, empecé a escuchar gemidos en los alrededores. Al principio pensé que era algún animal salvaje. Luego me convencí que se trataba de un perro que se quejaba. De pronto me pareció que los gemidos venían de un grupo de bolsas de basura que estaban apiladas al borde del camino. Me acercé. El sonido no era constante ni fuerte, así que no pude encontrar el origen exacto, pero me pareció que se trataba de un cachorro agonizante arrojado ente la basura. El asunto me pareció de lo más grotesco. Terminé de parchar la llanta (con el acompañamiento esporádico de los gemidos) y busqué algún palo para tratar de abrir las fundas. Con todo, cuando intenté hacerlo el sonido se había detenido y no encontré nada. Nunca sabré si se trataba en realidad de algún perro moribundo o algún otro animal en los alrededores. No me queda más que la anécdota. La anoto porque en ese momento me llenó de asco y pena.

El segundo día de recorrido por la isla el eje delantero de Sherpa empezó a sonar y al poco tiempo se rompió. Todo el resto del día avancé con la llanta semi-suelta. No había mayor problema una vez que me acostumbré al traqueteo y la inestabilidad, pero la larga distancia terminó por destrozar el eje. Lo sorpresivo era que Sherpa había pasado en taller todo un día en Barcelona y el eje era flamante. Al volver al continente, tuve que volver a casa de Jonathan e internar a Sherpa de nuevo en terapia. Pasamos horas con el mecánico examinando cada pieza interior de eje. Finalmente cambiamos todo, pero nunca nos quedó claro qué fue lo que falló. Aún después de los arreglos la rotación de la llanta no es perfecta, a pesar de que todas las piezas son nuevas. Ahora avanzo con la esperanza de que la compostura aguante y la llanta no vuelva a soltarse.

Pasé una noche más en Barcelona y me pude despedir mejor de la familia de Jonathan y sus vecinos. No puedo dejar de mencionar que la generosidad llegó a tanto que salí de la ciudad con mucho más dinero del que tenía cuando entré. Todos los vecinos colaboraron para engrosar mis arcas en por lo menos unos doscientos dólares, con lo cual espero tener cubierto todo el resto de camino por este país. La noche antes de partir a Margarita se organizó una pequeña despedida improvisada. Carolina, una vecina chilena, sacrificó uno de sus deliciosos pasteles en mi honor y hasta "se robó" una pequeña pieza del odómetro de la bicicleta de su esposo para suplir una que yo había perdido. Por suerte en mi día de retorno pude devolvérselo.

Finalmente salí de Barcelona/Pto. La Cruz con dirección a la ciudad de Cumaná, todavía sobre la costa. El camino, que ya había conocido cuando viajamos en carro para visistar las playas de Mochima con Marisol (mamá de Jonathan) y Rafael (su esposo, que es ecuatoriano), resultó agradable y divertido. El calor fue tan inclemente como de costumbre, y hacia la tarde el dolor de rodillas apareció nuevamente, a pesar de que había utilizado rodillera todo el tiempo. Por la mañana de ese día, poco después de pasar junto a la tumba de un ciclista (seguramente atropellado en ese lugar de la carretera), tuve un encuentro muy digno de mención: en dirección contraria por el camino avanzaba Sekiji Yoshida, un japonés de Osaka que ha viajado en bicicleta por toda América, en gran parte por las mismas rutas que yo he recorrido tanto en esta travesía como en la anterior.

Con su paso por Venezuela, Sekiji completa un viaje que se inició hace casi 5 años (aunque ha tenido largos recesos, como un año entero en México y otros ocho meses en Japón para recuperarse tras un grave accidente en Casma, Perú). Excluyendo a las Guyanas y Suriname (separadas casi naturalmente por cultura e historia), Sekiji ha recorrido todos los países de América del Sur, además de gran parte de Centroamérica y Estados Unidos. Toda la información que me dio acerca de la ruta que seguiré en las próximas semanas fue buenísima. Incluso me metió en la cabeza otras expediciones, de las que hablaré cuando el tiempo lo exija.

Luego de despedirme de Sekiji (http://www.sekiji.net/), un dia relativamente corto pero muy caliente me trajo hasta Cumaná, capital del Estado Sucre y ciudad natal del mismísimo Mariscal de Ayacucho. Aunque aquí en Venezuela la figura de Sucre no es tan descollante como resulta para nosotros o incluso para los bolivianos, su memoria es enaltecida y respetada en esta ciudad lejana. Tenía mucha curiosidad por visitar el museo erigido en su nombre y de enterarme de algunos detalles quizá remotos desde nuestra perspectiva, como su bautizo en la iglesia de Santa Inés o sus años al servicio del margariteño Santiago Mariño, el "libertador de Oriente". De todas formas no fue mucho lo que pude ver. La gran mayoría de cuadros y documentos exhibidos son reproducciones de material cuyos originales puede hallarse en Caracas, Sucre (Chuquisaca) o, en su mayor parte, Quito, y que por tanto ya había visto en el pasado. Quizá lo que más llamó mi atención fue una muy completa colección de billetes y monedas ecuatorianas que parecen causar tanta nostalgia a los cumaneses como a nosotros.

Cumaná, que fue la primera ciudad fundada por españoles en Sudamérica, es ahora un puerto relativamente pequeño (todo el municipio no supera los 300.000 habitantes) y una ciudad secundaria en el Oriente venezolano. Los desarrollos más bruscos y modernos de ciudades como Puerto La Cruz, en la costa, y Puerto Ordaz, en el Orinoco, han eclipsado su antigua importancia. La ciudad también registra un par de fuertes terremotos en el pasado que la redujeron a escombros. De todas formas, ciertas zonas del centro mantienen un estilo tradicional muy atractivo y sobreviven, al menos en parte, algunas edificaciones relevantes como el Castillo de San Antonio, desde donde se contempla toda la urbe moderna.

Aquí se terminá de una vez por todas mi visita al caribe venezolano. Para los que me estaban felicitando ya por el Amazonas, pues que no se apuren. Es cierto que para llegar al Brasil apenas me falta por atravesar dos estados de Venezuela. Sin embargo, el uno (Monagas) es en sí mismo más grande que todas las provincias ecuatorianas que atravecé para llegar a Colombia. El otro, (Bolívar) es apenas un poco más pequeño que el Ecuador entero. Alcanzada la frontera, además, me quedarán más de 1.000 km más para llegar al gran río.
La marcha, pues, continúa.

Cumaná, Venezuela, jueves 4 de marzo de 2010

3.882 kilómetros recorridos.