martes, 22 de junio de 2010

Primeros amigos, primeros kilómetros

Primeros días de septiembre de 1998. Una mañana común de verano en la Sierra ecuatoriana. Poca gente en la Plaza Sucre, Riobamba. Quizá sea un fin de semana, quizá no, a nadie parece importarle. Un grupo de amigos se acomoda en las escalinatas de la Pileta de Neptuno, frente al Colegio Maldonado, y se hace tomar una fotografía por una de las curiosas cámaras antiguas que funcionan en el parque. A algunos ya los conocemos, aunque quizá con otros nombres. De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Juan Fernando Dueñas ("Kangá"), David Morales ("Morris"), Andrés Landázuri ("Gordo"), Gabriel Crespo ("Gabra"), Mario Salvador ("Marito"), Felipe Reinoso ("Negro") y José Antonio Álvarez-Torres ("Simba"). Esta es la única foto que existe de todo el grupo de siete que, durante treinta días de ese verano, realizó el viaje más intenso de sus vidas. Fue nuestra famosa "Vuelta al Ecuador".

Yo tenía 16 años. Mi primer "paseo" en bicicleta había ocurrido cuatro años antes, cuando cursaba el primer curso del colegio. El trayecto de ese día consistió en los 3,5 kilómetros que separaban mi casa de la Jipijapa hasta el Colegio San Gabriel, en la América y Mariana de Jesús. Estaba tan nervioso e inseguro que en la mitad de la subida de la Naciones Unidas me detuve para vomitar. Felipe me miraba con asombro mientras trataba de tranquilizarme. Bastante le había costado convencerme de tomar una bicicleta y realizar eso que yo creía una proeza. Hasta ese entonces yo no sabía que era posible recorrer distancia alguna en bicicleta. Pensaba que se trataba de un juguete de fin de semana, para dar vueltas en algún callejón del barrio o, exagerando, pasear por La Carolina. En las pasadas semanas, sin embargo, Felipe me había hablado de grandes proyectos. Me decía que él se había ido en bicicleta hasta Carcelén, y que podríamos salir a hacer paseos en las bicis. Eso quería decir salir mucho más allá de nuestros barrios, dejar incluso la ciudad. Yo no estaba del todo seguro, pero me dejaba llevar. Unos días después del gran estreno, un segundo paseo fue subir de la Jipijapa hasta Monteserrín, al terreno en donde entonces mis padres estaban construyendo la casa en donde ahora viven. Subir por la Río Coca y luego por la calle de Los Naranjos me costó unas tres horas, muchas paradas, y constantes "empujones" del Felipe, todavía asombrado por mi debilidad.

En casa, el ciclista era mi padre. Él gustaba de salir a pasear en bicicleta, e incluso había tratado de involucrarnos en ello a alguno de los tres hermanos. Yo había tenido bicicletas desde muy pequeño, sin que ninguna de ellas me haya dejado mayor marca. Recuerdo vueltas por las callecitas de la urbanización residencial de El Inca en donde nací y fui criado. También tengo en la memoria un titánico descenso a la Mitad del Mundo bajo el mando de mi tío Fabián, único aliado de mi padre en sus aventuras. Mi primera bicicleta "de las buenas" fue una "Viking", de hierro, verde, quince marchas, tensor "Falcon" y componentes "Sun Race". Mi padre tenía una "Top Gun" que aún existe y rueda por ahí. Pero mientras la Top Gun de mi padre paseaba por los alrededores de nuestra casa cada fin de semana, mi Viking seguía estacionada en el garaje, sin saber para qué había venido al mundo e infinitamente desconsolada por su silencioso destino. Mi padre hablaba de bajar a Guayllabamba en bicicleta, y más de una vez expresó en voz alta su sueño de viajar hasta una propiedad de mis abuelos en el Carchi, periplo para el que ya tenía pensadas etapas, distancias, hospedajes y todo tipo de logística. A mí todo eso me parecía no solo imposible, sino ridículo. No era capaz de verle el sentido que podía albergar. Me limitaba a sonreír para mis adentros cada vez que mi padre salía con una de sus locuras. Mi madre hacía lo mismo.

Tuvieron que llegar los años de la adolescencia y la influencia peligrosa de los nuevos amigos para que yo sea capaz de descubrir lo que mi padre tantas veces había tratado de mostrarme. Y fue gracias a un amigo que, en más de un sentido, hizo las de padre. Casi dos años mayor a mí, mucho más despierto, sabido y experimentado que yo en muchas más cosas que el ciclismo, Felipe tomó casi como una misión personal la de sacarme el miedo a hacer cualquier tipo de actividad, y no solamente física. Fue casi a empujones que me hizo salir de casa esa mañana para pedalear hasta el colegio. Y con eso hizo mucho más que simplemente "sacarme de casa". Lo mismo para la segunda y la tercera vez. Y muchas más. Para mí, cada pedaleada era un martirio y un descubrimiento. Tímido y prácticamente obeso, no tenía músculos capaces de sostenerme por mucho tiempo. O creía que no los tenía. Nunca me había atrevido a intentar nada de eso. Ni siquiera se me había ocurrido. Felipe quizá solamente buscaba un compinche que lo acompañase en las correrías que quería iniciar; yo estaba a mano y era fácil de convencer. Empezamos, con todo, a organizarnos, a interesarnos por lo que de pronto habíamos puesto frente a nosotros, a hacer lo que hacía mi padre, lo que hacemos tantos: soñar sobre pedales.

En muy poco tiempo la jorga creció. El Mario estuvo ahí desde el principio, o casi. Lo mismo el Juan Fer y todos los demás. Las correrías de fin de semana empezaron a poblarse de amigos y curiosos. Nuestras familias, entre temerosas y emocionadas, empezaron a vigilar nuestro camino. Quisieron hacerlo, al menos. Nosotros no éramos "vigilables". De las avenidas centrales a los barrios periféricos, y de ahí a los suburbios. Empezamos a descubrir y recorrer caminos por las laderas del Pichincha, por los alrededores del Ilaló, por los cañones del Guayllabamba o las llanuras de Machachi. En cualquier momento alguien salía con una nueva idea, una nueva ruta. Nos lanzábamos a andar por cualquier parte, conociéndonos y conociendo nuestro pequeño mundo sin ninguna pretensión fuera del placer de hacerlo. Yo sufría mucho más de lo que el resto pensaba. Quizá ellos lo hacían también. Mi historia con la bicicleta fue desde el principio conflictiva: nunca, aún ahora, me siento del todo capaz de hacer lo que hago, pero cada vez que jugueteo con mis propios límites, descubro que puedo ir mucho más allá de lo que imagino. En esos primeros años, cada vez que salíamos a pasear, yo tenía que superar una montaña de sentimientos en contra. No recuerdo un solo paseo en el que no haya sentido deseos de dejarme vencer. Me empujaba la intuición de que algo importante se forjaba. En el fondo, siempre entendí bien el mensaje que me habían traído el optimismo y los empujones del Felipe: quien no se atreve a vivir, no vive. Había, pues, que hacer el esfuerzo.

Fueron años dorados. No sólo para nosotros. El ciclismo de montaña en general tuvo un auge sin precedentes. Fueron los años en que Bicisport empezó a importar bicicletas especializadas y el deporte empezó a organizarse en todo el país. Los años de Bike Tech y Páramo, de Bike House y la Biciteca. Los años en los que el "Chaquiñán" de Tumbaco se llamaba "la vuelta del murciélago" (y era un verdadero chaquiñán), y "la ruta del sol" en la costa era una cosa para muy pocos pioneros atrevidos. Las bicis de hierro salieron del negocio. El cromo-molibdeno era una revelación y el aluminio un lujo. Montañeros y downhileros se hicieron famosos dentro y fuera del país. Se organizaban paseos multitudinarios todos los fines de semana, habían competiciones de todo tipo e incluso se realizó, por muchos años seguidos, un campeonato nacional de ciclismo de montaña cuyas válidas se realizaban en muchos puntos de la Sierra. Nosotros fuimos parte de ese auge con una candidez que ahora me resulta incomprensible. De mis participaciones en competencias oficiales quedan no pocas anécdotas inolvidables. Mi mejor posición fue llegar una hora después del penúltimo, que era el Mario, y recibir una medalla al mérito por no haberme querido retirar de una válida nacional en Cuenca donde los únicos que esperaron lo suficiente para recibirme en la meta fueron mis amigos.

El Felipe comandó siempre el pelotón, pero éramos un grupo pequeño entre muchos que aparecieron por toda la ciudad, por todo el país. Gran parte de nuestras amistades fuera del colegio era gente de alguna u otra manera relacionada con la bicicleta. Gran parte de nuestra vida, en realidad, tenía que ver con la bicicleta. Los paseos de fin de semana empezaron a quedarnos cortos. Tras un par de años de exploración, ya nos sabíamos de memoria la mayoría de rutas cercanas a la ciudad. Muchas de ellas se volvieron después vueltas clásicas, como la subida a las antenas del Pichincha, la vuelta al Pululahua o el descenso a Mindo por la carretera que pasa de Nono a Tandayapa. Habíamos repetido cada paseo muchas veces. Habíamos crecido mucho, y nuestras bicicletas ahora eran respingados caballitos estilizados y muy tecnológicos. En algún momento, quizá por influencia directa de mi padre, se empezó a hablar del viaje al Carchi. En julio de 1996, con catorce o quince años y los pelos pintados de colores extravagantes, recorrimos unos 220 kilómetros desde Quito hasta una finca en la parroquia de Chitán de Navarretes, un poco más al norte de la ciudad de San Gabriel, en la provincia del Carchi. En esos tres días nacimos a una nueva dimensión de nuestras vidas de ciclistas: nacimos como cicloruteros.

La bici no lo era todo, pero era algo fundamental. Nada con respecto a ella parecía tener el poder de detenernos. Entre conocidos, amigos cercanos y panas del alma, seguíamos consumiendo llantas y elaborando planes cada vez más grandes. Era algo muy espontáneo, muy vital. Siempre hubo un gran componente de alegría en nuestra relación con la bicicleta. Con ella éramos capaces de ser felices sin procurar gran cosa: un grupo de amigos perdidos por ahí, compartiendo comida, agua o golosinas, viviendo la camaradería de los grandes días de aventura y cansancio. Las cosas crecían. En 1997 recorrimos un buen pedazo de lo que hoy en día se conoce como "la ruta del sol". Fueron algo así como 450 km en unos 9 días. Antes de eso habíamos realizado ya varias tentativas hacia el Oriente, con una serie de fracasos divertidos, e innumerables recorridos por algunas provincias de la Sierra. Subíamos montes, cruzábamos cañones, descubríamos paisajes. A la par, formábamos parte de los primeros movimientos de ciclismo urbano en Quito. Aunque nunca llegamos a ser activistas, resultó suficiente con ser jóvenes y utilizar la bicicleta como medio de transporte: con ella íbamos a clases, con ella salíamos a hacer amigos, con ella nos relajábamos y nos volvíamos inseparables.

Durante cierta conversación telefónica con el Morris, surgió la idea de recorrer el país entero. Nuestros amigos del Pestalozzi estaban planeando una travesía desde Quito hasta Manaos, un mega viaje auspiciado por un montón de gente y en el que se involucraba esa institución educativa por entero. Nosotros les teníamos envidia. No queríamos quedarnos atrás. No podíamos. Empezamos con reuniones, discusiones, peleas. Consolidamos un grupo de siete personas y, durante todo el mes de agosto de 1998, recorrimos unos 1.600 kilómetros por el Oriente y la Sierra del Ecuador. Nuestra "Vuelta" no incluyó la Costa en aquella ocasión, pero eso no impidió que el viaje fuese un éxito total. Una suerte de clímax, sin duda. En él se conjugaron todos nuestros años de descubrimiento sobre ruedas. Aún hoy en día pienso en ese mes de agosto como un punto decisivo. Ni siquiera Sudamérica a pedal ha logrado quitarle a esa vuelta su trono de reina máxima. Éramos muy jóvenes y muy atrevidos. Volábamos muy alto, y quizá nunca volvimos a topar el suelo.

Lo que vino después quizá sea demasiado relleno como para ponerlo aquí. El ocaso fue gradual y casi imperceptible. Formamos un club de ciclismo en el colegio y con él conquistamos a toda una nueva generación. Empezamos a transmitir a los novatos un poco de todo lo que habíamos experimentado por iniciativa propia. Viajamos más, por nuevos caminos, con nueva gente. Provocamos que muchos nuevos ciclistas se aventuren a iniciar su ruta e incluso hicimos alguna tentativa por rutas fuera del Ecuador. En el fondo, sin embargo, nunca volvió a repetirse algo tan descomunal como nuestra "Vuelta". Por años, ése fue el gran tema de nuestras aventuras y sueños, nuestro punto de encuentro como un grupo de personas hermanadas por algo más que la amistad. Con el fin del colegio y la correspondiente diáspora del grupo las cosas empezaron a enfriarse. El Mario se fue a estudiar a Cuba (por eso lo de "cubano"; lo de "rata" lo saben y recuerdan solo nuestros lectores más antiguos). Al Morris le robaron la bici en un momento en el que no resultaba necesario un reemplazo inmediato. El Gabra no volvió a involucrarse con la bicicleta y el Simba encontró una nueva pasión a la cual dedicarle todo su esfuerzo, la música. Cada quien empezó nuevos estudios y nuevas amistades. Empezamos a olvidarnos de esos años asombrosos de la misma manera en la que habíamos llegado a ellos: sin ni siquiera pensarlo. Quedaron unas cuantas fotos, unos cuantos recuerdos, unos cuantas marcas en la piel. Y, claro, las preguntas que nunca llegaron a responderse. Sobre todo una: "A dónde más podemos ir?"

Nunca en esos años pensé que sería yo el encargado de terminar de aclarar esas dudas, de completar esos proyectos colgados en las nubes. Yo siempre fui, de hecho, "el más débil". Fue mucho tiempo después, y por causas que nunca hubiese imaginado hasta entonces, que tomé la desición de retomar la ruta. Podría decir que fue algo natural, algo simple. Algo que tenía que pasar. Quizá simplemente soy el más terco y obstinado de todos, el menos dispuesto a ver el tiempo comérselo todo. De la foto que abre este post hasta el día de hoy han pasado casi doce años. En cierta forma, yo sigo tal como aparezco ahí (aunque por suerte he cambiado el peinado). Sé que, en el fondo, todos los demás también podrán reconocer en ella gran parte de lo que son, de lo que han llegado a ser, de lo que aún esperan ser en el futuro. Es así. Todo esto nos atraviesa, nos quiebra y nos hace lo que somos. No importa cuánto tiempo pase la bicicleta guardada y oxidándose, siempre seguirá rodando en nuestras mentes. Es tan cursi como suena. Tan genial, también.


Quien había sido la chispa de donde surgió todo, el Felipe, también pasó por el proceso de alejamiento. Primero se fue a Chile, donde pasó algunos años estudiando y especializándose en una ingeniería en sonido. Luego volvió a su país de origen. Ah, sí... Me había olvidado de decirlo. Me había olvidado explicar la razón por la que existe este post... Felipe es brasileño. Vive en Sâo Paulo desde hace años. Y yo, como un vendaval, he llegado pedaleando a Rio. Estoy a unos 500 kilómetros de donde, podría decirse, todo comenzó. Solo que no es un lugar, sino una persona. Por esa persona y todos los amigos que vinieron con ella es que ahora he querido transmitir estos recuerdos. Y porque ellos explican de alguna manera lo que estoy haciendo aquí, en el lugar que me corresponde.

No desesperen. Ya sé que algunos pensarán que ando muy literario y muy poco informativo. Prometo escribir más datos y crónicas del viaje en el próximo post. Si todo va bien, será escrito desde la ciudad más grande que Sudamérica a pedal puede soñar en alcanzar. Ahora es una cuestión de nombre: simplemente no existe otra mayor en todo el continente.

Rio de Janeiro, miércoles 23 de junio de 2010

11.239 kilómetros recorridos

lunes, 14 de junio de 2010

Sherpa en el país de los desiertos tristes

Ay... tac-tac-tac... ay... Algo me duele entre las fibras de las ruedas, como si se hubiese perdido algún engrane en los sacudones de los últimos baches. No sé si él no se da cuenta o simplemente me ignora. Qué tipo. Mientras más me quejo, menos habla conmigo. Juega a estar enojado. ¡Como si yo tuviese alguna culpa! O quizá se enoja en realidad. No lo sé. No lo entiendo del todo. Soy como él, que es incapaz de comprenderme. ¡Pero he pasado horas explicándole y explicándole lo poco que necesito para estar feliz! Es como un niño. Bobo y excesivo. Atolondrado. Sordo como todo hombre. Al menos para todo lo que no sea él mismo. ¡Ah! Aún cuando todo está mal, se limita a darme palmaditas en el lomo, en el mismo lugar donde todos los días caen sus pegajosas gotas de sudor. "¡Bien!", grita. A veces se ríe. O dice cosas absurdas, risibles, cosas que no entiendo. A veces también pega grititos, como de alegría. Celebra las crestas de las lomas o simplemente la vastedad de los horizontes. Hemos visto tantos ya... Cada día es uno, tras otro, tras otro. Ni siquiera sé en dónde estamos. O sí lo sé, pero siento que no, que no lo sé. Y quiero seguir así... Disfruto nuestra pretensión de peregrinos, nuestra errancia de caracoles caminando con su casa a cuestas... Qué puedo decir. Yo nací para esto.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que pasamos un día en completa paz. Hemos enloquecido un poco ultimamente. El día que salimos de la gran ciudad de la bahía él tenía todo un plan en su cabeza. Me habló de eso toda la mañana: sería mejor apurarnos para salir de ni sé dónde y acercarnos a ni sé qué sitio... Ese sería un "gran salto", un "gran cambio"... Cuestión de climas y espacios... Algo así. Qué sé yo. Siempre se está poniendo metas, objetivos, plazos... Boberas de esas. Yo lo escucho en silencio pretendiendo interesarme y aprobar cada uno de sus planes. Son nuestros planes al fin y al cabo. En el fondo, sin embargo, a mí nada de eso me importa. Disfruto de rodar, punto. Si es aquí, allá o más allá para mí carece de importancia. Mientras más avanzamos parece que crece su obstinación por cumplir algún esquema. Como si esto fuese una misión que nos ha sido encomendada y de cuya conclusión depende nuestra supervivencia. Es así de crucial. Una tontería mayúscula en la que nos desvivimos, divirtiéndonos y demoliéndonos al mismo tiempo. Hay algo un poco macabro en el sentimiento que nos tiene aquí, sin posibilidad de darnos tregua. Algo así como un miedo esencial. Inevitable. Miedo a la muerte, quizá. ¿Me explico? Si paramos, morimos. Dejamos de ser lo que somos. Pasamos a ser otra cosa. Ah, es difícil... Ni siquiera entiendo lo que digo. Pero llegará el día. Entonces lo entenderé bien. Entonces, cuando hayamos perdido nuestro tiempo en el paraíso.

Nuestros días se han vuelto un asunto de rituales y cábalas. Tenemos una suerte de ceremonia que celebramos sin descanso. Un día tras otro. Siempre igual, aunque tan distinto cada vez. Es increíble lo rápido que pasan los horas mientras la carretera se va deslizando bajo mis ruedas. Hay días en los que no hemos terminado de despertarnos y ya estamos en un nuevo planeta. Avanzamos entre un cúmulo de gente que no termina nunca, como si nuestro viaje fuese la plaza de algún carnaval. Esquivamos cuerpos y comparsas. Golpeamos algunos hombros. Intercambiamos frases, sonrisas, y a cada paso nos detenemos para llenarnos de golosinas y brebajes. En cualquier giro encontramos algo capaz de asombrarnos y en seguida lo olvidamos: otra sorpresa nos ha salido al paso ya. En medio de todo, vamos como un buque a la deriva, entre borrascas y calmas. Tan solos que nos damos miedo. Alguna vez me preguntó si creía que estábamos pagando alguna condena. Yo no supe qué decir. Él me acarició el lomo, riendo.

La mayor parte del tiempo la pasamos conversando. Mientras el día avanza y los kilómetros ruedan, cada uno inventa historias en voz alta y las comparte con los demás. Él es quien más habla, claro. Yo soy más una pared que le sirve de eco para no dejar de hablar. Michi, la más silenciosa, se limita a reír, suspirar, lanzar quejidos o agitar las gotas de aire con sus alitas de trapo. Son besos del viento, dice ella. Hay días, también, en los que me aburre mi silencio y soy yo la charlatana. Me dejo llevar. Conversar, a menudo, no consiste en intercambiar ideas. Ni siquiera pretende ser un acto de comunicación. Lo hacemos por costumbre. Por tener algo que hacer. Nuestras palabras nos sirven de telón de fondo a la marcha incesante del día. Es como tener un radio encendido en una habitación llena de gente que trabaja: el rumor de las palabras es solamente un ronroneo que nos hace compañía. De hecho, me resulta difícil pensar en esas conversaciones una vez que han terminado. No hay duda, las palabras son aire. ¡Tanta cosa que se desvanece! Me siento un poco culpable: tenemos toneladas de tiempo y no hacemos más que malgastarlo. Lo vamos arrojando en el camino, como aquello de los mendrugos de pan. Ya se sabe: aún con ellos es imposible encontrar un camino de regreso. Es algo de lo que no nadie está a salvo.

Cuando nos detiene el cansancio, busco la sombra. Él busca comida. Es un espectáculo verlo sentarse a acabar con todo lo que ponen a su alcance. La gente se asombra un poco de nuestras irrupciones insaciables. Pienso en un vagabundo hambriento. Quizá por eso nos miran con una mezcla de recelo y compasión. ¿Cómo explicarlo? Somos un conjunto exagerado y sucio... A mí no me molesta. Puedo estar la vida entera cubierta de barro, con grasa vieja pelándome las costillas, olfateando el polvo que se desprende de mí misma. Lo de él es ya un asunto penoso. Ignoro cómo soporta su invariable aroma a sudor rancio, curtido en ropas y pieles. Es algo que se le ha metido por todo el cuerpo y le llega ya al espíritu. Una marca. Está en todas partes. No sirve de nada lavar una y otra vez lo que llevamos. Bueno, tampoco es que lo hagamos... Nos pesa el sudor como nos podría pesar un recuerdo inevitable. Bueno o malo, poco importa. Es algo que nos define. Que nos hace ver lo que somos todo el tiempo. El sudor es el peso del esfuerzo que nos tiene aquí, en esta titánica tarea de no detenernos nunca.

Los rituales de la noche pertenecen a un estado de sopor. Después de tantas horas bajo el sol, somos simplemente torpes. Él vuelve a buscar saciedad para su hambre. Cosa imposible. Limpia las manchas de su rostro y se golpea los músculos. Trata de olvidar el dolor. Yo me arrimo a algún muro y espero. También me es necesario el descanso. No soy de hierro. Él anota cosas en sus cuadernos, me pregunta por algunos detalles del camino, se sienta a leer o a tomar café. Cuando hay una televisión cerca, nos actualizamos con las dos o tres novelas que nos han atrapado en estos meses, o vemos los goles que no alcanzamos a mirar en alguna gasolinera del camino. A veces él conversa con personas que no llego a conocer. Comparten comida o cerveza. Casi todos me miran con extrañeza: nadie cree que haya nacido tan lejos. ¿Qué tiene de extraño, pues? Me irrita que me miren así, como a un bicho. Cuando se acostumbran, empiezan las preguntas tontas. Como cuántas veces he cambiado de llantas. ¿A quién le puede importar eso? La gente es tan absurda a veces.

Las noches a la interperie se han hecho cada vez más raras. Las extraño. Cuando ocurren, él no se separa de mí ni un momento. Puedo descansar sin el peso de las alforjas qué el retira para guardar en la carpa. Además, me gusta despertarme con el cosquilleo del rocío pasándome la mano por el cuerpo. En los cuartos, en cambio, tengo que permanecer con el equipaje encima. A veces paso horas encerrada, sola, con Michi dormida en mis espaldas, esperando que él vuelva de sus caminatas nocturnas entre estaciones de buses y cafetines. Cuando empieza a contarme lo que ha visto sin mí, esa misma noche o al día siguiente, yo me hago la sorda. No es que no quiera oírlo, pero me duele un poco el orgullo. No soy un burro de carga. También me gusta pasear para descansar. Eso, aún cuando yo no necesite dormir tanto como él. La vigilia es suficiente para devolverme fuerzas. Me pregunto qué pensará él mientras ronca durante las noches. También habla dormido. Lo intenta, por lo menos. Muchas veces me he visto escuchando sus balbuceos incomprensibles. Da vueltas y repite cosas sin sentido. Palabras inconexas. "Faburra", "bigurona"... cosas así. Duerme prácticamente mordiendo la almohada. Es de risa.

Hay ciertos días en que pasan cosas que lo alborotan. Me habla de ríos importantes, o estribaciones montañosas por las que debemos pasar. También juega sumando y restando kilómetros. Los cálculos no solo lo entretienen: creo percibir que lo consuelan. Vamos como llenando un álbum de cromos. Se emociona cada vez que cree estar cerca de completarlo, o cuando simplemente encuentra una figura rara. Para, toma fotos, me golpea el lomo, levana su puño al cielo. Es difícil saber cuándo le vendrá uno de esos atrancones de alegría. Una mañana anduvo agitado con los numeritos del odómetro. "Ya mismo", me decía, "ya casito". Hacía frío por primera vez en meses, eso lo recuerdo bien. Cuando la pantallita estuvo llena, se detuvo y dio vueltas al paisaje con los ojos. Era una pequeña cañada sin nada para ver, fea en realidad, pero él parecía tratar de memorizar cada detalle. "¡Diez mil! ¿Te das cuenta?" Yo no lo entiendo. En mi vida he rodado muchísimos más. Él ha estado ahí todo el tiempo. ¿Se ha olvidado de eso? La pantalla volvió a cero y los números volvieron a nacer. Nada más que decir. Pobre, creo que en serio está loco.

A veces pienso que soy demasiado trivial. Siempre me concentro en mirar el camino. No hay nada más que me interese. Él, en cambio, siempre está mirando para tierras lejanas, hacia cosas que en realidad no vemos ni podremos ver. Nunca está del todo satisfecho con lo que encontramos al paso. Desde hace tiempo que me viene hablando de una región a la que hemos bordeado sin entrar, que hemos evitado como se evita un callejón de aspecto peligroso. Me cuenta de un tal Riobaldo que le habla a diario de esas tierras. Es una región antigua, que no existe más, de hombres en perpetua rebelión contra sí mismos. Una región de desiertos. No propiamente de llanuras áridas y desoladas, sino de desiertos crecidos en el interior de los hombres que la pueblan. Desiertos tristes, dice él. A mí me cuesta un poco entender todo eso que me dice. Lo intento. Me habla de jagunços y cangaçeiros, de campesinos convertidos en demonios que guerrean como nosotros avanzamos: simplemente porque la vida les ha caído encima. Son hombres enamorados de la alegría, de la libertad, de ellos mismos. Él los imagina con conmoción. Cuando se nos acaban las palabras y el silencio empieza a asustarnos, sale con cosas de esas... "¡Sherpa, juguemos a los desiertos tristes!", y entonces somos cuatreros del sertâo cabalgando por una ribera de espinares, huyendo de las balas federales o buscando el rastro de la tropa de algún hacendado al que hemos jurado venganza. Es un juego de emociones y sospechas. La vida en perenne estado de aventura. Ya se sabe: "Viver é muito perigoso"...

Nuestros juegos normalmente se desvanecen en el barullo intenso de la carretera. Se acercan los pueblos y los camiones empiezan a rugir como una bandada de perros rabiosos. Les tengo un poco de pena, a los camiones, a los carros. A pesar del alboroto, casi siempre pasan cabizbajos, doblados hacia el piso por el cansancio que los consume. Están cansados de su propio ruido que los vuelve sordos. Muchas veces perdemos la protección de la banquina y tenemos que competir por un espacio junto a esos mounstros. A pocos les importa nuestro paso. Simplemente avanzan, con los ojos cerrados, empujándonos a los huecos o escupiéndonos sus bocanadas de humo. Quizá ni siquiera se den cuenta de nuestra presencia, tan aturdidos están por su propio peso. Algunos, los menos, pasan lanzando al aire un estruendo de pitidos. Verdaderos alaridos de animal desesperado. ¿Son sus saludos? Quién lo sabe.

En estas últimas semanas hemos sido muy fuertes. Él se regocija con sus cálculos y metas que me repite a cada instante ("más de 1.100 kilómetros en 10 días..."). A mí me basta con saber que seguimos aquí juntos. Solo llamo su atención cada vez que necesito ayuda para seguir. Quisiera zapatos nuevos, un poco de grasa en las rodillas... no es gran cosa. Desde que nos alejamos del mar todo ha sido una piel arrugada entre cerros verdes, pastizales y bosques madereros. Tenía razón en algo: las cosas han cambiado. Ahora hace mucho más frío y los árboles del camino son distintos. Los días son más grises y ventosos. A veces, incluso, hemos parado para sacar algo de ropa de las alforjas. Hace poco hacíamos lo contrario. Me acuerdo de días remotos, entre nieve y un aire de hielo. Fue divertido. Quizá volvamos a eso. Ni él ni yo lo sabemos. Pero ambos soñamos con lo mismo.

Las cosas van bien. Más o menos. Han pasado tantos días ya. Los nombres y lugares se me escapan. Es él quien se preocupa de eso. Es su labor. Me acuerdo de ciertas cosas... el puerto de Valença, las laderas de Camamú, la autopista de Eunápolis, mis radios rotos y reparados en Teixeira de Freitas... Ahora me han vuelto a doler las ruedas. Nada grave. Si él se da cuenta, si hace algo, claro. Si algo hay que lamentar, es que hemos perdido la capacidad de conseguir ayuda. Tanto andar para olvidar lo básico, qué delirio. Nos llegó a cansar ese juego. Él dice que es preferible la carpa o la posada. No lo dice, lo piensa, lo hace. No sé por qué no procura algo más. Dice que ya no tenemos dinero, pero lo malgasta. Estamos más solos, qué más da. Nos hemos vuelto más rápidos, eso sí. ¿Importa eso? Yo no entiendo de esas cosas. Intuyo que resulta necesario reducir el peso de lo que falta, de lo que puede faltar. Eso es lo que lo tiene tan agitado. Yo no me preocupo. Ya lo dije: las cosas van bien. Más o menos.

Bien ganado nuestro nuevo descanso. Esta ciudad estrecha se ha empapelado de banderitas amarillas y verdes. Él no quiere seguir hasta ver en qué termina todo eso. Rituales del fútbol, otra cosa sobre la que no entiendo nada. Por mí está bien pasar unas cuantas noches con los cauchos quietos. Mi único temor es que algún día, en un buen momento, el camino se acabe. Se vaya él o me vaya yo. Nada es para siempre. Por suerte es así. Pero qué triste también. Las grandes verdades duran poco, lo que un amor, un viaje o una buena taza de café. Eso dice él, al menos. Pero él dice tantas cosas... En fin... Necesito de él para ser lo que soy. Tanto como él necesita de mí para volar sobre sí mismo. Es algo complicado. Cosas que no entiendo, como siempre. Algo, sin embargo, tengo muy en claro: nunca antes, ni siquiera en los lejanos caminos de las montañas, había sido tan feliz haciendo algo tan simple.

Qué puedo decir. Yo nací para todo esto. Claro que sí.

Vitória, Espiritu Santo, martes 15 de junio de 2010

10.654 kilómetros recorridos.