miércoles, 28 de julio de 2010

Otro capítulo de historia

Paraguay ha sido un descubrimiento. Es un país al que me atrevo a calificar de "extraño". Quizá ha sido mi total falta de espectativas lo que ha hecho que cada cosa que he conocido resulte más representativa y novedosa. A pesar de ser bastante más grande que el Ecuador en términos territoriales, por primera vez en las aventuras de SAP siento que vengo desde un país "mayor", más poblado, más lleno de vida, más diversificado, más conectado al mundo. He recorrido en poco más de una semana la región más poblada y desarrollada del Paraguay. Tras ello, tengo la sensación de haber recorrido un país más de pueblos que de ciudades. Un país rural. Asunción, como distrito, apenas supera los 600.000 habitantes. La "Gran Asunción", que agrupa un gran número de municipios aledaños administrados independientemente y bastante autónomos, suma dos millones de personas y más del 30% de la población total del país. Fuera de la capital, no hay ningún conglomerado urbano verdaderamente significativo. Las cabeceras departamentales son poco más que pueblos grandes. Paraguarí, capital del departamento homónimo, no tiene más avenida que la autopista que la atraviesa. San Juan Bautista, capital de Misiones, no llega a los 30.000 habitantes. Encarnación, tercera ciudad del país y un fuerte núcleo turístico, casi pasa desapercibida frente a su vecina argentina del otro lado del Paraná, Posadas, que es tan solo la 13ª urbe en su país y de por sí una ciudad pequeña.

Las carreteras que atraviesan el Paraguay son contadas con las manos. He recorrido por entero las dos más importantes (la Asunción-Ciudad del Este, y la Asunción-Encarnación), y en ambas me ha sorprendido la poca actividad y el poco tránsito. Hay pocos camiones de carga pesada y todavía menos buses de pasajeros. Los pueblos, quizá por influencia del estilo de vida "guaraní", tienden más a la dispersión y amplitud que a la concentración en un centro urbano denso. Es difícil encontrar restaurantes u hoteles, hasta ahora no he visto un gran mercado o una feria pública y me he sorprendido de encontrar poblaciones relativamente grandes sin ninguna calle pavimentada. El sector de servicios parece ser pequeño. Frente al hormiguero del Brasil, el cambio es muy grande. Paraguay no es propiamente pobre (o no lo es más que el resto de países sudamericanos), pero es distinto. Tiene una vida aparentemente más tranquila, aislada, relajada y lenta.

El asunto del guaraní es bastante enigmático. He preguntado a muchas personas y he obtenido poca información. La lengua guaraní es, simplemente, algo "natural" en el medio, que todo el mundo habla y nadie explica. La vida diaria es tan mezclada entre castellano y guaraní que algunas personas parecen tener problemas en percibirlos como idiomas distintos. Solo para saludar existen una gran cantidad de expresiones, algunas con palabras enteramente en castellano, pero "aguaranizadas" en su pronunciación. Ignoro si será posible, para un extranjero, acceder a un estudio académico de la lengua. El propio castellano paraguayo tiene un dejo único, más difícil aún que el chileno, al que consideraba el dialecto más difícil de entender de entre los sudamericanos. Al mismo tiempo, es fácil encontrarse en la calle con alguien que habla un castellano perfecto y plenamente "universal". Todos los paraguayos con los que he entablado algún tipo de diálogo se han mostrado sumamente aprehensivos e interesados en mi viaje. Me han regalado comida y dinero, me han ofrecido ayuda y me han felicitado tan efusivamente que me han provocado una suerte de vergüenza.

¿De dónde viene esta amalgama tan particular, este modo de vida "ruralizado", esta apertura al desconocido? Algunas claves las he encontrado en la última región que he recorrido en el país del que ahora salgo. He vuelto a las orillas del Paraná luego de una escapada no tan corta hasta las orillas del Paraguay, donde se encuentra Asunción. Entre ambos ejes fluviales se concentra la región más antigua del país y casi toda la población existente en él aún en nuestros días. Cerca de la orilla del Paraná, y desperdigadas por lo que ahora también es parte de los territorios de Argentina y Brasil, se encuentran las ruinas de diversas reducciones misioneras que en un tiempo florecieron como centros de desarrollo cultural, administrativo y económico de gran impacto en la configuración social de la región: son las famosas Misiones Jesuitas Guaraníes.

Creados a partir de la llegada de la Compañía de Jesús a las tierras españolas del Nuevo Mundo en el siglo XVII, los pueblos misioneros jesuitas de la región del Paraná fueron los responsables de un logro único en la historia colonial americana. En su territorio se consolidó una alianza entre misioneros e indígenas que no solo produjo una experiencia de verdadero mestizaje, sino que logró lo que para la época era la consecución de la utopía máxima: el Paraíso en la Tierra. Los jesuitas lograron aglutinar a las poblaciones guaraníes prácticamente disueltas tras las guerras de conquista y la devastación demográfica causada por las enfermedades venidas de Europa, y lo hicieron bajo los preceptos de lo que entonces se concebía como lo bueno y lo justo a través de los cánones de la evangelización. Los pueblos guaraníes supieron aprovechar las intenciones de los misioneros y la puerta que ellos les ofrecían para formar parte del sistema colonial sin necesidad de enfrentarse con las coronas europeas ni abandonar su estilo de vida propio. El resultado fue la creación de numerosos núcleos de poblaciones en los que, a pesar de la rígida jerarquía teocéntrica, se desarrolló una sociedad inusualmente justa e igualitaria, como nunca antes ni después se vio en nuestro continente.

Ni los misioneros jesuitas ni los indígenas guaraníes atentaron contra la integridad cultural diversa que de pronto tenían en frente. Al contrario, la amalgama siguió un camino de relativa tolerancia. El idioma guaraní fue tan cultivado como el castellano, y al amparo de ambos florecieron pueblos muy destacados por su diversidad. En mucha mayor medida que sus pueblos vecinos, las misiones jesuíticas llegaron a ser los principales centros de actividad artística y educativa a todo nivel. Fueron las reducciones jesuitas las que produjeron la mejor arquitectura, escultura, pintura y música de la época en el cono sur. Sus templos incluyeron observatorios astronómicos, escuelas, auditorios e incluso la primera imprenta que existió en el Río de la Plata, la cual fue de fabricación local. La tolerancia y actitud inclusiva mostrada tanto por los misioneros europeos como por indígenas locales creó una base social "democratizada" y sentó las bases de lo que en el futuro se consolidaría como el origen social del Paraguay. Si bien solo 7 de los 30 pueblos misioneros se encuentran en el actual territorio paraguayo, fue éste país el único que incluyó ese legado como parte estructural de la identidad nacional, como parte de su constitución misma como nación, como conjunto de pueblos y realidades, como sociedad unificada bajo ciertas ideas y ciertas leyes.

La historia de las reducciones jesuíticas terminó siendo trágica con el curso de la historia. Su condena fue, en parte, su propio éxito. Los pueblos jesuitas llegaron a ser los económicamente más competentes y competitivos de la región, contribuyendo al gran enriquecimiento de la Compañía de Jesús en América. Y a su fortalecimiento político, también. Atrapados entre los intereses de las coronas española y portuguesa, las reducciones empezaron a sufrir estragos hacia mediados del siglo VIII, cuando España cedió a Portugal numerosos territorios al oriente del Paraná a cambio del control de la fundación portuguesa de Colonia del Sacramento, competencia directa de Montevideo para el control de la desembocadura del Río de la Plata. La decisión, que nunca llegó a efectuarse en la práctica, causó violentos enfrentamientos armados entre portugueses y los pobladores de las misiones jesuitas de los territorios en conflicto. Gran parte de las misiones se despoblaron o perdieron peso organizativo. Poco después, con la expulsión de la Compañía de Jesús de los territorios gobernados por la corona española, el gobierno ibérico encargó la custodia de las misiones a otras congregaciones religiosas y creó un gobierno especial para aglomerar a los 30 pueblos, el cual existió hasta su adhesión a la Primera Junta de Buenos Aires en 1810. A pesar de ello, el esplendor de los pueblos misioneros decayó hasta la insignificancia.

Las misiones se desvanecieron con el tiempo hasta convertirse en lo que son ahora: ruinas. Sin embargo, su legado como crisol de la identidad nacional no se perdió. Fue el Paraguay, mucho más que la Argentina o el Brasil, el encargado de rescatar ese fundamento en el corazón de su conciencia histórica. Cuando la formación de las juntas de gobierno americanas en respuesta a la invasión napoleónica de la península ibérica, Asunción rápidamente dejó en claro su oposición a las políticas de Buenos Aires. Y las tierras que reconocía como suyas incluían gran parte de las antiguas reducciones jesuitas. Belgrano condujo un ejército que, para los argentinos, era un brazo libertario que extendían para el beneficio de sus hermanos en el interior. Los paraguayos, por su parte, se refieren a esa fallida misión militar argentina como el primer intento de invasión extranjera y los primeros triunfos militares nacionales. Luego de ello, gracias a su lejanía y natural exclusión geográfica, Asunción logró mantenerse alejada de los muchos conflictos en los que la nacientes naciones vecinas se vieron sumidas por décadas. Al poco tiempo, Paraguay se reconocía ya como una nación independiente, y tras algunos años de negociaciones, políticas conflictivas y revueltas fallidas, el control del país cayó sobre las manos de uno de los íconos de la historia nacional: Don Gaspar Rodríguez de Francia.

El "Dr. Francia", como lo llaman hoy en día los paraguayos, concentró el poder al punto de lograr se declarado dictador perpetuo en 1816. Desde entonces hasta su muerte en 1840, Rodríguez de Francia cerró el país al mundo y desarrolló una política aislacionista basada en un modelo económico autárquico muy rígidamente supervisado por el Estado (las únicas poblaciones con cierta apertura comercial fueron las antiguas reducciones jesuitas cercanas a la frontera, como la actual ciudad de Encarnación). Paraguay, así, se libró de los años de contiendas militares libertarias y vivió un proceso de desarrollo que no tuvo similar en toda América. La autarquía económica impulsó el desarrollo de diversas industrias que no existían hasta entonces e hizo del Paraguay una nación verdaderamente autónoma. Después del Dr. Francia, el país empezó a abrir sus fronteras y, bajo el mando de Carlos Antonio López (sobrino del dictador), empezó a mostrar al mundo los logros de la nación aislada. Para 1860, Paraguay había logrado ser lo que todo el resto de sus hermanos sudamericanos había pretendido ser, sin lograrlo: era una nación fuerte, unificada, económicamente autosuficiente y sin deudas. Se había convertido en el segundo productor mundial de algodón (después de Inglaterra) y tenía desarrollos únicos como el primer ferrocarril sudamericano o la primera planta de fundición de hierro del continente. Era, además, una nación culturalmente original, diferente, peculiar y notable en relación a sus vecinos.

Lo que vino después es quizá ya parte de otra historia. Paraguay empezó a mezclarse en las políticas internacionales. Presiones internas y externas (que venían no solamente de sus vecinos, sino también de la corona británica) lo llevarona involucrarse en los conflictos regionales. El presidente Francisco Solano López (hijo de Carlos Antonio López), involucró al país en los conflictos internos uruguayos (en guerra civil, con la participación del Brasil en uno de los lados en contienda) y prácticamente obligó a la Argentina a aliarse con el Brasil en su contra. La guerra fue impopular en Argentina e incluso causó fuertes levantamientos, pero no impidió que tropas de ese país se uniesen a las brasileñas/uruguayas en una guerra que causó la total destrucción de la nación floreciente. El más beneficiado fue el Brasil, que terminó por aplastar e humillar al Paraguay en una guerra que, según he podido averiguar en Internet, causó la muerte de más de la mitad de la población paraguaya de la época. Fue un aniquilamiento total. Después de ello, Paraguay lo había perdido todo, y nunca volvió a recuperar su edad de oro.

Las que en algún día fueron las poderosas misiones jesuíticas también terminaron por desaparecer en esos días. La mayoría terminaron por pertenecer a lo que hoy en día es la provincia argentina de Misiones. Otras son ahora parte del estado brasileño de Rio Grande do Sul. De otras simplemente quedaron los nombres. Junto a las ruinas que actualmente pueden visitarse se levantan pueblos modestos que seguramente no hacen honor al esplendor del pasado. Basta pasearse un poco por los remanentes monumentales de templos, plazas y habitaciones para percibir la grandeza que alcanzaron esos experimentos misioneros. Lo más importante, sin embargo, fue el resultado que esas poblaciones tuvieron con respecto a la configuración de una sociedad cuyos rasgos aún son perceptibles en nuestros días. En cierta forma, fueron las misiones jesuitas las que conformaron parte del espíritu cultural autónomo del Paraguay moderno, y, sin duda, también fueron ellas parcialmente responsables por la creación de la única nación verdaderamente bilingüe de Sudamérica. Y por bilingüe, hay que decirlo, se entiende una complementación que va mucho más allá del conocimiento de dos idiomas tan diferentes entre sí como el castellano y el guaraní.

Para llegar hasta el territorio de las misiones jesuíticas, he pedaleado ya cinco días desde Asunción y he atravezado una frontera más. Integraré el relato de esas aventuras en noticias que vendrán en el futuro. Hoy por hoy, solamente he querido poner por escrito algo de la fascinación que me ha causado el descubrimiento de este nuevo país y sus complejos orígenes. Todas las fotos de las ruinas jesuíticas corresponden a las dos únicas ruinas que han sido declaradas Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en territorio paraguayo: Santísima Trinidad del Paraná y Jesús de Tavaringüe. Son las dos más importantes de la región, pero existen otras dignas de verse tanto dentro como fuera del Paraguay, así como otras también patrimonializadas tanto en Brasil como en Argentina. La foto del edificio blanco corresponde al llamado "Palacio de los López", que fue propiedad de los gobernantes que he mencionado en el relato y hoy funciona como palacio presidencial en Asunción. Las dos últimas fotos muestran el río Paraná con Encarnación al fondo, vista desde la provincia argentina de Misiones, y una plaza céntrica de esa misma ciudad.

Existe más al sur otro país que también tuvo un orígen azaroso. Un país que, al contrario del Paraguay, optó por un camino opuesto: la eliminación de su legado aborigen y su inclusión al mundo pretendidamente occidental. Un país cuyo nacimiento se dio en medio de guerras y asedios ininterrumpidos de sus vecinos poderosos. Es el país más pequeño de los diez que tienen relación con Sudamérica a pedal. Es, también, el último que visitaré. Hacia él me acerco sorteando los días fríos del invierno y haciéndole cara al desespero que me causa el término de la aventura. Recorreré algunos cientos de kilómetros entre Brasil y Argentina para llegar hasta ese último país y esa última meta.

Estamos cerca de empezar la recta final.

Posadas, Argentina, jueves 29 de julio de 2010.

13.770 kilómetros recorridos.

viernes, 23 de julio de 2010

Frío en el alma (variaciones psico-climáticas en la tierra del guaraní)

Un frente frío se expandía por sobre los cultivos de Paraná el día que salí de la casa de Jo en Jardim Alvorada. Maringá fue quedando atrás en una mañana enteramente gris, de vientos fríos y nada más que nubes en el cielo. Avancé con desgano, dejándome llevar por la obligación que me he impuesto antes que por el ímpetu de seguir adelante. Todo el día fue así: pedaleos lentos y apáticos, las nubes metiéndose en la cabeza y el termómetro en picada. Las advertencias que me había dado el clima se desbocaron sin tapujos en una sola mañana, o al menos eso creí: no sabía lo que tenía en frente. Cuando por la tarde buscaba un refugio en Campo Mourão, unos 100 kilómetros más al sur, me sentí abandonado en un universo que no me pertenecía, en el que no encajaba: había llegado el pleno invierno.

Dice la gente de las zonas templadas que los inviernos son deprimentes. Las personas tienden a refugiarse en el fondo de sus hogares y evitan el contacto con otros. Todo parece una pérdida innecesaria de energía: es mejor volcarse hacia adentro y esperar mejores amaneceres. Parece verdad. Después de los contactos cálidos en São Paulo y Maringá, el silencio del invierno se me hacía demasiado pesado. Hablar en voz alta con Sherpa era una pérdida de tiempo, cantar en voz alta era una pérdida de tiempo, pensar era una pérdida de tiempo. Los contactos por Internet resultan demasiado futiles. Los amigos viven demasiadas historias propias para tomarme verdaderamente en cuenta, y mi novia, cada vez más lejos, estira un silencio que se vuelve una tortura. Yo pedaleo solo, como siempre, pero por primera vez eso me duele. Es el invierno que penetra y se hace parte de los huesos.

No estaba preparado para lo que vendría al sur de Campo Mourão. Al contrario, la nostalgia me volvía débil. Hasta el municipio de Mamboré pedalée con relativa calma. Hubo un momento, sin embargo, en el que la amenaza de las nubes era ya demasiado brusca. Me detuve en una parada de buses de la carretera y, resignado, me equipé con todas mis ropas impermeables. Poco después empezó la lluvia. No paró hasta tres, cuatro días después. Los 7 u 8 grados de temperatura ambiente se sentían mucho más bajos al interior del aguacero. La lluvia paró y renació, muchas veces, como si midiese mi capacidad de resistir. Para la hora del almuerzo lo tenía mojado todo. Comí con algo de ropa seca encima y luego, para la tarde, sentí que sería buena idea ahorrarle trabajo al agua y continuar con las mismas prendas mojadas de la mañana.

Cosa curiosa: el agua helada me hizo reaccionar. Mi tristeza empezó a volvérseme motivo de risa. Cuando llegué a Ubiratã, unas tres horas más tarde, Sherpa y yo íbamos bromeando con nuestras vacaciones paradisíacas bajo el hielo de Paraná. El dueño de una vulcanizadora se reía incrédulo: "Tá doido, cara? Rodando neste friu?" Yo sonriendo como un niño: "Tá frio mesmo, neh?" En la noche pedí cobijas extra y puse entre ellas mi ropa mojada para secarla con mi calor mientras dormía. Muerto por mil, muerto por mil quinientos: no pensaba detenerme. Ya saben, nunca lo hago.

Realmente no sé de dónde saqué el valor necesario para emprender la marcha a la mañana siguiente. Ese día llovió todo el tiempo, desde el primer kilómetro hasta el último. Simplemente me hice a la idea de no sentir nada en los dedos, las orejas, la nariz. Pensaba que mientras más avanzase más descansaría luego, y empeñaba mi tiempo en imaginar un abrazo eterno con Cuenqui, nariz con nariz, bajo la protección de una tonelada de cobijas. A pesar de todo, ese día hecho de hielo y un cielo blanco no fue el más difícil. A la mañana siguiente amanecí en la ciudad de Cascavel, sin lluvia, y tomé una decisión que probaría ser más extrema en los hechos que en las palabras: no me detendría hasta alcanzar la frontera, en Foz de Iguaçu, a 150 kilómetros de distancia.

Fui capaz de algo que ahora no creo posible. Recordarlo me devuelve los escalofríos. Solo veo vaivenes largos poblados de nubes, agua y frío. Mucho frío. Mi primer descanso lo ocasionó un pinchazo en la llanta trasera. Ya que la lluvia me impedía parchar, puse mi tubo de reserva y continué. Lo normal hubiera sido parchar el hueco durante el almuerzo para tener la reserva lista. Solo que nunca me detuve a almorzar. Hacía tanto frío que no podía detenerme. La única forma de poder continuar era manteniendo el calor causado por el ejercicio. Cuando volví a pinchar por la tarde me quedé helado. Más todavía cuando revisé mis herramientas y encontré solo dos parches. ¡Qué descuido! Perdí el primero tratando de parchar bajo la lluvia. Mientras cortaba el segundo para convertirlo en dos, mis manos temblaban azuladas. Por más que trataba de proteger el tubo del agua, la goma resbalaba y se hacía inútil. Terminé por exprimir todo el pegamento sobre un parche mojado y embutir todo eso dentro de la llanta. Sorpresa: funcionó. Más sorpresa: cuando estaba por poner a Sherpa de nuevo en pie, descubrí que la llanta delantera también estaba desinflada. Nada que hacer más que tiritar de preocupación con el único acompañamiento del agua que me lanzaban los camiones. Los siguientes 10 kilómetros avancé a piques de velocidad que me duraban lo que el tubo tardaba en desinflarse. Volvía a inflar, bajo la lluvia, y seguía. Y el frío se volvía cosa de miedo.

En São Miguel do Iguaçu encontré una vulcanizadora y pedí ayuda. El dependiente no solo no me cobró nada, sino que me ofreció comida. Yo la rechacé aduciendo que me faltaba tiempo para llegar a Foz antes de que oscurezca. Él se sorprendió: "¿A Foz?" Mientras me alejaba, gritó: "¡Suerte!" Lo hizo así, en español. Era el primer paraguayo que encontraba en el camino. De hecho, creo que fue el primer paraguayo con el que he hablado directamente en mi vida.

En la noche llegué a Foz de Iguaçu como si me hubiesen demolido a golpes. Lo más impactante, sin embargo, era que estaba asustado. Todo yo era lodo y agua. Sherpa había vuelto a perder dos radios, le sonaban los ejes y tenía los mandos atorados por el lodo. Si me hubiesen dicho que todos los días continuarían así, quizá hubiese desistido. Llegar a Foz fue demasiado frío y demasiado cansado. La última hora la pasé deambulando por el centro, inmune ya a la lluvia, buscando un refugio para pasar la noche. Me metí a la ducha con todo, ropa, zapatos, alforjas, y tomé uno de los baños más largos y placenteros que recuerde. El problema fue que, al salir, seguía con miedo. Lo más difícil en esos momentos es no tener a quién arrojarle todo para compartir el agobio. Entonces el miedo, como el frío, se mete adentro. Me desespero mandando mensajecitos por Internet, pero es imposible lograr algo más que prolongar la angustia. Termino por odiar el Facebook cada vez que salgo de él sin haber visto un mensaje de Cuenqui diciéndome que sí, que también me ama, que me manda un beso en el cuello para calentar mi noche. Y me duermo con toda la pena del invierno metida en el estómago.

Después de la crisis, viene la calma. Es un ciclo natural. Uno busca otros asideros, retoma la tranquilidad, se distrae. Las nubes esperaron que yo me detenga para ellas también parar su llanto. Durante el primer día de descanso en la frontera disfruté del enorme espectáculo de las cataratas. El río Iguaçu estaba majestuoso y lleno de ira: algo bueno tenía que venir con tanta lluvia. Contemplar boquiabierto el torrente de agua era una suerte de respuesta a mis esfuerzos. Me había ganado el premio de presenciar la maravilla. Quién sabe cuántas historias viajarán entre los cientos de personas que desfilan frente a las cataratas tomando fotitos. Para mí había en ellas una nueva revelación de nuestra fugaz trascendencia, de la belleza que pueden encerrar todos nuestros jueguitos de dioses inútiles. Y con ello, un motivo de alegría, de satisfacción, de calor en las entrañas.

Quizá más espectacular que la maravilla natural que marca un punto de la frontera entre Brasil y Argentina es, por lo dicho, la maravilla humana que forma un nudo entre Brasil y Paraguay. Itaipú Binacional es todavía la represa hidroeléctrica de mayor capacidad productiva en el planeta, y recorrerla me generó un aire de orgullo no solamente como sudamericano, sino como parte de una especie fascinante. 14.000 Megavatios producidos por 20 turbinas gigantescas que reciben impulso de 3.500 kilómetros cuadrados de aguas retenidas del río Paraná, un volumen de concreto equivalente a 210 estadios Maracaná y tanto hierro como el necesario para construir 380 torres Eiffel... Itaipú es sorprendente. Dividida en partes iguales entre ambos países, tan solo el 7% de la energía de Itaipú es suficiente para abastecer más del 90% del consumo paraguayo, mientras que el restante 93% (Paraguay le vende al Brasil lo que le sobra), cubre casi el 20% del consumo brasileño. Ya que los terrenos de Itaipú Binacional pertenecen tanto al Brasil como al Paraguay, puedo decir que la primera vez que puse pie en suelo paraguayo fue sobre esa mole de concreto.

Finalmente, Paraguay. Aproveché el primer día en que los pronósticos anunciaban buen clima para despedirme de cuatro intensos meses en el Brasil. En realidad, jamás me despedí. Estaba demasiado ocupado disfrutando de más de 10 grados en el termómetro, tratando de recordar cómo era eso de ingresar a nuevos países en bicicleta. Los trámites en migración duraron poco. Antes de las 9H00 (gané una hora al cruzar la frontera) ya estaba con un nuevo mapa en la mano escogiendo rutas y aprendiendo nombres. Quien me recibió en Paraguay fue la segunda urbe del país y capital del estado del Alto Paraná: Ciudad del Este. Fue un poco como volver a casa: el caos de los comercios informales, los buses y taxis sin paradas señaladas, los gritos de los vendedores, la policía deteniendo carros, la basura... Ciudad del Este parece estar condenada a ser la administradora del paso de contrabando más activo de Sudamérica. Todo está concebido para venderle al Brasil lo que ya tiene, pero más barato. Eso hace de la ciudad un eterno alboroto. Yo pensaba en Huaquillas, en Rumichaca, y me sentía agradecido por tener vecinos bastante más modestos que el gigante portugués.

Uno no conoce un país hasta que empieza a relacionarse con la gente. Y relación significa interacción. No es tan fácil como parece, sobre todo si la vida de uno se centra en lugares de paso como hoteles, restaurantes y gasolineras. Los primeros paraguayos con los que traté de hablar me miraron con una seriedad muy diferente a la alegre curiosidad brasileña. Al principio no entendí lo que me decían o se decían entre ellos. Luego me di cuenta de que que no podía entenderlo: la vida rural paraguaya está más en guaraní que en castellano. Aunque la "oficialidad" (sobre todo escrita) está en español, la vida diaria del campesino paraguayo se habla en la lengua indígena. No parece haber persona que no sea bastante fluida en ambos idiomas, y para algunos (más de 2 millones, según me dicen), el español es apenas una segunda lengua. Vaya sorpresa: un país verdaderamente bilingüe, capaz de aceptar y vivir un legado indígena tan fundamental como el idioma. Yo estudié kichwa por dos años y medio, pero fuera de mi conocimiento gramatical es poco o nada lo que sé en un sentido práctico. El problema es que, en el fondo, los kichwa-hablantes prefieren que los mestizos nos mantengamos alejados de su lengua, su mundo profundo. En el Paraguay ha ocurrido lo contrario: lo mestizo y lo indígena no se perciben como puntos antagónicos, sino como parte de un conjunto unitario. El Paraguay es, por tanto, una nación tan "guaraní" como "española". Lo indígena es parte integral del mestizaje, no una reducción que precise "respeto" o "protección". Los indígenas del Paraguay no son "distintos" a los mestizos, son los mismos. Todos son verdaderamente partícipes del mundo guaraní a través del idioma.

El contraste con el Brasil es muy fuerte. Pasé de un país con más de 180 millones de personas, que mueve una economía muy poderosa y en auge, con un territorio infinito, a un país de apenas 6 millones de habitantes, no exageradamente mayor en tamaño al Ecuador y con la economía más pequeña y dependiente de la región. El mapa de Brasil es una telaraña de caminos y municipios regados como piedras en un río, donde muy fácilmente se encuentran conglomerados de más de medio millón de personas. En Paraguay la cosa es más simple. Desde Ciudad del Este (que, aunque es la segunda ciudad del país, no llega a los 400.000 habitantes), o iba al occidente, a Asución, o iba al sur, a Encarnación. Pare de contar. Las vías asfaltadas son pocas y pequeñas, y, al menos cerca de la frontera, más pobladas por placas brasileñas que por placas paraguayas. Por alguna razón, Brasil me creó una saudade inmediata. Me demoré más de dos días en dejar de soltar "bom dias" y "obrigados" y ya desde el primer almuerzo me hizo falta la infaltable montaña de fiejão sobre el arroz. Los precios no bajaron tanto como yo esperaba, e incluso subieron en los hoteles, que se han vuelto indispensables en estos días de lluvia.

El día en que empecé a darme cuenta de estas cosas fue un verdadero descanso a las penurias del invierno. Apenas cruzada Ciudad del Este, me tuve que detener para aligerar mis ropas y guardar el equipo de lluvia. Por la tarde, incluso, volví a ver al viejo sol, tantas veces amigo y enemigo. Para el segundo día en tierras guaraníes, la calidez empezó a aparecer también en las personas. Cerca de Coronel Oviedo, capital del Departamento de Caaguazú, me detuvieron en la carretera una mujer (Nancy) y su hija (Clara). Me habían visto pedaleando y pararon para saber si necesitaba algo. Para ese entonces yo estaba lejos de mis depresiones gruñonas del Paraná. La cordialidad me encantó y al rato estaba almorzando con ellas en su casa del centro de la ciudad. Una buena sopa de poroto paraguayo terminó de llevarme por la transición al nuevo país. Las nuevas amigas, además, me llenaron de datos turísticos interesantes y me dejaron percibir algo del alma paraguaya: los orgullos nacionales, los símbolos del pasado, la relación con el tupi-guaraní...

En las llanuras que precedieron a San José de los Arroyos me detuve a comer unos cuantos bananos que me había regalado Nancy al salir de su casa. Si no lo hubiese hecho, no habría tenido el extrañísimo encuentro con una tumba de aparenetes malos augurios. Sobre un pequeño mausoleo, una bicicleta destruida por el paso del tiempo y el estómago de algún camión. La escena llamaba la atención, sin duda, pero fue al acercarme que descubrí el símbolo oscuro que me puso la piel de gallina. Fíjense bien en la rueda trasera: en la parte inferior tiene amarrada una pequeña insignia. Es un bracelete tricolor que lleva bordado un nombre muy grande: ECUADOR. Estaba nueva, así que era evidente que había sido puesto ahí recientemente. Una banderita de Ecuador amarrada a una bicicleta destruida en el oriente paraguayo. ¿No es extraño? Me reí por los malos presagios y pasé el resto de la tarde tratando de elaborar teorías que expliquen el hallazgo. Después lo entendí: ¡los amigos del Yaku Ñan! Un grupo de 12 ecuatorianos que ha viajado en los últimos meses desde Quito hasta Foz de Iguaçu en bicicleta siguiendo casi exactamente la misma ruta del primer SAP. ¡Colegas en la ruta! Yo acabo de enterarme de su paso por aquí. Aún más: parece que estuvimos en Foz en los mismos días... Nos hemos cruzado sin saberlo, y, sin saberlo, nos hemos unido en una misma tarea, la de unir nuestros países pedaleando. Hubiese sido bueno saber de su blog durante los días de marcha. Por suerte dejé la banderita donde la encontré. Seguramente fue colocada ahí como un homenaje, y ese es el fin que le corresponde.

Tuve que pedalear muy duro esa tarde para escapar del aguacero (cosa que logré solo parcialmente) y encontrar refugio en Itacurubí de la Coordillera. De coordillera, como supuse, apenas unas lomas indignas de su nombre. Alcanzarlas significó, con todo, ponerme a un día de Asunción: ya ni la lluvia podía privarme de una nueva victoria. Antes de llegar a la capital visité el Santuario de la Virgen de Caacupé, la mayor veneración del Paraguay. Volví a esquivar chispazos de lluvia amedrentadores mientras avanzaba por los varios municipios que componen la Gran Asunción en busca de una ruta al centro. La parte final fue tediosa por el frío, el tránsito desordenado, la estrechez de las avenidas y el hambre. En el centro de Asunción pasé al menos una hora buscando una posada: a pesar del frío, los hoteles están abarrotados de turistas brasileños que aprovechan sus vacaciones invernales en la que, según me dicen (me niego a creerlo), es la capital más caliente de América del Sur (en temperatura promedio al año).

La ciudad más importante y poblada del Paraguay ha sido, en conjunto, una pequeña decepción. No es fea, pero tampoco brilla. No es espectacular ni insignificante, ni cosmopolita ni pueblerina. De las glorias de su pasado (que las tiene, pero las dejaré quizá para el siguiente post) parece que solamente le quedan las historias. Aún me queda algún tiempo para tratar de descubrir algo que me impacte en las calles de esta ciudad en la que se forjó uno de los países más originales de la América hispana. Por ahora me ha parecido demasiado "común y corriente", además de severamente hostil para quienes nos movemos en bicicleta. Luego de haber conocido urbes muy activas en el tema del ciclismo como opción de transporte (como Rio o Bogotá), resulta curioso encontrar una capital nacional que ni siquiera se ha planteado el problema todavía. Parece que Asunción aún está lidiando con el caos que le originó su crecimiento desmedido y apenas es capaz de sostener el tránsito de vehículos motorizados: el asfalto es malo, la señalización insuficiente, los carros y buses viejos y destartalados...

Es poco lo que se puede ver del río Paraguay y la bahía fluvial junto a la que está construida la ciudad. En vano he buscado algún mirador natural que me permita observar y comprender mejor la disposición de la urbe. No he encontrado un buen taller de bicicletas y, para colmo, las conexiones telefónicas hacia el extranjero son pésimas (Cuenqui se sigue alejando). Lo que me ha mantenido optimista, en cambio, es la calidez de la gente. Los paraguayos han resultado ser bastante bromistas y conversones. Muchos me han detenido a hacer preguntas sobre el viaje y me han ofrecido ayuda. Su apariencia de seriedad o incluso ira es meramente superficial. Lo que les sobra es garra y pasión futbolera. Todos me reconocen por venir de la ciudad donde hasta hace poco jugó Enrique Vera, y la mayoría se sorprende cuando les explico que la verdadera pasión de nuestro fútbol capitalino se llama Deportivo Quito. Por último, no logro descifrar el acento con el que hablan, a veces idéntico al argentino y a veces tan extraño que pienso que están hablando en guaraní cuando en realidad lo están haciendo en castellano.

Se acerca un nuevo frente frío desde el sur. Los noticieros dicen que quizá pueda disiparse un poco, que quizá no sea tan fuerte como el último. Todos, sin embargo, utilizan las palabras "frío polar". Yo no tengo tiempo para sentarme a esperar. Si quiero avanzar, tengo que seguir esquivando la lluvia y aprovechando los días en que el sol se digne a dar la cara. Me niego a repetir lluvias de hielo como las del Paraná. He logrado recuperar el ánimo durante las jornadas paraguayas y pienso aprovechar ese buen espíritu para dirigirme hacia una nueva frontera. En no mucho tiempo estaré saludando una vez más a la Argentina. Me impaciento.

Espero tener la fuerza para que mi alma no se vuelva a congelar en el proceso.

Asunción, Paraguay, viernes 23 de julio de 2010.

13.355 kilómetros recorridos.

lunes, 12 de julio de 2010

Encima, debajo y dentro de Capricornio

Hace poco más de dos años, en la mitad del descenso que se abre por la Quebrada de Humauaca desde las alturas del altiplano andino hasta el inicio de las pampas meridionales de nuestro continente, Sudamérica a pedal alcanzó por primera vez el límite sur de los trópicos. Entonces éramos cinco los pedaleros que avanzábamos con la ciudad de Mendoza metida entre las cejas. Atravezamos el Trópico de Capricornio y no volvimos a desviar la marcha hacia el sur hasta después de superada la meta grupal. Ahora que he vuelto a encontrarme con el límite de la región tropical, la historia ha sido un poco distinta: por dos semanas y casi un millar de kilómetros no he dejado de acompañar ese límite en dirección oeste. He entrado y salido de la región tropical al menos unas ocho veces en las pasadas semanas. La primera vez que crucé el Trópico de Capricornio fue al sur de Ubatuba, en el litoral paulista. Luego volví a alcanzarlo, o estuve a punto, mientras transitaba por la autopista Ayrton Senna, en la entrada a São Paulo, a través del municipio de Guarulhos. Desde ahí seguí casi exactamente paralelo al Trópico, por el costado sur, y dormí prácticamente encima de él en las poblaciones de Sorocaba y Angatuba. Lo atravezé dos veces, hacia el norte y hacia el sur, el día que dormí en Taquarituba; y repetí el doble paso al día siguiente, cuando entré al estado de Paraná y terminé colocando mi carpa junto a una gasolinera de Guapirama. En la jornada que siguió a esa noche crucé el Trópico tres veces: cuando bordeaba el pueblo de Jundiaí do Sul, cuando me alejaba de Nova Fátima y cuando "volvía" desde São Sebastião da Amoreira hacia la ciudad de Assaí. Antes de llegar a Maringá, volví a atravezarlo dos veces más, una hacia el sur y una hacia el norte. Aquí, en donde he descansado ya cuatro días, estoy durmiendo prácticamente encima de la línea.

El Trópico de Capricornio no hace más que marcar el extremo sur de la elíptica del sol sobre la Tierra. Eso quiere decir que por encima de él sale el Sol el día de solsticio de verano (para el hemisferio sur) o invierno (para el hemisferio norte). Por fuera del Trópico de Capricornio, en el sur, y el de Cáncer, en el norte, el Sol nunca alcanza el cénit del cielo. Se trata, pues, de una suerte de límites para el poder del Sol sobre la superficie de la Tierra. Todo lo que queda fuera de la región tropical hasta las regiones polares corresponde a las zonas templadas del planeta y como tal presenta otro tipo de relación entre el ser humano, la vida y la naturaleza en general. El nombre de "Trópico de Capricornio", por su parte, es circunstancial. Se debe a que cuando la línea fue bautizada hace 2.000 años, el Sol amanecía sobre ella transitando la constelación de Capricornio en el día de solsticio de invierno (21 de diciembre). Hoy en día, el movimiento de los astros ha cambiado y ese el Sol aparece en la constelación de Sagitario. El nombre, sin embargo, ha permanecido.

Debido a los muchos movimientos del planeta en relación a los demás astros del sistema solar, y de éstos en relación al resto de la Vía Láctea, la ubicación del Trópico de Capricornio no es fija; se desplaza unos cuantos metros por año, y no siempre en la misma dirección. Aún así, se lo determina a poco más de 23° en relación con el Ecuador terrestre. Eso es poco más de la quinceava parte del total del perímetro del globo. Según mis cálculos, eso equivale a unos 2.650 kilómetros en línea recta vertical desde la línea equatorial (considerando un aproximado de 40.000 kilómetros para el total de la circunferencia del planeta). Sumémosle, casi que al ojazo, unos 1.000 kilómetros más (considerando que la diferencia de longitud entre Quito y Maringá son también unos 23°, es decir, otros 2.650 km en línea recta, pero horizontal) para un gran total de 3.650 kilómetros en línea recta desde el lugar en el que empecé a rodar el 6 de diciembre del año pasado y el punto en el que me encuentro ahora, casi exactamente encima del Trópico de Capricornio, en el noroeste del estado brasileño de Paraná. Para cubrir esa distancia he tenido que rodar más del triple de distancia real (12.500 km), además de cortar un buen trecho del camino avanzando por unos 1.000 km más en barco sobre el Amazonas.

Todos estos cálculos son, en realidad, estúpidos. No solo provienen de datos inexactos (en gran medida meramente imaginarios), sino que carecen de un sentido concreto o aplicable a lo que estoy haciendo. ¿Por qué, entonces, perder el tiempo en ellos? Eso es lo que me pregunto cada noche, después de pasar horas y horas meditando sobre temas como éste, planteando variaciones, elaborando teorías e inventando contra-argumentos para acabar con ellas. Mientras voy dando brincos de un lado a otro de una línea que no existe y que, en los términos prácticos que preciso para avanzar en el viaje, no significa nada, ese tipo de datos e informaciones parece cobrar un sentido vital. Como si el simple hecho de especular por horas sobre asuntos como el lugar donde inician o terminan los trópicos hiciese brotar de ellos una luz trascendental que explica (o debería explicar) el sentido que tengo yo subido sobre una bicicleta y tratando de cubrir un espacio absurdo del planeta sobre ella. Siento que voy descubriendo el sentido último de la vida. Paseo mis ojos por las enormes plantaciones de trigo, soja o caña de azúcar que acompañan mi camino por las serranías bajas que se extienden entre Paraná y São Paulo, respiro con fuerza el aire frío o tibio del invierno y vuelvo a perderme en cálculos que me resultan necesarios. Cuando todo se enreda en mi cabeza y empiezo a confundirme, empiezo a elaborar otro pensamiento que explique el fracaso del anterior. Y dale. El ciclo se repite para siempre. No puedo parar de hacerlo. No puedo dejar de avanzar.

He superado todas las espectativas que tenía cuando salí de Quito. He conquistado cada una de las metas que me he puesto adelante y vencido cada obstáculo del camino. He alcanzado, por segunda vez, el límite de la región que constituye mi hogar "natural". Estoy a apenas unos 400 kilómetros de cumplir el sueño de rodar hasta Argentina en bicicleta... ¡Por segunda vez! Aún con todo eso, continúo insatisfecho. ¿Por qué? ¿Por qué no puedo parar? La gente en Quito empieza a decirme que piense en volver. Yo mismo extraño a tantas personas y a tantas cosas que continuamente me pregunto qué es lo que busco con cada kilómetro que pasa. Avanza el tiempo y sigo endeudándome, pero mi cabeza sigue muy lejos de preocuparse por eso. Me he vuelto prisionero de una idea que no tengo muy en claro y que se traduce en una palabra: avanzar. Los cálculos y pensamientos en las nubes no ayudan a resolver mi problema, solo lo hacen más risible. Me detengo y miro el paisaje una vez más. Nada parece mutarse por mi presencia, ni las grandes llanuras cercadas por ríos o las lomas abombadas por los diversos colores de los cultivos. Ni siquiera carros y camiones parecen darse cuenta que ahí estoy, en medio de un drama que ocupa toda mi existencia actual. Sólo el Trópico de Capricornio me sonríe, me hace un guiño de ojos.

Cuando nací, la mañana del 28 de noviembre de 1981, en algún lugar de la parroquia quiteña que entonces se llamaba Chaupicruz y hoy en día corresponde a Iñaquito, cuatro de los diez astros representados en mi carta astral se ubicaban en el signo de Sagitario. Uno de ellos era el Sol, el astro más intenso e influyente de todos, directamente relacionado con la configuración de la identidad individual. Otro era la Luna, de enorme influencia también, que rige aspectos tan importantes como las emociones, el instinto, la memoria y el hogar. Tan solo eso bastaría para convertirme en un Sagitario a rajatabla. Sin embargo, el signo que ocupaba el horizonte era otro, muy distinto, el mismo que ha dado nombre a la línea que he venido recorriendo: Capricornio. Según la astrología, es ése, y no propiamente mi signo solar, el signo que más se relacionaría con la construcción de mi personalidad. El ascendente viene a ser algo así como la luz con la que vemos el mundo, una línea que nos atraviesa y está presente en todas las cosas que hacemos y sentimos, tanto que en el fondo pensamos que la forma en la que concebimos las cosas elementales de la existencia son iguales para los demás, cuando en realidad pueden ser radicalmente opuestas.

Regido por el gigante Júpiter, Sagitario es el signo de la abundancia. La astrología se refiere a él como un signo positivo, masculino, extrovertido. Sus pretensiones son la búsqueda expansiva y exagerada, la sabiduría plena. Le interesa más la cantidad que la calidad, y a menudo tiene pretensiones idealistas que pueden rayar en la intolerancia. A Sagitario le interesa saberlo todo. Avanza de asunto en asunto sin cansancio, apasionándose muy rápidamente de cada cosa nueva que encuentra y, a la vez, olvidando las que va dejando atrás. Positivo y alegre, suele estar rodeado de amigos que gustan de su carácter excesivo y humorístico. Solo consigue seguir adelante cuando entiende (o cree hacerlo) aquello que le preocupa, y casi nunca mira atrás, ni para consolarse ni para buscar inspiración para sus nuevas aventuras. Es tan optimista que a menudo resulta pueril, tan variable que a menudo termina siendo inestable, irresponsable y hasta cruel. Es el prototipo del aventurero incansable, nunca saciado, siempre listo para salir de cacería.

El opuesto natural de Sagitario es, sí, Capricornio, un signo terrenal, negativo, volcado hacia adentro. A Capricornio no le gusta la novedad ni la abundancia. Al contrario, le gusta sentir que las cosas permanecen sólidas y conocidas. Prefiere tener poco, pero tenerlo con firmeza. Y necesita luchar por cada cosa que consigue. El planeta regente de Capricornio es Saturno, uno de los más "oscuros" y de difícil relación con los demás: es el planeta que rige el miedo, el control, la abnegación y la disciplina. Si se ha de describir a Capricornio en una palabra, ésta es persistencia. La cabra, al contrario del arquero-centauro que va de salto en salto derramando flechas hacia todos los puntos del espacio, pisa con fuerza el suelo y va ascendiendo lentamente, con esfuerzo, con calma. Todo para Capricornio es un reto, un combate, una apuesta a vencer, un objetivo que debe ser cumplido. Nada es demasiado cuando se trata de persistir en la conquista de un objetivo que le permita superarse.

He llegado a una conclusión que es, como mis cálculos de distancias, inútil, artificial y tonta. Pero me trae consuelo. He llegado a pensar que no estaré tranquilo hasta que de alguna manera sacie las dos vertientes predominantes de mi personalidad, a la que aquí he tratado de dar forma con astrología (no hay que hacerle mucho caso a esas cosas, son sólo formas de expresar una idea que no tiene forma). Por un lado, necesito dejarme llevar por la aventura expansiva y las ansias de descubrimiento. Por otro, es indispensable que cierre el ciclo, que cumpla el reto, que complete la ruta, mi ruta. Mi Sagitario y mi Capricornio. Necesito conciliarlos. Para que el uno deje de angustiarse por cada cosa que no alcanzo a ver o cada curva en la carretera que me llama para que la recorra, el otro tiene que vencer, tiene que alcanzar su objetivo. Tengo, pues, que completar "la vuelta entera". Y la vuelta entera no es otra cosa que el cumplimiento de la idea que dio inicio a toda esta locura, allá, cuando tenía unos catorce o quince años, cuando daba vueltas por la serranía ecuatoriana y a alguien (quizá a mí mismo), se le ocurrió decir: "Vámonos en bicicleta hasta Buenos Aires".

Ahora me doy cuenta que esa idea tenía adentro mucho más que un trayecto diseñado. No es Buenos Aires por sí mismo el objetivo, nunca lo fue. El objetivo fue el que se volvió palabras mucho después, cuando nos reuníamos para planear nuestro anhelo y le buscábamos un nombre a nuestra idea. Eso nombre lo conocemos todos: "Sudamérica a pedal". Sudamérica. Pedal. ¿Hace falta decir más? A mí no me interesa viajar. Me interesa viajar en bicicleta. Y no me interesa dar la vuelta al mundo. Me interesa Sudamérica. Mí Sudamérica. La que quiero y la que trato de entender (quizá por eso las Guyanas siempre quedan fuera, porque no se incluyen en ese sentimiento, porque no logro incluírlas en él).

Y bueno, ya tengo ocho banderas cosidas en mis alforjas: solo faltan dos cromos para llenar el álbum. No es que estén aquí no más a la vuelta, pero tampoco es que queden muy lejos. Países que no conozco, dialectos que no he escuchado, hermanos con los que no he conversado y a los no he mirado a los ojos. Cuando le contaba a Sherpa lo bien que le iba a Sudamérica en el Mundial, ella me preguntaba: ¿y quiénes son esos Paraguay e Uruguay? Ah, qué iras! No puedo quedarme tranquilo si no piso esas carreteras, aprendo esas palabras, compro con esas monedas, recorro esas calles. ¡Tengo que ir!

Mi amiga Jo (Leo de ascendente y signo solar), que me ha recibido en su casa en Maringá, escucha estas historias y se ríe. No sabe que ella es la última ancla que me queda antes de los días finales. Silencio y frío. Si todo ha de repetirse, como parece que lo hará, está por empezar el tramo más intenso del trayecto, el más solitario y emocionalmente difícil. Empiezan los días de la clausura y con ellos una avalancha. Todo el viaje se me viene encima, desde el primer metro. Eso duele un poco. Como ocurrió la primera vez (como está ocurriendo ya), cada vez seré menos capaz de hablar sobre lo que ocurre afuera de mí y necesitaré hablar más sobre lo que ocurre dentro. Pero aún queda bastante por andar. Es decir, bastante por contar. Mi Capricornio no dejará que me rinda. Mi Sagitario no dejará que me entristesca.

Mañana cruzo por última vez el Trópico de Capricornio y abandono definitivamente la zona tropical del planeta. Aquí es invierno y hace frío. A veces llueve. A veces me siento solo y a veces me vuelvo loco pensando en tonterías. Nada de eso importa. Nos falta poco. Somos el ojo del huracán. Sherpa, Michi y yo. Somos el viento.

Maringá, Paraná, martes 13 de julio de 2010.

12.560 kilómetros recorridos.

viernes, 2 de julio de 2010

A Copa do Mundo

Esta vez el asunto empieza en el Soccer City de Johannesburgo. La noche es fría, aunque solo fuera de la cancha. Luis Fabiano recibe una bola cerca del área, la domina con la ayuda del brazo, hace dos sombreritos increíbles y le da un zurdazo. Estalla el estadio. Estalla la ciudad. Brasil amplía su ventaja sobre Costa de Marfil y prácticamente define su clasificación a la segunda fase. Nadie espera otra cosa. Nadie duda que Brasil dominará el grupo, que vencerá a todos, que inflará su gloria. El mundo está acostumbrado. Eso parece. A miles de kilómetros, los estallidos se expanden por todo el país verdeamarelo. Estalla también Copacabana. Abrazos, alaridos, coros, desenfreno. Miles de personas son una sola alegría. No hay para qué ahorrar efusividades. Es el país rey del festejo, rey del fútbol, y está ganando como siempre. "O hexa é nosso!", retumba en la multitud. "Brasil! Brasil! Brasil!".

En medio del carnaval, yo estoy quedándome dormido. Así, de pie. Me duelen las piernas como no lo habían hecho en meses. Siento las rodillas abiertas como una fruta aplastada, y, a ratos, tiemblan mis muslos. Llegar a Rio de Janeiro a tiempo para el partido me costó cuatro días y medio de marcha desenfrenada. La etapa más corta fue de 110 kilómetros. La más larga, de 180. Volví a transitar por carreteras no pavimentadas, pedalée de noche, dormí en gasolineras, bordée el agotamiento. Pero lo logré, de nuevo. La cidade maravilhosa significó un nuevo punto de giro en las aventuras de SAP: por fin el Brasil empezaba a verse pequeño, posible, cosa hecha. Y yo empezaba a celebrar convirtiéndome en un hincha fanático del mejor campeonato de fútbol que existe en el mundo.

Nunca uno sabe los colores que irá tomando el camino. Desde que empezó el Mundial, he entrado en un nuevo estado de locura. Para mi sorpresa, estoy más futbolizado que la mayoría de brasileños. Ellos solamente están pendientes de los suyos, a quienes siguen con detalle. Yo estoy pendiente de todos. Y con Sudamérica jugando bien, la cosa se me sube a la cabeza. De pronto pedalear ha pasado a ser casi un obstáculo, una molestia entre juego y juego. Corro de gasolinera en gasolinera tratando de mantenerme al tanto, preguntando con angustia quién hace los goles, quién juega mejor, quién da más espectáculo. Calculo mis días para poder presenciar al menos parte de los partidos, al tiempo que muero de iras cada vez que la carretera me retrasa y tengo que conformarme con las incompletas repeticiones. Estoy pendiente incluso de los equipos que no me importan, y rara vez voy a dormir sin haber logrado mirar todos los goles para completar mi propia tabla mundialista. Casi no me acuerdo del viaje antes del Mundial. Siento pena ya por el viaje que continuará después, sin goles.

El país me ha contagiado su fiebre. Las ciudades se han vestido de los colores de la bandera. Buhoneros hacen su feria con chucherías de todo tipo, desde diminutas banderitas de plástico hasta las malditas cornetas que zumban el día entero, dentro y fuera de la televisión. Deambular por el Brasil durante el tiempo de un Mundial no es poca cosa. Eso pensé. Por eso decidí volver prioritaros al menos los juegos de la selección de Dunga.

Al primer partido de Brasil lo alcancé todavía en Vitória. Yo había ido a dar a una curiosa pensión del centro poblada solamente por ancianos, olorosa a medicinas, orines y madera vieja. Ya desde la primera noche había trabado amistad con algunos de mis vecinos de cuarto, a quienes encontraba a veces vagabundeando por las calles cercanas, ejerciendo algún oficio similar al mío, sin hogar. Junto a la posada, en un pequeño bar de barrio, me refugiaba durante los partidos y conversaba con los hinchas locales. Luego de la victoria ante Corea del Norte, pasé un buen tiempo entre un grupo de lo más peculiar. Jorge Florentino, un boliviano criado en Brasil, era quien orquestaba buena parte del ambiente bromista y chabacano de la cantinita. También conocí a Alexandre y Zé Carlos, que me llevaron a presenciar una función de pagode entre feijoada y queijo assado. Juliano y Jamilly, novios en aparente crisis, me regalaron 50 reales con la condición de que los utilize para pagar una noche más en Vitória. Yo me resistía. En algún punto de la velada, mientras seu Jorge trataba de conseguirme una entrevista en la televisión y Jamilly me ofrecía una habitación en su casa por encima de la mirada severa de Juliano, me ablandé. A lo Dom Pedro I: "Fico!" Con eso quedamos todos contentos y seguimos celebrando la victoria con comida y cerveza. Al siguiente día, sin embargo, partí: tenía que llegar a tiempo a Copacabana.

El litoral sur de Espírito Santo fue un grato reencuentro con el mar, al que no veía prácticamente desde la Bahia de Todos os Santos. Chile le daba una fuerte bienvenida a Honduras mientras yo pedaleaba horas junto a un ciclista local que me acompañó de Vila Velha a Guaraparí. Cuando yo pasaba volando por las playas de Anchieta y Piuma, España era sorprendida por Suiza. Para la caída de la tarde, en una gasolinera de Marataízes, me embutí de chocolates mientras Uruguay le aguaba la fiesta a los anfitriones de la Copa. El siguiente día fue algo parecido: yo comiendo kilómetros como poseso mientras mi cabeza andaba más en los estadios de Sudáfrica que en las carreteras de Brasil. Por qué tanta fiebre de Mundial? Por días fue eso en todo lo que pensé. Algo me decía que estaba obligado a vivir al máximo un Mundial de fútbol en el país más futbolizado del planeta.

Fueron fuertes los días hasta Rio. Hermosos. Playas remotas. Pueblos que el propio Brasil ignora que posee. Caminos pedregosos serpenteando junto a las olas, o hundiéndose en los cañaverales sin fin de donde sale todo el etanol que veo distribuir en las Petrobras del camino. Cuando entré al estado de Rio de Janeiro sentí que de pronto había llegado a otro planeta. Propiamente nada había cambiado, ni la gente, ni los lugares, ni los nombres. Pero era Rio. Rio! Una de las capitales del globo, una ciudad en la que vive todo el mundo, este ahí o no. Avanzaba con doble impaciencia: la del fútbol y la de la ciudad que me llamaba. La noche que dormí en Macaé estaba nervioso, apresurado. Solo pensaba en la mañana siguiente, cuando podría seguir avanzando. Quería llegar a toda costa. Pedalée de una manera que ya se ha vuelto cosa habitual: en una suerte de éxtasis, completamente feliz. A veces me pregunto si mis epifanías sobre ruedas no son más que un exceso de endorfinas revolcándose en mi cuerpo, placer que me trae el movimiento, ejercicio conducido a la exageración. Almorcé cuando ya había recorrido unos 90 kilómetros. Cuando llegué a mi meta del día, en Maricá, había andado más de 150. Di vueltas y vueltas preguntando a la gente por un refugio seguro. Ninguna puerta se me abría, así que decidí seguir. Nueve de la noche y yo seguía pedaleando. Solo me detuve cuando encontré una gasolinera 24 horas dispuesta a acoger mi carpa y mis sueño. En el odómetro, 179 kilómetros: lo máximo que he llegado a pedalear en un solo día.

Paraguay estaba logrando la lideranza de su grupo cuando yo tomaba un ferry en unas barracas de Niterói para cruzar la famosa Bahía de Guanabara (el puente de más de 10 kilómetros que existe un poco más al norte prohibe el paso de bicicletas). Conocí a un par de ciclistas viajeros colombianos mientras la ciudad de Rio se nos acercaba junto a toda su espectacular y complicada geografía. Italia se ponía en apuros frente a Nueva Zelandia. Los colombianos se fueron hacia el litoral sur de la ciudad, Ipanema y Leblón, donde pensaban alquilar un departamento para quedarse algún tiempo trabajando con sus artesanías. Yo me quedé en el centro y, con la ayuda de otros ciclistas que conocí casualmente, conseguí un cuarto por 13 reales en el barrio bohemio de Lapa. Fue cuestión de bañarse y quitarse de encima un poco del cansancio acumulado para en seguida salir a buscar buses hacia Copacabana. Y ahí, bueno, lo ya dicho: millares de personas torcendo para que Brasil imponga su buen fútbol sobre los africanos. Jerarquía, le dicen. Vi el fútbol y la euforia, pero no el festejo. La energía me alcanzó solamente para volver a Lapa y caer rendido en un sueño de al menos 12 horas. Había llegado a nuevos días de descanso.

Por tres días me dejé conquistar por Rio de Janeiro. Di vueltas por todos los lugares que la han hecho famosa. Curioso: aún enloquecido por el fútbol, lo único que me faltó fue el Maracaná. El día en que quería ir a verlo lo perdí haciendo trámites en migración para que me extiendan el tiempo de permanencia marcado en el pasaporte. El país más grande de Sudamérica ya me había consumido tres meses de buena marcha, y pedía más. Pasée por los aeropuertos y los centros comerciales. Vi el Sambódromo y, de lejos, las favelas. Recorrí algunas calles de Cinêlandia y Santa Teresa, de Laranjeiras y Botafogo. Dos veces intenté encarar de cerca al Cristo Redentor, pero las lluvias me alejaron. Tuve que conformarme con subir al Pão de Açúcar y observar desde ahí la locura de una ciudad que parece haber sido derramada por accidente entre morros y peñascos. Mientras tanto, Sudamérica le enseñaba al mundo a jugar fútbol y Europa vivía no pocos lances vergonzosos. Todo marchaba bien.

Más por costumbre que por verdadera prisa, luego de Rio continué con la marcha acelerada sobre Sherpa, viviendo las mismas angustias futboleras de los días pasados. Lo que me hizo frenar fue un nuevo tipo de dificultad en la ruta. Luego de la Bahía de Guanabara el camino se volvió una montaña rusa de sierras escarpadas que acompañan a un litoral muy irregular. Subir, bajar, subir, bajar. Incluso salir de la ciudad fue complicado, entre túneles, puentes, mucho tráfico e incluso una contravía más larga y peligrosa de lo que debería permitirme. Playas muy turísticas hicieron difícil conseguir hospedaje gratuito o barato, aunque la cordialidad de la gente me ayudó a sortear algunos apuros. En tres días había llegado ya al estado de São Paulo, el más poblado y rico del país. A pesar de eso, la primera noche en el nuevo estado la pasé en una playa de pescadores muy pequeña y muy humilde a la que entré atraido por el nombre: Picinguaba (léase Peace in Guaba'). Para colocar mi carpa en el patio de la casa de don Israel -un pescador que amigablemente me ofreció el espacio- tuve que ascender unos 100 metros con Sherpa y su equipaje al hombro. Ahí escuché por horas historias sobre el cultivo de vieiras (un tipo de concha marina), un curioso viaje de negocios y el sabor único de la carne de tortuga, cuya captura es prohibida en el Brasil. A don Israel no le interesaba mucho saber que Uruguay se había metido entre los ocho mejores y que Ghana sacaba a los Estados Unidos tras un partido dramático. De hecho, me confesó en secreto que no le iba a Brasil, sino a Chile, en agradecimiento al gran trato que había recibido en ese país cuando, en un proyecto del gobierno, lo había visitado para especializarse en la cría de sus famosas conchas.

Se venía encima el partido Brasil-Chile (que a mí me supo a fratricidio) y yo seguía lejos de mi nuevo descanso. El aburrido encuentro con Portugal lo había visto en un restaurante de la carretera, todavía en el estado de Rio: nadie hizo mucho alboroto sobre eso. Yo tampoco. Tuve que aminorar un poco la marcha para alcanzar a ver el segundo tiempo de la goleada de Brasil a los chilenos. La cosa se ponía más intensa. La gente estaba más en las calles, había más banderas, más tronadores, cantos y "bubuzelazos". La ruta también se encendía. Ese día tuve que abandonar la costa en Caraguatatuba y ascender casi hasta los 1.000 msnm por la Rodovia dos Tamoios. Fue largo y difícil, al borde de una ceja de montaña que me ofreció una vista espectacular de la costa atlántica y los peñascos de la sierra paulista. A pesar de estar ya muy cerca de São Paulo, la marcha de esa jornada fue por una campiña solitaria y bastante silenciosa. El relieve le puso picante, pero me impedió seguir la clasificación de Holanda a los cuartos de final. pensaba pasar Salesópolis y dormir en Moggi das Cruzes, dentro ya de la región metropolitana de la capital, pero el fútbol volvió a alejarme del objetivo. Pasé la noche en el estacionamiento de una gasolinera de Biritiba Mirim. Por primera vez desde los páramos andinos, tuve que enfundarme bien en mis ropas nada invernales y dormir como una larva en el sleeping.

La última etapa fue casi toda urbana: 90 kilómetros desde mi confortable gasolinera hasta el corazón de un mastodonte al que los locales llaman "Sampa". El que salió con eso de la "selva de concreto" seguramente pensó en esta ciudad. Kilómetros y kilómetros de autopistas rodeadas por un tejido inagotable de edificios, estruendo constante de buses y camiones, una nube de polución que no se disipa nunca... São Paulo es grande, densa, exagerada. Hasta el centro llegué por el que debe ser uno de los ejes viales más transitados del planeta, la Marginal Tietê. Contrariamente a lo que había pensado, seguir las indicaciones que Felipe me había dado por teléfono fue bastante fácil. Antes de que Cardoso convierta el último penal paraguayo ante Japón yo ya estaba en la mitad del monstruo. El partido entre Portugal y España lo vi ya en la casa de mi nuevo anfitrión, aunque él estaba en su trabajo y yo había invadido su hogar con una copia de las llaves que me esperaba en la portería.

Encontrarse con un panita del alma, así sea siglos después de la última vez, es algo que fluye bien. Por un lado hay que empezar a conocerse de nuevo. Hay que descubrir qué cosas ha borrado el tiempo y qué cosas se mantienen, cuáles son los nuevos hábitos y conocimientos, los nuevos pensamientos y anhelos. A la vez, uno tiene la sensación de que no ha pasado un solo día, como si tan solo ayer hubieran ocurrido todas nuestras francachelas adolescentes. Nos envuelve una camaradería optimista y a la vez nostálgica. Las fotos, las memorias, las historias que son contadas por primera vez o las que vuelven a oírse después de años... Somos los mismos todavía, pero hemos cambiado tanto, en esencia y apariencia. Todo eso es algo bueno, de donde se aprende mucho. Los días en São Paulo han sido un gran estímulo, un buen motivo para sentirse agradecido por la amistad, la generosidad, la vida misma. Por instantes me he olvidado de que estoy recorriendo un continente en bicicleta. Parece que simplemente he cruzado la calle para venir a visitar a mi amigo, que en segundos estaré de vuelta en casa, aquí, a la vuelta.

Las personas, los amigos, los encuentros y reencuentros... Esas son las cosas más capitales de este recorrido sudamericano. También el fútbol, en estos días. O hasta estos días. Con cuatro selecciones en los cuartos, las cosas seguían sonriéndonos. Hasta que alguien puso STOP. La vieja Europa se empezó a vengar de nuestra buena racha inicial.

Para el partido de Brasil con Holanda salí nuevamente en busca de la multitud. A estas alturas la ansiedad es más que evidente. Se nota por todas partes. La ciudad ruge con cánticos y petardos, toda ella convertida en una bandera en movimiento. En el centro de São Paulo, el Vale do Anhangabaú exhibe dos pantallas gigantes con el juego en vivo. Uno pensaría que se trata de los graderíos del Morumbí. Es difícil moverse entre la gente que se aplasta. Son millares, todos entusiastas, celebrando su carnaval con gritos, bocinazos, coros. Yo he aprendido bastante bien a sentirme parte de este Brasil, así que me abro un puesto entre la torcida y colaboro con aplausos y gritos. Del juego casi no se puede ver nada con tanto alboroto. Parece que Brasil domina en la cancha. El gol viene relativamente temprano y el equipo, en lugar de sufrir apuros, desperdicia chances para aumentar la diferencia. Hay confianza en que se liquidarán las cosas pronto. Pero no. Algunos errores desequilibran el dominio brasileño y Holanda sabe mantenerse tranquila, inteligente, ordenada. Basta un gol en contra para que el gigante pentacampeón se derrumbe. El segundo gol de Holanda es devastador. Brasil no sabe cómo perder, se desespera. La bobada de Felipe Melo es tan solo una muestra de que el equipo ya no existe. El tiempo pasa muy, muy rápido. "Vai, relogio... Quebra ahi, caralho!", suspira un hincha a mi izquierda. No sirve de nada: Brasil fuera de la Copa.

Para mi sorpresa, yo soy el más triste de la hinchada. No veo más que dos o tres lloriqueos hasta que en la misma tarima donde se presenció la eliminación se monta para un concierto de musica popular brasileira. Como si nada. La gente se pone a bailar flameando las mismas banderas y con el mismo brío. Si no hubiese estado ahí diez minutos antes y solo hubiese presenciado esto, pensaría que se trata de una fecha cívica importante o algo así. La mayoría de paulistas se dispersa sin hacer mucho escándalo. Hay quienes hablan de Holanda como su favorita para vencer el Mundial. Hay quienes hablan de cualquier otro asunto ya. Al día siguiente, con un Uruguay clasificado a semifinales después de agarrarse del borde del abismo con las uñas, los petardos y bubuzelas brasileñas vuelven a sonar con cada gol alemán. La gente está más contenta por la humillación argentina que triste por la descalificación. Todo menos que "los hermanos" se queden con la Copa... Y Paraguay, bueno, qué pena, jugaron bien, fueron valientes, así es el fútbol. Cosas que pasan.

No hay tiempo para estar triste en el Brasil. La gente no se ha amedrentado. La idea sigue siendo la misma: "O hexa é nosso". Solo hay que esperar un poco más, retomar la magia. A mí, en cambio, se me derrumba un ciclo más. La estadía en São se ha pasado como un parpadeo y de nuevo estoy ya armando alforjas sobre una Sherpa flamante (gracias al Fel, que costeó un mantenimiento aniñadazo y algunas piezas de repuesto). La final del Mundial aún es cosa importante, claro, y espero llegar a verla con otros amigos y sonrisas nuevas. En el fondo, sin embargo, se me acabó esta Copa do Mundo. Como a Brasil. Qué pena. Creo que el Mundial me hacía compañía en el avance, me daba algo nuevo en qué pensar. Me queda seguir el ejemplo de los brasileños y no perder la sonrisa. El viaje sigue.

Sherpa se impacienta y yo siento algo como un vacío en el estómago. Abro mis mapas y comienzo a trazar nuevas líneas. Veamos qué nos tiene la carretera para encontrar más adelante. Del rey de los deportes nos queda, como siempre, la emoción y la ilusión.

Grande São. Grande Felipe. Grande Brasil.

São Paulo, sábado 3 de julio de 2010.

11.856 kilómetros recorridos.