viernes, 26 de febrero de 2010

Insolación en Oriente

He alcanzado el mar Caribe y al hacerlo he encontrado un temible y viejo enemigo: el calor. Hasta ahora, el día que recordaba como más caluroso fue aquel en el que atravesé el río Magdalena y avancé calcinando mis guatas en una nueva edición del Proyecto Morsa, poco antes de iniciar la subida a Bogotá. Ahora, sin embargo, recuerdo esa jornada con nostalgia de frescura. Esta zona de la costa venezolana que he transitado en los pasados días ha sido un horno inclemente. Aunque la sequía ha reducido notablemente el efecto de la humedad (por lo que sudo menos de lo que sudaría normalmente y no consumo tantos líquidos como lo hacía en los valles profundos de Colombia), en ciertos momentos me he sentido completamente fundido. Cuando compro agua fría, no siempre es para tomarla, sino para echármela encima y dejar de ser una melcocha acuosa. Me siento como queso en una olla de fondue. La cosa promete seguir así o empeorar. Cada que encuentro sombra para refugiarme, siento que el sol arriba se ríe a carcajadas mientras espera que yo continue para seguir machacándome.

Pero bueno: ¡Llegué al Caribe!

A Caracas volví el día 20 por la tarde. Empecé a pedalear dos noches después. Lenin Olivera, el amigo que me acogió en su depar, se encargó de pasearme por la ciudad y hacerme conocer algunos puntos claves. Dani también se preocupó por hacerme sentir acogido. La enorme ciudad de Caracas me había sorprendido ya por la magnitud de sus edificios y autopistas. El valle donde se concentra la urbe no es muy amplio, por lo que la ciudad ha crecido mucho de manera vertical y está atravezada por grandes ejes viales llenos de distribuidores y pasos elevados. Eso le da un aire ultra-moderno a ciertas zonas centrales. Los barrios que suben por las lomas circundantes le dan un tono de ebullición, como si la ciudad entera brincase por un lado y otro tratando de escapar de su propio furor. No pude visitar el famoso teleférico de El Ávila, pero pude ver grandes áreas de la ciudad, familiarizarme con el transporte público y hasta ir al cine.

Ya que mi apuro por llegar a Caracas me había impedido conocer el campo de Carabobo, cerca de Valencia, en Caracas no podía dejar de visitar el Panteón Nacional, donde descansan, entre otros, los restos de Bolívar. Las banderas que preceden a la tumba del Libertador son todas parte íntima de las aventuras de SAP: Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela. Junto a la de estos tres últimos se levanta también la bandera de la antigua Colombia (la que ahora calificamos de "Gran"), y que perdura como símbolo de unidad entre estos países que he podido recorrer.

Hacia las afueras de Caracas llegué por una gran autopista que descendió lentamente hacia la altura de la costa (Caracas, aunque a escasos 20 o 30 km del mar, tiene una elevación de 900 msnm). Fui lenta y tranquilamente, disfrutando del descenso y algo maravillado por el tamaño de la carretera, que incluia varios túneles, puentes y largos tramos construidos sobre pilares.

Una vez superadas las poblaciones de Guarenas, Guatire y Caucagua, abandoné la autopista y me fui adentrando por una zona húmeda y muy verde que me recordó a las llanuras septentrionales de Táchira, por donde prácticamente inicié la marcha en tierras venezolanas. Ahí empezó el suplicio del sol, aunque ese primer día fue casi benévolo comparado con los que vendrían después.

Tras unos 100 km de marcha, decidí detenerme en el pequeño pueblo de El Clavo, del que luego escuché macabras historias de peligro. Yo no me sentí inseguro, y al poco rato había conseguido posada donde una señora cuyo hijo mayor estaba por cumplir los 76 años. Imagínense la edad de ella. En su casa había funcionado hace tiempo un pequeño hotel, el único de la localidad, pero hoy en día el negocio había sido cerrado. Al ver mis circunstancias, me permitieron pasar la noche en una de las habitaciones y hasta me regalaron cambures (plátanos) para cena y desayuno, además de agua helada, café y una arepa con queso.

El siguiente día tenía la impresión de ser pan comido: Tenía que recorrer unos 90 kilómetros por terreno prácticamente plano y por una zona lo suficientemente habitada como para conseguir provisiones a cada momento. Hasta la población de El Guapo, donde una pareja extranjera me invitó a tomar refresco, avancé sin mayor problema y al amparo de las sombras producidas por la vegetación densa. Iba tranquilo, escuchando música, deteniéndome mucho y disfrutando del paisaje. Quizá debí encomendarme cuando pude a la Virgen de Chiquinquirá -a quien he encontrado por todo el camino desde la zona de Bogotá en adelante, y más ahora en su versión maracucha (de Maracaibo) que tiene muchos adeptos en toda Venezuela- mientras conversaba con un par de divertidos campesinos que peleaban entre sí en la zona de Cúpira. Luego de eso, todo fue sol demencial. No hubo virgencita que me salve.

En el desvío a Cúpira me tomé dos litros de cola helada en la compañía de Galo, un niño que conversó largo rato conmigo quejándose de lo poco que le daba la gente a cambio de su labor de limpiar los parabrisas de los carros que paraban ocasionalmente en la estación de servicio. Además de Pepsi, le regalé 10 bolívares, aunque creo que él esperaba algo más. Continué con recelo, temeroso ya del poder demente del sol. No habían pasado 15 kilómetros cuando un pinchazo complicado me tuvo al borde de la carretera por al menos una hora. Eso terminó de insolarme. Esa tarde llegué a Boca de Uchire completamente fatigado y rojo.

Dormí en una pensión del pueblo cuyo administrador, Fernando, cocinó una cena suculenta de arepa con caraota con ñeme (fréjol negro con huevo frito). Luego pasó un buen tiempo hablándome de las glorias de Chávez y los problemas de delincuencia en Venezuela, así como de los cinco hijos que tenía con tres mujeres distintas y la soledad que sentía administrando ese lugar sin compañía. Me decía, entre otras cosas, que a veces llevaba "carajitas de 16 años" para que pasen la noche con él. Ésas le cobraban 100 bolos. Las de 25 ya solamente cobran 40. Pero tienen 25, claro. En la mañana me preparó café y me regaló pan con mantequilla, además de litros de agua congelada para soportar el sol que se venía.

No seguí la ruta normal hacia Barcelona. Tomé una carretera pequeña que atraviesa el llamado Istmo Caribe, estrecho de unos 25 kilómetros de largo que separa el mar de la laguna salobre de Unare. En las partes más angostas, las dos masas de agua apenas están separadas por unas cuantas decenas de metros de arena. Estuve tentado a parquear la bici y echarme un baño entre las olas, pero las cuentas de la distancia que faltaba y el miedo al sol me detuvieron. Fue una buena idea: ese día llegué a la capital del Estado Anzoátegui casi a las ocho de la noche y completamente agotado. En cierto punto pensé en abandonar la marcha en Puerto Píritu y dejar el resto del camino para el día siguiente. Lo que me decidió fue una breve charla con unos policías del camino, quienes me alentaron a seguir y me explicaron a breves rasgos lo que tenía por delante.

Luego de prácticamente cocinarme a la entrada de Clarines y dejar atrás la entrada a Píritu, apreté las muelas y empecé a exhortarme mentalmente. No paré en los siguientes 35 kilómetros, avanzando con toda la fuerza que me quedaba por una extensa planicie árida que se prolongaba al infinito. Durante un buen trecho transité junto al Complejo Criogenico José Antonio Anzoátegui, la planta de procesamiento de crudo y derivados más grande de Venezuela, un verdadero bosque de torres de almacenamiento y refinación, además de kilómetros y kilómetros de tanques, tuberías industriales y demás. Ahí procesan todo lo que se puede uno imaginar en relación al petróleo: combustibles, plásticos, fertilizantes, materiales de construcción, etc.

A la salida de eso, un grupo de señores me dijeron que apenas faltaban 12 kilómetros para llegar a Barcelona. Mi odómetro marcó casi 30. Todos los días de descanso en Quito pasaron su factura esas últimas horas de marcha: ambas rodillas me dolían intensamente, no encontraba posición para las manos con tal de aliviar la sensación de hinchazón y el culo iba en llamas. Dolor en manos, rodillas y culo... Ahí tienen: lúzcanse con los chistes.

En Barcelona me esperaba un encuentro especial. Hace ya más de una década, Jonathan Silvestre fue mi hermano durante un año de intercambio en Midland, Texas (sí, señores, la ciudad de George W. Bush). No lo había visto, pues, en once años, y reencontrarlo en su ciudad natal ha sido el renacimiento de muchísimos recuerdos. Su familia y su vecindario ha sido extremadamente generoso y abierto para recibirme. Incluso organizaron una pequeña fiesta con parrillada, sesión de fotos, interrogatorio y demás. Comí hasta reventar, como de costumbre, y luego caí dormido hasta muy entrada la mañana siguiente. Día y medio después, sigo con dolores en muslos y rodillas.

Barcelona es, en realidad, parte de la conurbación más importante de todo el Oriente venezolano (región que agrupa los estados de Anzoátegui, Sucre, Monagas, Delta Amacuro, parte de Miranda y Nueva Esparta). El área urbana incluye, además de Barcelona propiamente dicha, las ciudades de Lecherías, Puerto La Cruz y Guanta. Como en toda Venezuela, la distribución de la ciudad combina de todo, desde zonas hiper comerciales y demográficamente muy densas como el centro de Pto. La Cruz hasta boulevares tipo Miami con canales para la navegación de yates y complejos con piscinas privadas. Gracias a Jonathan he tenido unos días de descanso con todo lujo y relax, aunque he debido emprender tareas duras como la de lidiar con sobreabundancia de cerveza, hielo, palmeras y clima despiadadamente tropical. Jua.

He recuperado el buen color de piel por el que en Quito fui llamado Barak O'Guaba o el Negro Camacho, y espero empezar a esparcirlo por el resto del cuerpo durante los días que dure mi recorrido por las playas caribeñas de Oriente. No sé si eso signifique simplemente mayor resistencia para la marcha que se viene o algún peligro grave como un futuro cáncer de piel, pero no me queda más que tratar de protegerme y seguir batallando con los calores que me arroja la ruta.

En mis circunstancias, la vida aquí es relajada y cómoda. Estoy una vez más rodeado por gente buena y sinceramente interesada en que yo continúe y pueda cumplir mi objetivo. La gente se sorprende cada vez más de lo que estoy haciendo. Yo, por contraste, cada vez me asombro menos: quizá se acercan los días en que avanzar cada mañana empiece a resultarme tedioso y hasta trivial. De una u otra forma, no puedo dejar de pensar en lo que será internarme hacia el interior del continente con las temperaturas de este sol que me trata como si le hubiese mentado la madre.

Me quedan pocos días para inciar la ruta hacia el sur, hacia el remoto Amazonas.

Barcelona, Venezuela, 26 de febrero de 2010.

3.616 kilómetros recorridos.

viernes, 19 de febrero de 2010

Un largo paréntesis en casa

Una larga y emotiva sonrisa de optimismo fue la celebración que me ha traído de vuelta a Quito para un gran descanso de dos semanas. Muchísimas de las personas más cercanas a mí se congregaron el pasado 6 de febrero para acompañar a mi hermano Felipe en su matrimonio con Alejandra, su amiga y compañera desde hace ya muchos años. Los que siguieron hasta el final la primera aventura de Sudamérica a pedal quizá recuerden aquellos días finales en los que, concluida la meta en Bariloche, fueron justamente Felipe y Alejandra quienes me recibieron con calidez en Buenos Aires. Fue el tiempo compartido con ellos el capítulo final de esa aventura tan exitosa y por la que me siento tan agradecido con la vida.

El tiempo, como los kilómetros, ha recorrido ya mucho desde entonces. Los novios son ahora esposos. Bariloche, Buenos Aires y todo el lejano sur es ahora un recuerdo enorme que crece y crece en la memoria de quienes estuvimos ahí. Nuevas metas han izado sus banderas y han reclamado nuestra mirada. Colombia ha sido conquistada y Venezuela alcanzada. Innumerables anécdotas y aprendizajes se han acumulado bajo las ruedas de mi bicicleta.

Pero quiero más.

No solo el matrimonio de mi hermano me ha traído de vuelta. Hay algo muy definitivo que me revuelve el pecho con apremio: Michelle. Que me resulte casi necesario viajar así, con un ancla tan fuerte en el lugar del que me alejo, puede resultar curioso, casi sintomático. Que ella ahora se vaya a otro país por un largo tiempo me resulta irónico. He vuelto también para despedirme de ella. Lo he hecho compartiendo dos semanas que ni ella ni yo podremos olvidar.

Cuenqui: me sorprendes cada día más con tu corazón enorme. Tienes un alma genuina, llena de una bondad radical que no he visto en nadie más. Te quiero. Te extrañaré sin pausa. Durante cada metro.

El avance casi febril que emprendí después de un primer mes con bastantes descansos ha tenido como clausura este temporal retorno a casa. Volver a los amigos es siempre un motivo de fuerza, una fuente de energía. Cada día que ha pasado aquí a contribuido a modelar un nuevo espíritu para este viaje que se apresta a continuar. Curiosamente, ahora siento un recelo que antes no había experimentado. Siento pena por lo que se acaba, por lo que he hecho ya. Me asusta un poco volver a los solitarios días de marcha, más aún al considerar que el nuevo desafío me internará por regiones cada vez menos pobladas y más remotas. La nueva meta es la ciudad de Manaos, el corazón de la amazonía sudamericana, mi puerta de entrada al país más grande de Latinoamérica: Brasil.

Los días cercanos a la boda de mi hermano han sido un verdadero brillo, una gran alegría capaz de refrescar a todos los que hemos tenido la suerte de estar cerca. No me queda sino expresar mis deseos de alegría a Felipe y Alejandra, cuya nueva empresa (mucho mayor que la mía), ha empezado a rodar ya.

Basta de descanso. Mañana vuelvo de vuelta a Caracas. Ahí me esperan Sherpa y quién sabe cuántos cientos de kilómetros más por recorrer.

Quito, viernes 19 de febrero de 2010.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Generosa Venezuela

La figura central de ciertas creencias religiosas ancestrales de la zona centro-norte de Venezuela es una diosa femenina llamada Yara, también conocida como Guaichía o por su nombre castellano de María Lionza. Aunque sus orígenes son inciertos y muy remotos, esta mujer fornida y escultural parece ser, aún ahora, la representación de la naturaleza misma. Me han dicho que en ella se concentra una compleja trama de simbologías que incluyen los conceptos de amor, fertilidad y armonía. Es, pues, una suerte de "Pacha-mama" de la tradición venezolana, y, como tal, una representación del carácter de la nación misma. De alguna forma me parece que la figura con la que han modelado a María Lionza dice mucho de Venezuela: tierra de gente de carácter fuerte, que se hace notar, altiva, bulliciosa y generosa a tiempo completo.

Por donde vive esta gente he pedaleado ya más de 1.000 kilómetros y he arribado al fin a la ciudad de Caracas, capital de la nación potencialmente más rica de toda Latinoamérica.

De Mérida partí hace ya más de una semana. Allí dejé con pena a un gran grupo de personas que me ayudaron y me acogieron con mucho entusiasmo. Gracias a sus gestiones y su sincero interés por mi viaje, de ahí en adelante siempre he tenido contactos suficientes para recibir ayuda, hospedaje y comida en toda la ruta hasta Caracas. De hecho, la última vez que saqué dinero de mi cuenta del banco estaba todavía en Colombia. Casi todo lo que he gastado en Venezuela ha sido fruto de la generosidad de la gente. Los venezolanos me han sorprendido por su buen ánimo y su generosidad. Siempre graciosos, malhablados, divertidos y exagerados, la gente de Venezuela se las ha arreglado para no dejarme ni un solo día sin recibir algún tipo de regalo, ya sean vasos de agua, posada, amistad o incluso dinero.

Gracias a la comitiva que me despidió en Mérida (con la que me he mantenido en contacto todo el tiempo vía celular) obtuve, además, las únicas fotos que tengo en todo el viaje de mí mismo subido en mi bicicleta y avanzando.

Las anécdotas de los pasados ocho días de marcha han sido muchísimas. He continuado sin tregua para llegar a tiempo a Caracas y eso me ha impedido tener días de descanso. Ni una sola jornada ha sido fácil. Aunque esperaba finalmente salir de la cordillera e ingresar a los famosos "llanos", no he dejado de ver montañas hasta ahora. Caracas, de hecho, se encuentra situada en un valle montañoso que le da un relieve muy complicado, aunque atractivo. A pesar de estar a pocos kilómetros del Caribe, la ciudad está a una altitud de 900 msnm. Los cerros del Ávila separan la urbe del litoral, y me han dicho que desde la punta se puede ver tanto la enorme ciudad congestionada y bulliciosa, del lado sur, como la amplia línea del océano, del lado norte.

Apenas hube salido de Mérida, me encontré con dos ciclistas de lo más peculiares. El primero fue Casey Kellog, un gringote barbón que lleva viajando ya dos años y medio por todo el continente. Hoy por hoy se encuentra regresando hacia Norteamérica luego de haber visitado casi todos los países de América del Sur. Él me preguntó por un ciclista brasileño, a quien yo no había visto. Nunca entendí si viajaban juntos o no, pero horas después de haberme despedido de Casey vi pasar al brasileño con cara de loco y a toda madre. Lo saludé, pero él no se detuvo, así que no sé nada más de ellos. A Casey le di los datos de Neudy en Mérida, así que seguramente a la gente de Fundaeventos les llegó una nueva carga ese mismo día, je.

Ese día emprendí el ascenso al último páramo tras el cual me despediría de los Andes. Fue una etapa relativamente corta (60 km), pero ascendí hasta casi los 3.400 msnm. En el camino tuve varios encuentros más: una familia de Portoviejo que se detuvo y conversó conmigo por unos minutos, un par de chamas de belleza venezolana que se bajaron de un carrote y me pidieron que les tome fotos (a lo que accedí con gusto y la boca abierta, pero nunca se me ocurrió hacerlo con mi cámara!!), dos muchachos que me guiaron por la población de Mucuchíes y me llevaron por un "atajo" que resultó larguísimo, etc. Me sorprendió la debilidad de mis piernas y el poco descanso que había logrado con los dos días que estuve en Mérida.

Gracias a los contactos de Neudy, en la población de Apartaderos tuve posada gratis. Yovanny Gil me costeó un cuarto y me invitó la cena. Yo no lo conocí sino hasta el día siguiente, cuando me preparaba para irme del pueblo. Él también salía de su negocio de venta de artesanías y pensaba hacer una etapa de entrenamiento por la zona de Santo Domingo de Mérida. Junto a su novia me invitaron a desayunar y me dieron las respectivas recomendaciones acerca del camino.

Decidí no tomar la ruta corta, que consistía en bajar a la ciudad de Barinas y continuar por los llanos, sino que continué ascendiendo hacia la cima del páramo. Apenas 15 kilómetros me llevaron a la cumbre del "Collado del nido del cóndor", el punto más alto que alcanza una carretera en toda Venezuela y, para mi sorpresa, el punto más alto que he alcanzado en toda la ruta desde Ecuador en esta segunda etapa de SAP. Mi altímetro marcó 3.960 msnm. El de un turista con el que hablé marcó 4.040 msnm. El cartelito oficial que estaba puesto al borde de la carretera indicaba 4.116 msnm. Ya supondrán a qué medición pienso hacerle caso.

Después del collado, todo fue descenso hasta la población de Valera, en el centro del Estado Trujillo. Aunque no es la capital, se trata de la ciudad más grande y activa de Trujillo y algo así como la "puerta de entrada" a los Andes para quienes van desde la costa o Caracas hacia las montañas. Mientras esperaba en la plaza por otro contacto de Neudy, llegué a hablar con el propio alcalde de la ciudad, Temístocles Cabezas, que resultó ser hijo de un ecuatoriano de Alausí y que dispuso toda una entrevista y sesión fotográfica en mi honor. Asumo que algo habrá aparecido en los periódicos locales, pero nunca lo supe con certeza.

La Brigada de Rescates Especiales y Comunicaciones de Valera BREYCOV24 me prestó una cama para pasar la noche. Uno de sus miembros me preparó un buen desayuno para partir temprano al siguiente día rumbo al siguiente estado de la ruta: Lara. Yo tenía en mente un camino prácticamente plano y sin complicaciones, pero, como suele pasar, nada de eso ocurrió.

Ese día pedalée 145 kilómetros. La habitual ayuda de la gente incluyó una donación inesperada. Me detuve junto a una alcabala (algo así como un puesto de inspección de la policía) para preguntar acerca del siguiente pueblo. El policía de turno estaba atareado hablando con camioneros y apenas me prestó atención, pero me vio con extrañeza. Casi no me dejó hablar. Solamente me preguntó de dónde venía y tras oír la respuesta extendió la mano con un billete de 10 bolívares y me palmeó la espalda: "Apúra, chamo, que te falta mucho". Se dio la vuelta y no volvió a decir más. Eran las cuatro de la tarde y en realidad yo pensaba preguntarle si era posible poner mi carpa junto a la alcabala para pasar la noche, pero con ese trato me pareció un poco torpe insistir en ello. Volví a montar y prácticamente no me detuve hasta que cayó la noche.

Estaba cansadísimo y me sentía especialmente sucio. La carretera estaba poblada por puestos de venta vacíos, la mayoría de ellos adornados con botellas envueltas en papel blanco y colgadas por cordones, por lo que hacían sonidos misteriosos al chocarse por el viento. La zona tenía un aire de desierto fantasma, sin casas, vegetación seca y baja, poco tráfico y una soledad fría, como de cementerio. Unos niños en un caserío me regalaron agua y me explicaron que no encontraría ningún pueblo, pero dijeron que en poco tiempo llegaría a una gran gasolinera donde vendían comida y podía encontrar baños. Llegué a oscuras y armé mi carpa en un estacionamiento. Algunos camioneros habían puesto sus hamacas entre los árboles y dormitaban, así que me pareció adecuado. Dormí con la carpa abierta, mucho calor y al arrullo del sonido del tránsito que pasaba a unos 20 metros de distancia.

A pesar de mis conocidas habilidades para pasar mucho tiempo sin bañarme (y sin sentir molestia alguna por ello, claro, destreza solo superada, según se ha probado en concurso público, por el inigualable Roberto "Pornoman" Ramírez, que en alguna época decoraba su piel con mera mugre), en la siguiente etapa hasta la ciudad de Barquisimeto pasé todo el día pensando en una ducha que tardó mucho en llegar. Yo imaginaba una zona verde, húmeda, muy poblada y llena de fauna, pero lo que encontré fue la continuación del mismo desierto vacío en el que apenas había casas y pequeños puestos de venta entre los espinares. La carretera, cada vez más ancha y transitada, por fin empezó a mostrarse verdaderamente plana.

Barquisimeto es una ciudad grande y, según pude ver, llena de instalaciones deportivas. En el Velódromo Héctor Alvarado encontré ayuda con la gente de FUNDELA (Fundación para el Deporte de Lara), quienes me prestaron un camerino en el coliseo de box, me invitaron a cenar y me permitieron usar las duchas.

Aún más, conocí al mismísimo Héctor Alvarado, un ciclista que se coronó de glorias en la década de 1950 y llegó a representar a Venezuela en muchos certámentes en todo el mundo. Junto al Velódromo conserva un museo con una gran cantidad de condecoraciones, fotografías, artículos de prensa, bicicletas de más de 60 años (una de ellas tenía aros de madera) e incluso un artículo de su propia creación: una bicicleta de ruta que, mediante un sistema de doble rotación en los piñones traseros y una extraña disposición de la cadena, permite pedalear tanto para adelante como para atrás: si se pedalea normalmente se usa un piñón grande, para subidas, y si se pedalea para atrás se usa un piñón pequeño, para bajadas.

Mi suerte y los contactos no acabaron ahí. De Barquisimeto, capital del Estado Lara, avancé hacia el estado Yaracuy, en donde tomé una ruta alterna a la vía principal y culminé una cansada etapa en la población de Nirgua. Ni siquiera pude abandonar la carretera para dirigirme a la plaza cuando un ciclista me llamó la atención y se puso a conversar conmigo. Su nombre es José Efraín Ríos, llamado "Thaín" por sus amigos. Él me condujo por toda Nirgua, verdadera tierra de ciclistas, y me presentó a varias personas locales. Una de ellas fue Carlos Ochoa, campeón de numerosas competencias ciclísticas entre las que se cuentan la Vuelta a Venezuela en bicicleta de hace un año. Carlos, que ha firmado con un equipo italiano y es uno de los tres únicos venezolanos que participarán profesionalmente en el "Giro de Italia", me pagó un cuarto en un hotel y me invitó a cenar.

A la mañana siguiente, Thaín me invitó el desayuno y me acompañó hasta la salida de Nirgua. Desde entonces ha estado pendiente por mensajes de la forma como me va tratando el viaje.

Así continué avanzando hasta la capital de Venezuela. En Valencia (tercera ciudad del país, después de Caracas y Maracaibo, y capital del Estado Carabobo) llegué una tarde de domingo letárgica y caliente. Por Maracay, capital del Estado Aragua, pasé a toda madre y casi sin fijarme en la ciudad. Por todas partes la gente ha salido a preguntarme acerca de lo que estoy haciendo y a ofrecerme ayuda. En La Victoria me ofrecieron posada (que no pude aceptar, por la hora) y me invitaron a almorzar. Un grupo de jóvenes se divertió dando vueltas en mi bicicleta y llenando mis termos de agua. Más adelante, en Sabaneta, me regalaron helados y chocolates. El día que dormí en Las Tejerías conocí a un grupo de bomberos locos y bromistas que también me invitaron a cenar y me dieron un colchón en su estación.

El último día de marcha iba ya muy desgastado. Subir a Los Teques, capital del Estado Miranda, me costó mucho. En algún momento llegué a los 1.200 msnm, superando la cota de los 1.000 que había abandonado desde mi descenso a Valera. Las piernas me dolían con un agotamiento arraigado. Todo el cuerpo empezó a quejarse. Quizá sabía que Caracas estaba cerca y aprovechaba para exigir el reposo prolongado que no le he dado desde hace mucho. Incluso he sentido algo parecido a mareos desde que pasé por Valencia, no sé si por alimentarme irregularmente o simplemente por cansancio. A fin de cuentas, desde Bogotá he pedaleado 20 días y he descansado 3. Mis semanas han sido largas y mis domingos cortos.

Ya en La Victoria había abandonado la enorme y excesivamente transitada autopista que entra a Caracas y había empezado a ascender por la panamericana antigua. En Los Teques, sin embargo, me desvié de esa vía y tomé una carretera más pequeña y vieja. Así me lo recomendó la gente. El resultado de tal desvío fue entrar a Caracas por donde todo el mundo me había dicho que no entre: los famosos "barrios". No he conocido venezolano que no le tenga recelo a la tristemente célebre delincuencia de la ciudad capital. Caracas, dicen, es la ciudad más cara de Latinoamérica y una de las más violentas. Historias truculentas de asaltos y asesinatos he oído muchísimos, y todas tienen que ver con la marginalidad y pobreza de los llamados "barrios".

Lo que la mayoría no piensa, sin embargo, es que esos barrios no están poblados de violencia y muerte, sino de gente; gente con la que se puede conversar; gente que vive y trabaja en esas lomas; gente que ahí tiene amores y familias, y que ahí habita con ellas. Entré a los barrios sin darme cuenta, y lo que encontré fue el cariño de siempre. Un motociclista bajó la velocidad y conversó conmigo por algunos minutos. En lugar de sacar un revolver y asaltarme, me dio ánimos y me felicitó. Otro pasó rápido, pero en lugar de verme con aspecto amenazante, se rió y gritó: "Usted sí que le ha hechado bola, chamo!" Más abajo un grupo de albañiles me silbaron y me gritaron ánimos soeces al estilo de: "Pedalea, culo flojo!". Un policía al que pregunté por el camino se negó a creerme que venía pedaleando desde el Ecuador y se burló de mis pretensiones hacia el Brasil, pero fue amable y me indicó la ruta en medio de risas...

Finalmente entré a Caracas, una nueva y gigantesca capital. Aquí mi pana Dani Rojas (del mismo clan de la Universidad Andina que ya se ha hecho cargo de mí en Pasto y Bogotá) me ha conseguido alojamiento y me ha orientado por la ciudad. Todo eso, sin embargo, será parte de historias futuras.

Hoy por hoy, lo único que da vueltas por mi cabeza es una idea fija: necesito descansar.

Caracas, Venezuela, miércoles 3 de febrero de 2010.

3.291 kilómetros recorridos.