
Finalmente abandoné Ibarra tras tres días y medio de enfermedad. Todavía mocoso y con tos, pero ya sin fiebre y pocos dolores, salí la mañana del domingo 13 hacia el norte, luego de un desayuno de despedida con mi tía y un encuentro fugaz con la Vale y el Filú, quienes habían ido a Ibarra para escalar el Imbabura. Lástima que me olvidé de sacar la cámara para registrar el encuentro. El sánduche que me regalaron me sirvió de merienda ese día y los bizcochitos todavía me sobran. Gracias, panas!
La salida de Ibarra fue lenta y tranquila. No sé si por la gripe o por falta de estado físico, el asunto es que iba sudando muchísimo. Me detenía a cada rato a tomar fotos y admirar las bellezas del paisaje, como la que sigue. Y hasta recibí unas cuantas llamadas de tíos y amigos que querían saber cómo seguía.

En no mucho tiempo ya me encontraba en pleno descenso al valle del Chota, uno de los más bajos que conozco en la Sierra del Ecuador (el puente de la panamericana está a 1.500 msnm) y por donde ya había pasado en bici en el pasado, tanto para subir al Carchi como para bajar a Lita y San Lorenzo. Esta vez, sin embargo, tomaría una ruta nueva para mi bicicleta: la subida hacia Mira y El Ángel.

Por primera vez en este viaje se me ocurrió sacar mi Ipod y pedalear con música. Fue una excelente idea. Hasta el atardecer de ese día, pasé tarareando melodías y a ratos hasta deteniéndome para cantar. Eso me dio mucha fuerza y me permitió distraerme de la calurosa subida, que fue larguísima. Mietras atravezaba los cañaverales del Chota en busca del desvío a Mascarilla y el inicio de la subida, estaba contentísimo de volver a la pedaleada.

No tenía muy en claro hasta dónde quería llegar esa jornada. Tenía algo de miedo por mi reciente enfermedad, y me parecía brusco tratar de hacer una etapa "normal", así que en mi mente flotaba la idea de pernoctar en Mira, a la mitad de la subida, o en San Isidro, unos 10 km más arriba, todavía antes de llegar a El Ángel. Aun así, como ha sucedido hasta el momento, el estar en la ruta me ha resultado muy "natural", como si no hubiesen pasado sino unos días desde las jornadas del viaje a Bariloche y todo esto no fuese sino parte de mi vida diaria. Fue eso quizá lo que aminoró el cansancio.

Cuando llegué a Mira, hacia las 2 de la tarde, lo que me tenía cansado era más el sol que propiamente la subida. Con la teoría de que todo lo que consuma de aquí en adelante se convertirá en energía más que en grasa, me zampé un almuerzote de churrasco y cerveza y, luego de conversar con la señora del restaurante, me eché a dormir en una vereda. Aún estaba a unos 3 o 4 kilómetros de Mira, pero ya había decidido avanzar más. Antes de que continúe, me regalaron una botella de limonada fresquita.

En Mira solamente me detuve a recordar viejas glorias. Algunitos se acordarán: la chamiza, el novillo de bombas, los pirotécnicos, la gallera con la Caramelo, la muerte del Ave, las spoilers, las fiestas en paz... Jua. Mira, en realidad, me hace acuerdo de Milady Chan Chan (Fanfarria Team FOREVER), ya que ella fue la que "descubrió" las maravillas del pueblo y aún ahora prepara una tesis de maestría sobre las "voladoras de Mira", suerte de brujas locales de las que, al parecer, ya no queda ni una. Al contrario de otras veces, mi paso por Mira fue inadvertido.

Hacia la tarde ya había subido muchísimo. Empecé a cansarme de golpe. Las paradas eran cada vez más frecuentes y largas. En una de ellas, hasta me di el trabajo de cosecharme un par de tunas al borde del camino y, armado de palos y una pequeña navaja, me las comí sin espinarme. Estaban amargas, a pesar de ser rojísimas, pero me divertió el proceso. El Chota y el Imbabura se veían cada vez más majestuosos conforme subía. Pensaba en que mis amigos (Vale y Filú) estarían para esas horas ya cerca de la cumbre, o aún bajando después de haberla conquistado.
Cuando llegué a San Isidro iba ya "pidiendo perdón". En una parada de bus con viscera me eché a dormir un rato. Cada que me canso empiezo a escribirle a Cuenqui pa que me mande ánimos, y esa no fue la excepción, así que pasé con celular en mano y botado en la sombra durante una buena media hora. Pensé en buscar refugio ahí mismo (eran ya como las 4 de la tarde). De hecho, estuve a punto de preguntar a un señor dónde podría poner mi carpa, pero alguien me informó que a El Ángel casi todo era bajada, así que decidí seguir.

Llegé pasadas las 5H00. Hacía frío y yo ya no daba. Había ascendido casi 1.500 metros de desnivel desde el puente de Mascarilla. Me demoré poco en la plaza y en seguida busqué a los bomberos. A pesar de apenas disponer de dos cuartos, ellos me recibieron con cordialidad y al rato ya estaba instalado. Hasta me invitaron a tomar cerveza (a lo que yo respondí con los bizcochitos de la Vale) y luego salimos a hacer patrullas. En la noche, llamaron a decir que había "alguien desorientado" por el cementerio. Fuimos allá y encontramos a un anciano que no sabía dónde estaba ni dónde vivía. Hicimos las averiguaciones y finalmente dimos con su casa, en donde al parecer vive con una hija que, como él, también está medio loca. Luego del ajetreo fuimos a dormir. Yo caí como tronco.

De El Ángel al siguiente día salí cerca de las 8H00. El pueblo se preparaba para feria, pero no pude ver más que las carpas mientras eran levantadas en las callecitas cercanas a la plaza. Quienes me preguntaban por mi ruta se sorprendían y me recomendaban no tomar el carretero antiguo que va hacia el páramo. Yo no les hice caso y seguí. Fue una desición excelente: hasta Tulcán recorrí el camino más hermoso que he visto desde Quito, aunque a ello contribuyó mucho el solazo espléndido que me acompaño toda la jornada.

Conté 18 kilómetros casi exactos hasta el refugio por donde se toma el sendero para visitar la laguna de El Voladero. Bastante antes de eso ya estaba yo completamente rodeado por frailejones y pajonales, según entiendo únicos en el país. A pesar de que el páramo había sufrido un grave incendio hace no mucho, el paisaje fue excelente. La carretera se tornó pesada debido a la tierra y las rocas flojas, pero no hubo lodo, y la subida jamás se hizo demasiado pronunciada. Llegué a los 3.700 msnm: desde El Ángel había subido poco más de 700 metros.

Quizá empiecen a terminarse los días de la "masacre". Aunque me cansé bastante, por primera vez en el viaje me sentí fuerte casi hasta el final. Durante la bajada hacia Tulcán, que disfruté muchísimo, tomé muchas fotos y me detuve decenas de veces. Vi conejos y muchos tipos de aves. Personas ni una sola. Esa carretera desolada (que es, en realidad, la antigua panamericana) resulta perfecta para un ciclista como yo. Todo el tiempo pasé en paz y tranquilidad. Para todo lado que veía me encontraba con una postal viva. Me daban ganas de quedarme más rato.

Apenas salí del páramo y volvieron a aparecer terrenos cultivados, ganado y, más abajo, algunas casas, tuve a Tulcán a la vista. Un poco más allá, Ipiales y los valles sureños de Nariño. No era la primera vez que tenía Colombia al alcance de la mirada. Medio pastuzo como soy (tres de mis cuatro abuelos son carchenses), he visitado Ipiales decenas de veces. Pero nunca he ido más allá (aparte del famoso Santuario de las Lajas que está a pocos kilómetros de la frontera). Ahora, en cambio, lo que veía era una promesa de mi futuro, un llamado. Francamente, estoy bastante emocionado por lo que se viene.

En Tulcán, de nuevo he recibido ayuda de familiares. Mónica Acosta, prima no tan lejana por el lado de Grijalva (el de mi abuela materna), me ha recibido en su casa. Aunque los he visto poco, su esposo e hijo me han dado consejos y ánimo. Aquí espero recuperarme todavía más de una fea tos que me acompaña y dejar de andar botando mocos por toda la vía. También resulta que aquí en Tulcán me llegaron las Navidades adelantadas. El David me envió de Quito una novela de César Aira y Cuenqui me mandó un regalazo vía Flota BABURA. En un viaje como este, pequeños objetos como éstos tienden a adquirir un valor simbólico, así que los regalos se suman a mi grupo de talismanes de la suerte. Una mariposita de tela que ha venido desde Cuenca ya está instalada en mi volante. Espero que su aleteo contribuya a acelerar la marcha.
Un dato curioso más: la primera noche que pasé en Tulcán conocí el pesebre más grande que he visto en una casa particluar. De lo que se ve en la siguiente foto falta casi un metro para cada lado. Tiene de todo: escenas del evangelio relativas a la Natividad, iglesias modernas, varias aldeas, un mercado indígena, hasta una pequeña sementera con trigo sembrado de verdad, etc... Pertenece a una señora Rosa (he olvidado el apellido), esposa de un señor Hugo Grijalva que a su vez es sobrino de Luis Grijalva, mi bisabuelo...

También aquí me encontré con el Pacho Gerrón (amigo de la adolescencia de mi padre, carchense de nacimiento y corazón, y padre de la Juaver, la panita que me pasó la gripe, jua). Lo acompañé a comprar algo en los almacenes duty free de la frontera y aproveché para sondear el camino, cambiar moneda y conocer los lugares donde tendré que hacer los trámites de migración mañana temprano.
Con esto, casi cuatro días más tarde de lo previsto, termina el capítulo ecuatoriano. A partir de mañana, todo será terreno nuevo.
Tulcán, Ecuador, martes 15 de diciembre de 2009.
276 kilómetros recorridos.