viernes, 23 de julio de 2010

Frío en el alma (variaciones psico-climáticas en la tierra del guaraní)

Un frente frío se expandía por sobre los cultivos de Paraná el día que salí de la casa de Jo en Jardim Alvorada. Maringá fue quedando atrás en una mañana enteramente gris, de vientos fríos y nada más que nubes en el cielo. Avancé con desgano, dejándome llevar por la obligación que me he impuesto antes que por el ímpetu de seguir adelante. Todo el día fue así: pedaleos lentos y apáticos, las nubes metiéndose en la cabeza y el termómetro en picada. Las advertencias que me había dado el clima se desbocaron sin tapujos en una sola mañana, o al menos eso creí: no sabía lo que tenía en frente. Cuando por la tarde buscaba un refugio en Campo Mourão, unos 100 kilómetros más al sur, me sentí abandonado en un universo que no me pertenecía, en el que no encajaba: había llegado el pleno invierno.

Dice la gente de las zonas templadas que los inviernos son deprimentes. Las personas tienden a refugiarse en el fondo de sus hogares y evitan el contacto con otros. Todo parece una pérdida innecesaria de energía: es mejor volcarse hacia adentro y esperar mejores amaneceres. Parece verdad. Después de los contactos cálidos en São Paulo y Maringá, el silencio del invierno se me hacía demasiado pesado. Hablar en voz alta con Sherpa era una pérdida de tiempo, cantar en voz alta era una pérdida de tiempo, pensar era una pérdida de tiempo. Los contactos por Internet resultan demasiado futiles. Los amigos viven demasiadas historias propias para tomarme verdaderamente en cuenta, y mi novia, cada vez más lejos, estira un silencio que se vuelve una tortura. Yo pedaleo solo, como siempre, pero por primera vez eso me duele. Es el invierno que penetra y se hace parte de los huesos.

No estaba preparado para lo que vendría al sur de Campo Mourão. Al contrario, la nostalgia me volvía débil. Hasta el municipio de Mamboré pedalée con relativa calma. Hubo un momento, sin embargo, en el que la amenaza de las nubes era ya demasiado brusca. Me detuve en una parada de buses de la carretera y, resignado, me equipé con todas mis ropas impermeables. Poco después empezó la lluvia. No paró hasta tres, cuatro días después. Los 7 u 8 grados de temperatura ambiente se sentían mucho más bajos al interior del aguacero. La lluvia paró y renació, muchas veces, como si midiese mi capacidad de resistir. Para la hora del almuerzo lo tenía mojado todo. Comí con algo de ropa seca encima y luego, para la tarde, sentí que sería buena idea ahorrarle trabajo al agua y continuar con las mismas prendas mojadas de la mañana.

Cosa curiosa: el agua helada me hizo reaccionar. Mi tristeza empezó a volvérseme motivo de risa. Cuando llegué a Ubiratã, unas tres horas más tarde, Sherpa y yo íbamos bromeando con nuestras vacaciones paradisíacas bajo el hielo de Paraná. El dueño de una vulcanizadora se reía incrédulo: "Tá doido, cara? Rodando neste friu?" Yo sonriendo como un niño: "Tá frio mesmo, neh?" En la noche pedí cobijas extra y puse entre ellas mi ropa mojada para secarla con mi calor mientras dormía. Muerto por mil, muerto por mil quinientos: no pensaba detenerme. Ya saben, nunca lo hago.

Realmente no sé de dónde saqué el valor necesario para emprender la marcha a la mañana siguiente. Ese día llovió todo el tiempo, desde el primer kilómetro hasta el último. Simplemente me hice a la idea de no sentir nada en los dedos, las orejas, la nariz. Pensaba que mientras más avanzase más descansaría luego, y empeñaba mi tiempo en imaginar un abrazo eterno con Cuenqui, nariz con nariz, bajo la protección de una tonelada de cobijas. A pesar de todo, ese día hecho de hielo y un cielo blanco no fue el más difícil. A la mañana siguiente amanecí en la ciudad de Cascavel, sin lluvia, y tomé una decisión que probaría ser más extrema en los hechos que en las palabras: no me detendría hasta alcanzar la frontera, en Foz de Iguaçu, a 150 kilómetros de distancia.

Fui capaz de algo que ahora no creo posible. Recordarlo me devuelve los escalofríos. Solo veo vaivenes largos poblados de nubes, agua y frío. Mucho frío. Mi primer descanso lo ocasionó un pinchazo en la llanta trasera. Ya que la lluvia me impedía parchar, puse mi tubo de reserva y continué. Lo normal hubiera sido parchar el hueco durante el almuerzo para tener la reserva lista. Solo que nunca me detuve a almorzar. Hacía tanto frío que no podía detenerme. La única forma de poder continuar era manteniendo el calor causado por el ejercicio. Cuando volví a pinchar por la tarde me quedé helado. Más todavía cuando revisé mis herramientas y encontré solo dos parches. ¡Qué descuido! Perdí el primero tratando de parchar bajo la lluvia. Mientras cortaba el segundo para convertirlo en dos, mis manos temblaban azuladas. Por más que trataba de proteger el tubo del agua, la goma resbalaba y se hacía inútil. Terminé por exprimir todo el pegamento sobre un parche mojado y embutir todo eso dentro de la llanta. Sorpresa: funcionó. Más sorpresa: cuando estaba por poner a Sherpa de nuevo en pie, descubrí que la llanta delantera también estaba desinflada. Nada que hacer más que tiritar de preocupación con el único acompañamiento del agua que me lanzaban los camiones. Los siguientes 10 kilómetros avancé a piques de velocidad que me duraban lo que el tubo tardaba en desinflarse. Volvía a inflar, bajo la lluvia, y seguía. Y el frío se volvía cosa de miedo.

En São Miguel do Iguaçu encontré una vulcanizadora y pedí ayuda. El dependiente no solo no me cobró nada, sino que me ofreció comida. Yo la rechacé aduciendo que me faltaba tiempo para llegar a Foz antes de que oscurezca. Él se sorprendió: "¿A Foz?" Mientras me alejaba, gritó: "¡Suerte!" Lo hizo así, en español. Era el primer paraguayo que encontraba en el camino. De hecho, creo que fue el primer paraguayo con el que he hablado directamente en mi vida.

En la noche llegué a Foz de Iguaçu como si me hubiesen demolido a golpes. Lo más impactante, sin embargo, era que estaba asustado. Todo yo era lodo y agua. Sherpa había vuelto a perder dos radios, le sonaban los ejes y tenía los mandos atorados por el lodo. Si me hubiesen dicho que todos los días continuarían así, quizá hubiese desistido. Llegar a Foz fue demasiado frío y demasiado cansado. La última hora la pasé deambulando por el centro, inmune ya a la lluvia, buscando un refugio para pasar la noche. Me metí a la ducha con todo, ropa, zapatos, alforjas, y tomé uno de los baños más largos y placenteros que recuerde. El problema fue que, al salir, seguía con miedo. Lo más difícil en esos momentos es no tener a quién arrojarle todo para compartir el agobio. Entonces el miedo, como el frío, se mete adentro. Me desespero mandando mensajecitos por Internet, pero es imposible lograr algo más que prolongar la angustia. Termino por odiar el Facebook cada vez que salgo de él sin haber visto un mensaje de Cuenqui diciéndome que sí, que también me ama, que me manda un beso en el cuello para calentar mi noche. Y me duermo con toda la pena del invierno metida en el estómago.

Después de la crisis, viene la calma. Es un ciclo natural. Uno busca otros asideros, retoma la tranquilidad, se distrae. Las nubes esperaron que yo me detenga para ellas también parar su llanto. Durante el primer día de descanso en la frontera disfruté del enorme espectáculo de las cataratas. El río Iguaçu estaba majestuoso y lleno de ira: algo bueno tenía que venir con tanta lluvia. Contemplar boquiabierto el torrente de agua era una suerte de respuesta a mis esfuerzos. Me había ganado el premio de presenciar la maravilla. Quién sabe cuántas historias viajarán entre los cientos de personas que desfilan frente a las cataratas tomando fotitos. Para mí había en ellas una nueva revelación de nuestra fugaz trascendencia, de la belleza que pueden encerrar todos nuestros jueguitos de dioses inútiles. Y con ello, un motivo de alegría, de satisfacción, de calor en las entrañas.

Quizá más espectacular que la maravilla natural que marca un punto de la frontera entre Brasil y Argentina es, por lo dicho, la maravilla humana que forma un nudo entre Brasil y Paraguay. Itaipú Binacional es todavía la represa hidroeléctrica de mayor capacidad productiva en el planeta, y recorrerla me generó un aire de orgullo no solamente como sudamericano, sino como parte de una especie fascinante. 14.000 Megavatios producidos por 20 turbinas gigantescas que reciben impulso de 3.500 kilómetros cuadrados de aguas retenidas del río Paraná, un volumen de concreto equivalente a 210 estadios Maracaná y tanto hierro como el necesario para construir 380 torres Eiffel... Itaipú es sorprendente. Dividida en partes iguales entre ambos países, tan solo el 7% de la energía de Itaipú es suficiente para abastecer más del 90% del consumo paraguayo, mientras que el restante 93% (Paraguay le vende al Brasil lo que le sobra), cubre casi el 20% del consumo brasileño. Ya que los terrenos de Itaipú Binacional pertenecen tanto al Brasil como al Paraguay, puedo decir que la primera vez que puse pie en suelo paraguayo fue sobre esa mole de concreto.

Finalmente, Paraguay. Aproveché el primer día en que los pronósticos anunciaban buen clima para despedirme de cuatro intensos meses en el Brasil. En realidad, jamás me despedí. Estaba demasiado ocupado disfrutando de más de 10 grados en el termómetro, tratando de recordar cómo era eso de ingresar a nuevos países en bicicleta. Los trámites en migración duraron poco. Antes de las 9H00 (gané una hora al cruzar la frontera) ya estaba con un nuevo mapa en la mano escogiendo rutas y aprendiendo nombres. Quien me recibió en Paraguay fue la segunda urbe del país y capital del estado del Alto Paraná: Ciudad del Este. Fue un poco como volver a casa: el caos de los comercios informales, los buses y taxis sin paradas señaladas, los gritos de los vendedores, la policía deteniendo carros, la basura... Ciudad del Este parece estar condenada a ser la administradora del paso de contrabando más activo de Sudamérica. Todo está concebido para venderle al Brasil lo que ya tiene, pero más barato. Eso hace de la ciudad un eterno alboroto. Yo pensaba en Huaquillas, en Rumichaca, y me sentía agradecido por tener vecinos bastante más modestos que el gigante portugués.

Uno no conoce un país hasta que empieza a relacionarse con la gente. Y relación significa interacción. No es tan fácil como parece, sobre todo si la vida de uno se centra en lugares de paso como hoteles, restaurantes y gasolineras. Los primeros paraguayos con los que traté de hablar me miraron con una seriedad muy diferente a la alegre curiosidad brasileña. Al principio no entendí lo que me decían o se decían entre ellos. Luego me di cuenta de que que no podía entenderlo: la vida rural paraguaya está más en guaraní que en castellano. Aunque la "oficialidad" (sobre todo escrita) está en español, la vida diaria del campesino paraguayo se habla en la lengua indígena. No parece haber persona que no sea bastante fluida en ambos idiomas, y para algunos (más de 2 millones, según me dicen), el español es apenas una segunda lengua. Vaya sorpresa: un país verdaderamente bilingüe, capaz de aceptar y vivir un legado indígena tan fundamental como el idioma. Yo estudié kichwa por dos años y medio, pero fuera de mi conocimiento gramatical es poco o nada lo que sé en un sentido práctico. El problema es que, en el fondo, los kichwa-hablantes prefieren que los mestizos nos mantengamos alejados de su lengua, su mundo profundo. En el Paraguay ha ocurrido lo contrario: lo mestizo y lo indígena no se perciben como puntos antagónicos, sino como parte de un conjunto unitario. El Paraguay es, por tanto, una nación tan "guaraní" como "española". Lo indígena es parte integral del mestizaje, no una reducción que precise "respeto" o "protección". Los indígenas del Paraguay no son "distintos" a los mestizos, son los mismos. Todos son verdaderamente partícipes del mundo guaraní a través del idioma.

El contraste con el Brasil es muy fuerte. Pasé de un país con más de 180 millones de personas, que mueve una economía muy poderosa y en auge, con un territorio infinito, a un país de apenas 6 millones de habitantes, no exageradamente mayor en tamaño al Ecuador y con la economía más pequeña y dependiente de la región. El mapa de Brasil es una telaraña de caminos y municipios regados como piedras en un río, donde muy fácilmente se encuentran conglomerados de más de medio millón de personas. En Paraguay la cosa es más simple. Desde Ciudad del Este (que, aunque es la segunda ciudad del país, no llega a los 400.000 habitantes), o iba al occidente, a Asución, o iba al sur, a Encarnación. Pare de contar. Las vías asfaltadas son pocas y pequeñas, y, al menos cerca de la frontera, más pobladas por placas brasileñas que por placas paraguayas. Por alguna razón, Brasil me creó una saudade inmediata. Me demoré más de dos días en dejar de soltar "bom dias" y "obrigados" y ya desde el primer almuerzo me hizo falta la infaltable montaña de fiejão sobre el arroz. Los precios no bajaron tanto como yo esperaba, e incluso subieron en los hoteles, que se han vuelto indispensables en estos días de lluvia.

El día en que empecé a darme cuenta de estas cosas fue un verdadero descanso a las penurias del invierno. Apenas cruzada Ciudad del Este, me tuve que detener para aligerar mis ropas y guardar el equipo de lluvia. Por la tarde, incluso, volví a ver al viejo sol, tantas veces amigo y enemigo. Para el segundo día en tierras guaraníes, la calidez empezó a aparecer también en las personas. Cerca de Coronel Oviedo, capital del Departamento de Caaguazú, me detuvieron en la carretera una mujer (Nancy) y su hija (Clara). Me habían visto pedaleando y pararon para saber si necesitaba algo. Para ese entonces yo estaba lejos de mis depresiones gruñonas del Paraná. La cordialidad me encantó y al rato estaba almorzando con ellas en su casa del centro de la ciudad. Una buena sopa de poroto paraguayo terminó de llevarme por la transición al nuevo país. Las nuevas amigas, además, me llenaron de datos turísticos interesantes y me dejaron percibir algo del alma paraguaya: los orgullos nacionales, los símbolos del pasado, la relación con el tupi-guaraní...

En las llanuras que precedieron a San José de los Arroyos me detuve a comer unos cuantos bananos que me había regalado Nancy al salir de su casa. Si no lo hubiese hecho, no habría tenido el extrañísimo encuentro con una tumba de aparenetes malos augurios. Sobre un pequeño mausoleo, una bicicleta destruida por el paso del tiempo y el estómago de algún camión. La escena llamaba la atención, sin duda, pero fue al acercarme que descubrí el símbolo oscuro que me puso la piel de gallina. Fíjense bien en la rueda trasera: en la parte inferior tiene amarrada una pequeña insignia. Es un bracelete tricolor que lleva bordado un nombre muy grande: ECUADOR. Estaba nueva, así que era evidente que había sido puesto ahí recientemente. Una banderita de Ecuador amarrada a una bicicleta destruida en el oriente paraguayo. ¿No es extraño? Me reí por los malos presagios y pasé el resto de la tarde tratando de elaborar teorías que expliquen el hallazgo. Después lo entendí: ¡los amigos del Yaku Ñan! Un grupo de 12 ecuatorianos que ha viajado en los últimos meses desde Quito hasta Foz de Iguaçu en bicicleta siguiendo casi exactamente la misma ruta del primer SAP. ¡Colegas en la ruta! Yo acabo de enterarme de su paso por aquí. Aún más: parece que estuvimos en Foz en los mismos días... Nos hemos cruzado sin saberlo, y, sin saberlo, nos hemos unido en una misma tarea, la de unir nuestros países pedaleando. Hubiese sido bueno saber de su blog durante los días de marcha. Por suerte dejé la banderita donde la encontré. Seguramente fue colocada ahí como un homenaje, y ese es el fin que le corresponde.

Tuve que pedalear muy duro esa tarde para escapar del aguacero (cosa que logré solo parcialmente) y encontrar refugio en Itacurubí de la Coordillera. De coordillera, como supuse, apenas unas lomas indignas de su nombre. Alcanzarlas significó, con todo, ponerme a un día de Asunción: ya ni la lluvia podía privarme de una nueva victoria. Antes de llegar a la capital visité el Santuario de la Virgen de Caacupé, la mayor veneración del Paraguay. Volví a esquivar chispazos de lluvia amedrentadores mientras avanzaba por los varios municipios que componen la Gran Asunción en busca de una ruta al centro. La parte final fue tediosa por el frío, el tránsito desordenado, la estrechez de las avenidas y el hambre. En el centro de Asunción pasé al menos una hora buscando una posada: a pesar del frío, los hoteles están abarrotados de turistas brasileños que aprovechan sus vacaciones invernales en la que, según me dicen (me niego a creerlo), es la capital más caliente de América del Sur (en temperatura promedio al año).

La ciudad más importante y poblada del Paraguay ha sido, en conjunto, una pequeña decepción. No es fea, pero tampoco brilla. No es espectacular ni insignificante, ni cosmopolita ni pueblerina. De las glorias de su pasado (que las tiene, pero las dejaré quizá para el siguiente post) parece que solamente le quedan las historias. Aún me queda algún tiempo para tratar de descubrir algo que me impacte en las calles de esta ciudad en la que se forjó uno de los países más originales de la América hispana. Por ahora me ha parecido demasiado "común y corriente", además de severamente hostil para quienes nos movemos en bicicleta. Luego de haber conocido urbes muy activas en el tema del ciclismo como opción de transporte (como Rio o Bogotá), resulta curioso encontrar una capital nacional que ni siquiera se ha planteado el problema todavía. Parece que Asunción aún está lidiando con el caos que le originó su crecimiento desmedido y apenas es capaz de sostener el tránsito de vehículos motorizados: el asfalto es malo, la señalización insuficiente, los carros y buses viejos y destartalados...

Es poco lo que se puede ver del río Paraguay y la bahía fluvial junto a la que está construida la ciudad. En vano he buscado algún mirador natural que me permita observar y comprender mejor la disposición de la urbe. No he encontrado un buen taller de bicicletas y, para colmo, las conexiones telefónicas hacia el extranjero son pésimas (Cuenqui se sigue alejando). Lo que me ha mantenido optimista, en cambio, es la calidez de la gente. Los paraguayos han resultado ser bastante bromistas y conversones. Muchos me han detenido a hacer preguntas sobre el viaje y me han ofrecido ayuda. Su apariencia de seriedad o incluso ira es meramente superficial. Lo que les sobra es garra y pasión futbolera. Todos me reconocen por venir de la ciudad donde hasta hace poco jugó Enrique Vera, y la mayoría se sorprende cuando les explico que la verdadera pasión de nuestro fútbol capitalino se llama Deportivo Quito. Por último, no logro descifrar el acento con el que hablan, a veces idéntico al argentino y a veces tan extraño que pienso que están hablando en guaraní cuando en realidad lo están haciendo en castellano.

Se acerca un nuevo frente frío desde el sur. Los noticieros dicen que quizá pueda disiparse un poco, que quizá no sea tan fuerte como el último. Todos, sin embargo, utilizan las palabras "frío polar". Yo no tengo tiempo para sentarme a esperar. Si quiero avanzar, tengo que seguir esquivando la lluvia y aprovechando los días en que el sol se digne a dar la cara. Me niego a repetir lluvias de hielo como las del Paraná. He logrado recuperar el ánimo durante las jornadas paraguayas y pienso aprovechar ese buen espíritu para dirigirme hacia una nueva frontera. En no mucho tiempo estaré saludando una vez más a la Argentina. Me impaciento.

Espero tener la fuerza para que mi alma no se vuelva a congelar en el proceso.

Asunción, Paraguay, viernes 23 de julio de 2010.

13.355 kilómetros recorridos.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Felicitaciones, querido Andrés, por este nuevo triunfo! Sobre las distancias, sobre el frío, sobre la lluvia, sobre la soledad. Triunfo de tu fuerza y tu tenacidad. No en vano a un antepasado tuyo le llamaron "El Empecinado", sobrenombre que te vendría igualmente bien.

Tus lúcidos (aunque damasiado breves) comentarios sobre la sociedad paraguaya me recuerdan la fuerte influencia de las misiones jesuíticas en el origen del país y su respeto y aprecio por la cultura guaraní.

Conforme el invierno se haga más frío, procuraré poner mayor calor en mis abrazos, que te los renuevo desde esta dulce Quito, la del clima benigno, nunca demasiado frío ni demasiado caliente.

¡Feliz pedaleo!

CLC

AAAbikers dijo...

Estuve a punto de mencionarte un "Falta poco" como si esto fuera una expresion de aliento.

Pero luego medité sobre el impacto que estas palabras pueden tener en alguien cuyas metas siempre están un poco mas allá, cuyos objetivos son cada día mas ambiciosos.. y entonces un "falta poco" es por demas conformista.

Creo que cabe mejor una meditación de antiguas raices, de aquellas que hacían nuestros abuelos cuando descubrían en el camino un sufrimiento y decidían superarlo a fuerza de empujones.. "Chulla vida Andres.. y ni siquiera has vivido la mitad". A donde te llevaran tus derroteros ?.. Amigo... no dejes de llevarnos contigo..

YAKUÇAN dijo...

Querido Andres!!

Alguien asi falto en YAKUÇAN para mantener la pagina actualizada!! Q buen trabajo!!

Q buen viaje oeeeeeeeeeee!! Linda la nota de la banderita que encontraste en esa bicicleta en medio de Paraguay!!!

Un fuerte abrazo y mucha suerte!!

fanfarriateam dijo...

que fuerte ese invierno, hasta acá sentí el frío...!
cariño total apoyo total pasion total
vamos hermano!!!

Jose dijo...

Hola pana, no sé si te acuerdes, pero soy ex pesta josé lópez, bueno pana resulta q' me enteré q' estas en estas del viajar...sólo quería comentarte q' estoy en Porto Alegre, si quisieras pasar sería para mi un honor recibirte...quiero desearte la mayor de las fuerzas para enfrentar el frío do sul...
abraço
ze

sara dijo...

calorcito para vos me guabas!!! avanza, avanza...