viernes, 2 de julio de 2010

A Copa do Mundo

Esta vez el asunto empieza en el Soccer City de Johannesburgo. La noche es fría, aunque solo fuera de la cancha. Luis Fabiano recibe una bola cerca del área, la domina con la ayuda del brazo, hace dos sombreritos increíbles y le da un zurdazo. Estalla el estadio. Estalla la ciudad. Brasil amplía su ventaja sobre Costa de Marfil y prácticamente define su clasificación a la segunda fase. Nadie espera otra cosa. Nadie duda que Brasil dominará el grupo, que vencerá a todos, que inflará su gloria. El mundo está acostumbrado. Eso parece. A miles de kilómetros, los estallidos se expanden por todo el país verdeamarelo. Estalla también Copacabana. Abrazos, alaridos, coros, desenfreno. Miles de personas son una sola alegría. No hay para qué ahorrar efusividades. Es el país rey del festejo, rey del fútbol, y está ganando como siempre. "O hexa é nosso!", retumba en la multitud. "Brasil! Brasil! Brasil!".

En medio del carnaval, yo estoy quedándome dormido. Así, de pie. Me duelen las piernas como no lo habían hecho en meses. Siento las rodillas abiertas como una fruta aplastada, y, a ratos, tiemblan mis muslos. Llegar a Rio de Janeiro a tiempo para el partido me costó cuatro días y medio de marcha desenfrenada. La etapa más corta fue de 110 kilómetros. La más larga, de 180. Volví a transitar por carreteras no pavimentadas, pedalée de noche, dormí en gasolineras, bordée el agotamiento. Pero lo logré, de nuevo. La cidade maravilhosa significó un nuevo punto de giro en las aventuras de SAP: por fin el Brasil empezaba a verse pequeño, posible, cosa hecha. Y yo empezaba a celebrar convirtiéndome en un hincha fanático del mejor campeonato de fútbol que existe en el mundo.

Nunca uno sabe los colores que irá tomando el camino. Desde que empezó el Mundial, he entrado en un nuevo estado de locura. Para mi sorpresa, estoy más futbolizado que la mayoría de brasileños. Ellos solamente están pendientes de los suyos, a quienes siguen con detalle. Yo estoy pendiente de todos. Y con Sudamérica jugando bien, la cosa se me sube a la cabeza. De pronto pedalear ha pasado a ser casi un obstáculo, una molestia entre juego y juego. Corro de gasolinera en gasolinera tratando de mantenerme al tanto, preguntando con angustia quién hace los goles, quién juega mejor, quién da más espectáculo. Calculo mis días para poder presenciar al menos parte de los partidos, al tiempo que muero de iras cada vez que la carretera me retrasa y tengo que conformarme con las incompletas repeticiones. Estoy pendiente incluso de los equipos que no me importan, y rara vez voy a dormir sin haber logrado mirar todos los goles para completar mi propia tabla mundialista. Casi no me acuerdo del viaje antes del Mundial. Siento pena ya por el viaje que continuará después, sin goles.

El país me ha contagiado su fiebre. Las ciudades se han vestido de los colores de la bandera. Buhoneros hacen su feria con chucherías de todo tipo, desde diminutas banderitas de plástico hasta las malditas cornetas que zumban el día entero, dentro y fuera de la televisión. Deambular por el Brasil durante el tiempo de un Mundial no es poca cosa. Eso pensé. Por eso decidí volver prioritaros al menos los juegos de la selección de Dunga.

Al primer partido de Brasil lo alcancé todavía en Vitória. Yo había ido a dar a una curiosa pensión del centro poblada solamente por ancianos, olorosa a medicinas, orines y madera vieja. Ya desde la primera noche había trabado amistad con algunos de mis vecinos de cuarto, a quienes encontraba a veces vagabundeando por las calles cercanas, ejerciendo algún oficio similar al mío, sin hogar. Junto a la posada, en un pequeño bar de barrio, me refugiaba durante los partidos y conversaba con los hinchas locales. Luego de la victoria ante Corea del Norte, pasé un buen tiempo entre un grupo de lo más peculiar. Jorge Florentino, un boliviano criado en Brasil, era quien orquestaba buena parte del ambiente bromista y chabacano de la cantinita. También conocí a Alexandre y Zé Carlos, que me llevaron a presenciar una función de pagode entre feijoada y queijo assado. Juliano y Jamilly, novios en aparente crisis, me regalaron 50 reales con la condición de que los utilize para pagar una noche más en Vitória. Yo me resistía. En algún punto de la velada, mientras seu Jorge trataba de conseguirme una entrevista en la televisión y Jamilly me ofrecía una habitación en su casa por encima de la mirada severa de Juliano, me ablandé. A lo Dom Pedro I: "Fico!" Con eso quedamos todos contentos y seguimos celebrando la victoria con comida y cerveza. Al siguiente día, sin embargo, partí: tenía que llegar a tiempo a Copacabana.

El litoral sur de Espírito Santo fue un grato reencuentro con el mar, al que no veía prácticamente desde la Bahia de Todos os Santos. Chile le daba una fuerte bienvenida a Honduras mientras yo pedaleaba horas junto a un ciclista local que me acompañó de Vila Velha a Guaraparí. Cuando yo pasaba volando por las playas de Anchieta y Piuma, España era sorprendida por Suiza. Para la caída de la tarde, en una gasolinera de Marataízes, me embutí de chocolates mientras Uruguay le aguaba la fiesta a los anfitriones de la Copa. El siguiente día fue algo parecido: yo comiendo kilómetros como poseso mientras mi cabeza andaba más en los estadios de Sudáfrica que en las carreteras de Brasil. Por qué tanta fiebre de Mundial? Por días fue eso en todo lo que pensé. Algo me decía que estaba obligado a vivir al máximo un Mundial de fútbol en el país más futbolizado del planeta.

Fueron fuertes los días hasta Rio. Hermosos. Playas remotas. Pueblos que el propio Brasil ignora que posee. Caminos pedregosos serpenteando junto a las olas, o hundiéndose en los cañaverales sin fin de donde sale todo el etanol que veo distribuir en las Petrobras del camino. Cuando entré al estado de Rio de Janeiro sentí que de pronto había llegado a otro planeta. Propiamente nada había cambiado, ni la gente, ni los lugares, ni los nombres. Pero era Rio. Rio! Una de las capitales del globo, una ciudad en la que vive todo el mundo, este ahí o no. Avanzaba con doble impaciencia: la del fútbol y la de la ciudad que me llamaba. La noche que dormí en Macaé estaba nervioso, apresurado. Solo pensaba en la mañana siguiente, cuando podría seguir avanzando. Quería llegar a toda costa. Pedalée de una manera que ya se ha vuelto cosa habitual: en una suerte de éxtasis, completamente feliz. A veces me pregunto si mis epifanías sobre ruedas no son más que un exceso de endorfinas revolcándose en mi cuerpo, placer que me trae el movimiento, ejercicio conducido a la exageración. Almorcé cuando ya había recorrido unos 90 kilómetros. Cuando llegué a mi meta del día, en Maricá, había andado más de 150. Di vueltas y vueltas preguntando a la gente por un refugio seguro. Ninguna puerta se me abría, así que decidí seguir. Nueve de la noche y yo seguía pedaleando. Solo me detuve cuando encontré una gasolinera 24 horas dispuesta a acoger mi carpa y mis sueño. En el odómetro, 179 kilómetros: lo máximo que he llegado a pedalear en un solo día.

Paraguay estaba logrando la lideranza de su grupo cuando yo tomaba un ferry en unas barracas de Niterói para cruzar la famosa Bahía de Guanabara (el puente de más de 10 kilómetros que existe un poco más al norte prohibe el paso de bicicletas). Conocí a un par de ciclistas viajeros colombianos mientras la ciudad de Rio se nos acercaba junto a toda su espectacular y complicada geografía. Italia se ponía en apuros frente a Nueva Zelandia. Los colombianos se fueron hacia el litoral sur de la ciudad, Ipanema y Leblón, donde pensaban alquilar un departamento para quedarse algún tiempo trabajando con sus artesanías. Yo me quedé en el centro y, con la ayuda de otros ciclistas que conocí casualmente, conseguí un cuarto por 13 reales en el barrio bohemio de Lapa. Fue cuestión de bañarse y quitarse de encima un poco del cansancio acumulado para en seguida salir a buscar buses hacia Copacabana. Y ahí, bueno, lo ya dicho: millares de personas torcendo para que Brasil imponga su buen fútbol sobre los africanos. Jerarquía, le dicen. Vi el fútbol y la euforia, pero no el festejo. La energía me alcanzó solamente para volver a Lapa y caer rendido en un sueño de al menos 12 horas. Había llegado a nuevos días de descanso.

Por tres días me dejé conquistar por Rio de Janeiro. Di vueltas por todos los lugares que la han hecho famosa. Curioso: aún enloquecido por el fútbol, lo único que me faltó fue el Maracaná. El día en que quería ir a verlo lo perdí haciendo trámites en migración para que me extiendan el tiempo de permanencia marcado en el pasaporte. El país más grande de Sudamérica ya me había consumido tres meses de buena marcha, y pedía más. Pasée por los aeropuertos y los centros comerciales. Vi el Sambódromo y, de lejos, las favelas. Recorrí algunas calles de Cinêlandia y Santa Teresa, de Laranjeiras y Botafogo. Dos veces intenté encarar de cerca al Cristo Redentor, pero las lluvias me alejaron. Tuve que conformarme con subir al Pão de Açúcar y observar desde ahí la locura de una ciudad que parece haber sido derramada por accidente entre morros y peñascos. Mientras tanto, Sudamérica le enseñaba al mundo a jugar fútbol y Europa vivía no pocos lances vergonzosos. Todo marchaba bien.

Más por costumbre que por verdadera prisa, luego de Rio continué con la marcha acelerada sobre Sherpa, viviendo las mismas angustias futboleras de los días pasados. Lo que me hizo frenar fue un nuevo tipo de dificultad en la ruta. Luego de la Bahía de Guanabara el camino se volvió una montaña rusa de sierras escarpadas que acompañan a un litoral muy irregular. Subir, bajar, subir, bajar. Incluso salir de la ciudad fue complicado, entre túneles, puentes, mucho tráfico e incluso una contravía más larga y peligrosa de lo que debería permitirme. Playas muy turísticas hicieron difícil conseguir hospedaje gratuito o barato, aunque la cordialidad de la gente me ayudó a sortear algunos apuros. En tres días había llegado ya al estado de São Paulo, el más poblado y rico del país. A pesar de eso, la primera noche en el nuevo estado la pasé en una playa de pescadores muy pequeña y muy humilde a la que entré atraido por el nombre: Picinguaba (léase Peace in Guaba'). Para colocar mi carpa en el patio de la casa de don Israel -un pescador que amigablemente me ofreció el espacio- tuve que ascender unos 100 metros con Sherpa y su equipaje al hombro. Ahí escuché por horas historias sobre el cultivo de vieiras (un tipo de concha marina), un curioso viaje de negocios y el sabor único de la carne de tortuga, cuya captura es prohibida en el Brasil. A don Israel no le interesaba mucho saber que Uruguay se había metido entre los ocho mejores y que Ghana sacaba a los Estados Unidos tras un partido dramático. De hecho, me confesó en secreto que no le iba a Brasil, sino a Chile, en agradecimiento al gran trato que había recibido en ese país cuando, en un proyecto del gobierno, lo había visitado para especializarse en la cría de sus famosas conchas.

Se venía encima el partido Brasil-Chile (que a mí me supo a fratricidio) y yo seguía lejos de mi nuevo descanso. El aburrido encuentro con Portugal lo había visto en un restaurante de la carretera, todavía en el estado de Rio: nadie hizo mucho alboroto sobre eso. Yo tampoco. Tuve que aminorar un poco la marcha para alcanzar a ver el segundo tiempo de la goleada de Brasil a los chilenos. La cosa se ponía más intensa. La gente estaba más en las calles, había más banderas, más tronadores, cantos y "bubuzelazos". La ruta también se encendía. Ese día tuve que abandonar la costa en Caraguatatuba y ascender casi hasta los 1.000 msnm por la Rodovia dos Tamoios. Fue largo y difícil, al borde de una ceja de montaña que me ofreció una vista espectacular de la costa atlántica y los peñascos de la sierra paulista. A pesar de estar ya muy cerca de São Paulo, la marcha de esa jornada fue por una campiña solitaria y bastante silenciosa. El relieve le puso picante, pero me impedió seguir la clasificación de Holanda a los cuartos de final. pensaba pasar Salesópolis y dormir en Moggi das Cruzes, dentro ya de la región metropolitana de la capital, pero el fútbol volvió a alejarme del objetivo. Pasé la noche en el estacionamiento de una gasolinera de Biritiba Mirim. Por primera vez desde los páramos andinos, tuve que enfundarme bien en mis ropas nada invernales y dormir como una larva en el sleeping.

La última etapa fue casi toda urbana: 90 kilómetros desde mi confortable gasolinera hasta el corazón de un mastodonte al que los locales llaman "Sampa". El que salió con eso de la "selva de concreto" seguramente pensó en esta ciudad. Kilómetros y kilómetros de autopistas rodeadas por un tejido inagotable de edificios, estruendo constante de buses y camiones, una nube de polución que no se disipa nunca... São Paulo es grande, densa, exagerada. Hasta el centro llegué por el que debe ser uno de los ejes viales más transitados del planeta, la Marginal Tietê. Contrariamente a lo que había pensado, seguir las indicaciones que Felipe me había dado por teléfono fue bastante fácil. Antes de que Cardoso convierta el último penal paraguayo ante Japón yo ya estaba en la mitad del monstruo. El partido entre Portugal y España lo vi ya en la casa de mi nuevo anfitrión, aunque él estaba en su trabajo y yo había invadido su hogar con una copia de las llaves que me esperaba en la portería.

Encontrarse con un panita del alma, así sea siglos después de la última vez, es algo que fluye bien. Por un lado hay que empezar a conocerse de nuevo. Hay que descubrir qué cosas ha borrado el tiempo y qué cosas se mantienen, cuáles son los nuevos hábitos y conocimientos, los nuevos pensamientos y anhelos. A la vez, uno tiene la sensación de que no ha pasado un solo día, como si tan solo ayer hubieran ocurrido todas nuestras francachelas adolescentes. Nos envuelve una camaradería optimista y a la vez nostálgica. Las fotos, las memorias, las historias que son contadas por primera vez o las que vuelven a oírse después de años... Somos los mismos todavía, pero hemos cambiado tanto, en esencia y apariencia. Todo eso es algo bueno, de donde se aprende mucho. Los días en São Paulo han sido un gran estímulo, un buen motivo para sentirse agradecido por la amistad, la generosidad, la vida misma. Por instantes me he olvidado de que estoy recorriendo un continente en bicicleta. Parece que simplemente he cruzado la calle para venir a visitar a mi amigo, que en segundos estaré de vuelta en casa, aquí, a la vuelta.

Las personas, los amigos, los encuentros y reencuentros... Esas son las cosas más capitales de este recorrido sudamericano. También el fútbol, en estos días. O hasta estos días. Con cuatro selecciones en los cuartos, las cosas seguían sonriéndonos. Hasta que alguien puso STOP. La vieja Europa se empezó a vengar de nuestra buena racha inicial.

Para el partido de Brasil con Holanda salí nuevamente en busca de la multitud. A estas alturas la ansiedad es más que evidente. Se nota por todas partes. La ciudad ruge con cánticos y petardos, toda ella convertida en una bandera en movimiento. En el centro de São Paulo, el Vale do Anhangabaú exhibe dos pantallas gigantes con el juego en vivo. Uno pensaría que se trata de los graderíos del Morumbí. Es difícil moverse entre la gente que se aplasta. Son millares, todos entusiastas, celebrando su carnaval con gritos, bocinazos, coros. Yo he aprendido bastante bien a sentirme parte de este Brasil, así que me abro un puesto entre la torcida y colaboro con aplausos y gritos. Del juego casi no se puede ver nada con tanto alboroto. Parece que Brasil domina en la cancha. El gol viene relativamente temprano y el equipo, en lugar de sufrir apuros, desperdicia chances para aumentar la diferencia. Hay confianza en que se liquidarán las cosas pronto. Pero no. Algunos errores desequilibran el dominio brasileño y Holanda sabe mantenerse tranquila, inteligente, ordenada. Basta un gol en contra para que el gigante pentacampeón se derrumbe. El segundo gol de Holanda es devastador. Brasil no sabe cómo perder, se desespera. La bobada de Felipe Melo es tan solo una muestra de que el equipo ya no existe. El tiempo pasa muy, muy rápido. "Vai, relogio... Quebra ahi, caralho!", suspira un hincha a mi izquierda. No sirve de nada: Brasil fuera de la Copa.

Para mi sorpresa, yo soy el más triste de la hinchada. No veo más que dos o tres lloriqueos hasta que en la misma tarima donde se presenció la eliminación se monta para un concierto de musica popular brasileira. Como si nada. La gente se pone a bailar flameando las mismas banderas y con el mismo brío. Si no hubiese estado ahí diez minutos antes y solo hubiese presenciado esto, pensaría que se trata de una fecha cívica importante o algo así. La mayoría de paulistas se dispersa sin hacer mucho escándalo. Hay quienes hablan de Holanda como su favorita para vencer el Mundial. Hay quienes hablan de cualquier otro asunto ya. Al día siguiente, con un Uruguay clasificado a semifinales después de agarrarse del borde del abismo con las uñas, los petardos y bubuzelas brasileñas vuelven a sonar con cada gol alemán. La gente está más contenta por la humillación argentina que triste por la descalificación. Todo menos que "los hermanos" se queden con la Copa... Y Paraguay, bueno, qué pena, jugaron bien, fueron valientes, así es el fútbol. Cosas que pasan.

No hay tiempo para estar triste en el Brasil. La gente no se ha amedrentado. La idea sigue siendo la misma: "O hexa é nosso". Solo hay que esperar un poco más, retomar la magia. A mí, en cambio, se me derrumba un ciclo más. La estadía en São se ha pasado como un parpadeo y de nuevo estoy ya armando alforjas sobre una Sherpa flamante (gracias al Fel, que costeó un mantenimiento aniñadazo y algunas piezas de repuesto). La final del Mundial aún es cosa importante, claro, y espero llegar a verla con otros amigos y sonrisas nuevas. En el fondo, sin embargo, se me acabó esta Copa do Mundo. Como a Brasil. Qué pena. Creo que el Mundial me hacía compañía en el avance, me daba algo nuevo en qué pensar. Me queda seguir el ejemplo de los brasileños y no perder la sonrisa. El viaje sigue.

Sherpa se impacienta y yo siento algo como un vacío en el estómago. Abro mis mapas y comienzo a trazar nuevas líneas. Veamos qué nos tiene la carretera para encontrar más adelante. Del rey de los deportes nos queda, como siempre, la emoción y la ilusión.

Grande São. Grande Felipe. Grande Brasil.

São Paulo, sábado 3 de julio de 2010.

11.856 kilómetros recorridos.

10 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Andrés:

Escribo después de coronar el querido Ruco Pichincha por enésima vez, en esta ocasión para comenzar la celebración de mis inminentes 60 años. A la larga, llegamos a la cumbre sólo 9 personas, todas bastante más jóvenes que yo, algunos de ellos compañeros y amigos tuyos.

Muy interesantes, como siempre, tus comentarios sobre el fútbol, Brasil y la vida.

A los viejos amigos, como Felipe, a quien conocimos casi niño, un abrazo y un enorme gracias. A los nuevos, a quienes conocemos solamente a través de tus escritos, también gracias.

En el campeonato mundial de fútbol nos queda todavía Uruguay, país al que espero puedas visitar pronto. Después nos quedaría España. Después nos quedará siempre el fútbol.

Es decir, en el fútbol, como en la bicicleta, como en la vida, siempre nos quedará algo por qué soñar, algo que nos ilusione, algo que nos haga mirar hacia delante.

Un abrazo,

CLC

pALo dijo...

Guabas:
Hace tiempo que vengo siguiendo tu ruta con menos esfuerzo físico pero sí con mucho cariño y aprecio. Como siempre la añoranza inmensa de estar presente en tus vivencias me llena de alegría, una tan grande que me cuesta no derramar una lágrima de emoción al sentir tus relatos.
El orgullo de que se siente acá por tus interminables logros es enorme. Ahora como siempre te mando un abrazo grande y toda la buena energía del mundo para que cada día llegues a la meta.
Felicidades

Anónimo dijo...

Bien gordo, que bueno verlos a los dos, ya han pasado casi 11 años desde el colegio. Increible y envidiable viaje. Sigue escribiendo asi nos imaginamos por un momento que estamos contigo y con Sherpa.

Alfonso Torres

sara dijo...

Una vez más Guabitas ... una vez más FELICITACIONES. Se te quiere guambra, se te quiere full...

F dijo...

Lindo post, como todos, siempre.

Suerte en el resto de la travesia.

Tenerle fue un imenso placer!

: )

Felipe

fanfarriateam dijo...

Siempre que te leo me dan ganas de comentar de inmediato y a la vez siento que me faltan las palabras, así que mejor te mando uno de mis abrazos rompehuesos, aunque vos eres irrompible guabitas

te quiero

Eiv dijo...

No sé si me gustó más leer sobre tu viaje, sobre el encuentro con Felipäo tu excelente crónica mundialista.

Pero lo que sí me gusta saber es que mientras más avances, más cerca estás de volver para oírte en directo, como debe ser, hermano.

Un abrazo Guabas, uno muy grande.

Atte:
El Ave

-José Antónimo- dijo...

Qué bacán Guabas. Por aqui dicen que tal vez te vas de largo.. bueno, suerte y ánimo con todo. Y un abrazo.

Anónimo dijo...

Primo:

Hasta ahora me animo a escribir, solo para felicitarte y valorar intensamente el esfuerzo de tú búsqueda, es algo que difícilmente alcanzaría comprender hasta no estar en tu lugar. Lo veo con profunda alegría y admiración, realmente un orgullo!!!

Tu primo,

Fabián

Anónimo dijo...

Chuta mi pana... ganas de llorar mismo con tus blogs....
de verdad espero que en BSAS ya despor termonado todo para tenerte aqui entre nosotros ya rápido.
Un abrazo
MS