martes, 18 de mayo de 2010

El extremo oriental de las Américas

De Fortaleza salí con optimismo y diarrea. Excesos de açaí batido, quizá. Al menos para lo del optimismo. La diarrea es algo que debe haberse fraguado desde siempre, tras litros y litros de agua de dudosa procedencia. Con la intención de renovar el viaje luego del descanso, ignorando olímpicamente mis males intestinales, pasé al menos una hora transitando por las avenidas de la ciudad y tratando de encontrar una salida hacia el sur. La nueva ruta pretendía algún contacto con las playas, así que no tomé la autopista principal sino que seguí una carretera menor que, según el mapa, se alargaba bordeando el mar. No vi ninguna playa hasta el final del día (y para ello tuve que desviarme unos ocho kilómetros de la vía principal). El camino ha sido así desde entonces: transito muy cerca del océano, pero sin verlo. El mar me acompaña por detrás de lomas o pequeñas sierras, a veces a unos pocos kilómetros de distancia y a veces muy, muy lejos. Recorrer el litoral es muy parecido a recorrer el interior. Solo puedo disfrutar del mar cuando me detengo, cada vez que le doy una tregua a los pedales y decido "salir" a la ribera.


Fue un buen día ese tras la salida de Fortaleza. Empecé lento y con pereza, aún tratando de fabricarme la idea de darle duro hasta el próximo descanso largo en Pernambuco. Ya fuera del área urbana, después de haber pasado los municipios de Eusebio y Aquiraz a través de una cómoda ciclovía que me protegía del tránsito, mejoré el ritmo y empecé a avanzar bastante rápido al borde de una zona algo más seca pero aún bastante caliente que los brasileños llaman "sertâo". Lejos de ser desértica, la región tiene una vegetación peculiar a la que denominan "catinga", compuesta de plantas de follaje verde solamente durante la estación lluviosa. Yo he venido a dar aquí al final de los únicos dos o tres meses del año en los que llueve, por lo que pude presenciar una exuberancia parecida a la "mata atlántica" de las zonas más húmedas. Quizá pueda ver algo más del verdadero sertão cuando atraviese el estado de Bahía.

Para no escuchar las quejas de mi estómago, pedalée con música casi toda la mañana. Lo hice hasta que literalmente me sacaron el audífono de la oreja. Iba bastante entretenido, distraído con el paisaje y dejando que el sol calcine un poco más mi piel sudada, cuando un carro de la policía me obligó a parar y bajar de la bicicleta. A gritos, con las pistolas desenfundadas y apuntándome, me empujaron contra la patrulla y me revisaron por entero, hasta la mugre acumulada en los bolsillos. El más enojado de los dos me quitó la camiseta que tenía amarrada en la cabeza y la arrojó al piso. A los tiempos que no recitaba con tanta pasión mi perorata típica de "estoy viajando en bicicleta, entré al Brasil por Roraima, luego fui hasta Manaos, etc, etc". Al final de la extraña pesquisa, uno de los policías dijo algo así como "somos la policía federal, es solo por seguridad". Luego de eso me dejaron y se fueron. Sin más.


Esa noche salí de la carretera cerca de la población de Beberibe y me atrincheré en la playa de Morro Branco. Lo de "atrincherarme" también es literal: después de hablar un poco con la gente local terminé por instalarme en una barraca frente al mar. Ni siquiera armé la carpa, simplemente colgué mi hamaca de las maderas del techo y cubrí a Sherpa con un cobertor impermeable para que el ruido me despertase si alguien trataba de moverla. Es una técnica que he usado un par de veces desde que la "inventé" en Maranhão. La brisa marina fue acrecentando su fuerza hasta obligarme a buscar, ya avanzada la noche, mejor refugio detrás un pequeño muro a la entrada de un baño. Con la mitad del cuerpo protegida por la barrera y la otra expuesta al viento, suspendido a pocos centímetros de Sherpa y el hambre saciada con parte de mis provisiones de emergencia, logré dormirme hasta que me despertaron los marineros pescadores de la madrugada y su poco sutil aroma de cachaça.

El segundo día también tuvo como destino una playa: Canoa Quebrada. Esta vez fueron más de 10 km los que tuve que desviarme para llegar al mar. Andaba ansioso por conseguir un teléfono para llamar a Quito (era el día de las madres y no quería perder mi categoría de hijo pródigo), pero ninguno de los teléfonos públicos que encontré parecía acoplarse a mis intenciones. Cuando por fin encontré uno que funcionaba, no pude conectarme a ninguno de los celulares a los que llamé. En casa no contestaban, estarían festejando fuera. Solo en discar casi agoto el saldo de mi tarjetita. Lo poco que quedó lo gasté llamando a Brighton para hablar con Cuenqui unos segundos antes de que el crédito se esfume. Bajé a la playa y busqué un refugio, pero me cansé rápido de empujar a Sherpa por la arena pesada. Volví a las calles y le pregunté a una señora si podía dormir ahí en el patio de su restaurante, cuando cerrase. Me dijo que sí. Luego lo pensó mejor y me dijo que no. Me dio referencias para encontrar una hostería que permitía poner carpas. Tuve que pagar 15 reales, pero pude encargar las cosas para ir a darme un baño de mar. Me sentía bien, optimista, fuerte. Si hubiese escrito en mi diario durante mi caminata por la playa ahora tendría unos párrafos de antología con profundas ideas sobre lo que significa ser un ciclista errante. Cuando en verdad abrí mi diario, horas más tarde, ya era demasiado tarde. Era un desastre. Me dolía el estómago y la cabeza. Tenía los músculos rígidos. Me apestaba cada paso y no tenía ni una pizca de ganas para instalar la carpa y guardar todas las cosas. El guardia de la posada me sorprendió colgándome de unas ramas incapaces de soportar mi peso y me prohibió colocar la hamaca. Resignado, me fui a dormir con el estómago lleno de burbujitas.


Salí del estado de Ceará al mismo tiempo que me alejaba de esas "playas-paraíso". Tras innumerables rectas largas y muy calientes, caí en cuenta de que casi no tenía agua y no había ningún poblado señalado en el mapa para los siguientes 50 kilómetros. Empecé a racionar, cosa imposible. De pronto apareció otro ciclista que pretendía llegar a la misma ciudad que yo ese día. Me regaló una botella de agua y me dijo que un poco más adelante encontraría una gasolinera. Así fue: ahí volví a aprovisionarme y me embutí al menos un litro de gaseosa. Alguna gente me regaló algo más y hasta me dio algunos reales. Seguí bastante rápido, aunque deteniéndome contínuamente para descansar del sol bajo cualquier sombra que me ofreciera el camino. Cerca de las tres de la tarde recordé que no había almorzado. Paré y comí algo en un puesto de la carretera. Luego intenté dormitar en el piso del estacionamiento vecino, pero no pude hacerlo a causa de los mosquitos y las preguntas insistentes de los camioneros que también descansaban ahí. Finalmente decidí continuar cuando las preguntas habían pasado de "qué haces cuando se te pincha una llanta?" a "o sea que no te has acostado con ninguna mujer en cinco meses?"


En Mossoró busqué el centro y en seguida una posada. Como era domingo, no había nada abierto y las calles parecían el escenario de un teatro abandonado. Comí unos sánduches en una caseta escondida en alguna plaza mientras conversaba con un hombre que hablaba un español mucho peor que mi portugués. A la misma hora del siguiente día estaba colocando mi carpa junto a una vulcanizadora en la entrada del pueblo de Angicos. Había buscado posada hasta debajo de las piedras, sin éxito. Sherpa durmió boca arriba sobre la base de una columna y yo volví a pasar una de esas noches que me tenían destrozado más al norte: hervido en mi propio sudor, cazando zancudos gordos de mi sangre y abanicándome con el mapa. Ciertas reparaciones en los baños de la gasolinera me privaron, además, del consuelo diario de la ducha. Toallitas húmedas y un lavamanos tuvieron que ser suficientes.


Todo lo que pensaba al siguiente día era llegar rápido a cualquier destino para conseguir una ducha y bañarme. Algunos pinchazos de más me impidieron completar la etapa que tenía prevista y al fin de la jornada había llegado al pueblo de Riachuelo, donde conseguí un cuarto barato con almohadas en forma de corazones, flores plásticas en el velador y, sí, un baño. Las cosas iban bastante bien: etapas dentro de lo previsto, paisajes más o menos interesantes, gente más o menos amigable. La diarrea, siempre presente, no había hecho más que agotar mis reservas de Espasmo-canulase y crearme una suerte de resignada resistencia al malestar estomacal. Nada de dietas blandas: hace tiempo que me he dado cuenta que el plato nacional por excelencia es arroz, tallarín, feijoada (nada más que una menestra de fréjol, ya sea negro o colorado), farofa (harina de yuca, por lo general) ensalada y algún tipo de carne, por lo general de res. De tomar: más y más litros de agua directamente de la llave.


No recuerdo mucho del día en que llegué a Natal, capital de Río Grande do Norte. Tengo muy presente la parte final, de tráfico pesado, mucho calor y una amplia autopista que no se acababa a pesar de mis esfuerzos. Recorrí rápidamente el centro y me instalé en el barrio de la Ribeira, donde la ciudad nació un 25 de diciembre de 1599 (por eso el nombre). Natal está flanqueada por el oeste y el norte por el río Potengi, y por el este directamente por el océano. Las playas urbanas se extienden por decenas de kilómetros y continúan hacía el sur siguiendo prácticamente todo el litoral del estado. Todo el polo más "desarrollado y moderno" se encuentra de frene al mar, mientras que la ribera del río es algo más olvidada y pobre. En el punto donde se juntan las aguas de río y mar se encuentra la Fortaleza dos Reis Magos (llamada así por haberse empezado a construir un 6 de enero, aún antes de que la ciudad sea fundada oficialmente), con sus murallones blancos, su terraza almenada y completamente rodeada de agua durante las horas de marea alta.


En algún lugar leí que esa "esquina" de Sudamérica en donde se encuentra Natal es considerada uno de los puntos geo-políticos de mayor importancia estratégica en el planeta. Aunque al mirar los mapas no parece muy cierto, mientras caminaba por la Playa dos Artistas estaba en realidad más cerca de África que de São Paulo (a donde parece que estoy yendo), y un vuelo a Lisboa hubiese tomado menos tiempo que uno a Buenos Aires. Le sumé a eso la muerte de mi celular (cuya línea roraimense es prácticamente inútil por las tarifas a tan larga distancia de Boa Vista) y, en lugar de emocionarme, me sentí bastante solo. Esa suerte de incomunicación acumulada de horas y horas sin nada más que hacer que no pensar en nada del todo concreto a veces se me sube a la cabeza en la forma de una nostalgia vacía de ideas. Entonces pedaleo hasta romperme.

Como cuando salí de Natal.


Quizá sean ese tipo de días todo lo que uno busca sin saberlo durante su tránsito por el mundo. De todas formas, eso es lo que nos gusta a los ciclistas, no? Salir, aventurarnos por caminos que no conocemos (porque no hay ninguno que conozcamos en realidad), ilusionarnos con una libertad definitiva que nos viene cifrada en la brisa y el sudor, reventarnos hasta que el cansancio sea mayor que nosotros mismos y luego volver a casa para recordar con contento esas "hazañas" irrelevantes. En el trayecto, además, hurgamos hasta el cansancio en todos los misterios que somos capaces de encerrar como seres vivos, solos, trascendentalmente inútiles, henchidos de una futilidad casi soberbia.

Era un 14 de mayo, a más de cinco meses de los adioses dados en un jardín de Guayllabamba y en el extremo opuesto del continente. No recuerdo haber parado sino dos o tres veces para reponerme de líquidos. A cada pedaleada le imprimía el peso entero de mis músculos. Subía, bajaba, respiraba un viento espeso que limpiaba amplias llanuras parchadas de verde y azul. Recordé parajes infinitos de la Araucanía o incluso la Gran Sabana. Todo volvía al primer día, tan lleno de emoción. Fui rápido e inagotable, vibrante y lúcido. Fui feliz. Hacia el atardecer, mientras mi sombra alargada me acompañaba desde el otro lado de la carretera y el arrebol pintaba la vegetación de brillos amarillentos, aparecieron a lo largo de una cañada las luces de Mamanguape, casi 50 kilómetros más adelante de donde había pensado llegar esa misma mañana. Mis resoplidos salían a través de una sonrisa.


Ese tipo de entusiasmos se pagan. El siguiente día apenas tuve que recorrer unos 40 kilómetros para llegar a la capital de Paraíba, la ciudad de João Pessoa. Me tomó toda la mañana y aún parte de la tarde alcanzar un centro antiguo, acomodado encima de una loma irregular y poblado de predios coloniales muy notables. La explosión del día anterior me había dejado sin fuerzas, así que también ahí me detuve para pasar un día de vagabundeo callejero.

Ciudad de cinco nombres: Nossa Senhora das Neves, en su fundación a finales del s. XVI, luego Felipeia, en honor a Felipe II, durante la época de la Unión Ibérica y la coronación de éste como rey tanto de España como de Portugal, después Frederikstad, en los años de la ocupación holandesa del actual nordeste brasileño (1635-1655), luego de vuelta a Nossa Senhora das Neves y, en 1817, Cidade de Paraíba, en alusión al río más grande de la región. El nombre de Joâo Pessoa no le llegó hasta 1930, cuando un afamado líder político local de ese nombre fue asesinado en Recife y el pueblo decidió homenajear su memoria poniéndole su nombre a la ciudad. Con una disposición parecida a la de Natal, también limitada por playas al este y la ribera de un río en el norte (solo que aquí la ciudad antingua queda mucho más lejos del mar), João Pessoa es el verdadero extremo oriental del continente sudamericano. Al final de la playa urbana de Cabo Branco, la Ponta do Seixas es el lugar de Sudamérica que más lejos llega en dirección al Este. Ahí continué reponiendo energías con la cerveza más oriental de las Américas y una caminata interrumpida por ligeros chapuzones en el agua.


Hacia el fin del día me junté con otros viajeros que conocí en el malecón y con ellos estuve dando vueltas hasta bien entrada la noche. Silvana y Mauro, ella manauense de 33 años y él carioca de 50, habían perdido todas sus pertenencias (no eran muchas en realidad) tras un robo en Parnamirim, un municipio de Rio Grande do Norte por donde yo había pasado volando el día de mi fiebre ciclística. Lo que llevaban era hilos, herramientas, semillas y demás cosas para fabricar y vender artesanías. Sin eso, estaban al borde de la miseria. Yo los invité a comer aracajés y luego los acompañé mientras iban de mesa en mesa retaqueando dinero para pagar un hotel hasta el siguiente día. Su plan era algo osado: pensaban acudir a una agencia cultural del municipio para gestionar ahí la donación de algunos rollos de hilo con el que pudieran reemprender su negocio de viajar por ahí vendiendo sus productos y "conociendo mundo". Como en cualquier otra parte, la colecta progresó con lentitud. Él recibía monedas de 10 o hasta 25 centavos. Ella billetes de 2 o hasta 5 reales. Al cabo de un par de horas estábamos los tres buscando un bus para volver al hogar que no teníamos. Luego un abrazo y a dormir.


Una sola jornada me separaba de Pernambuco, una de las regiones más importantes del Brasil antiguo, antes de que los centros de poder económico y político se trasladasen al sudeste, a la zona de Rio de Janeiro y, en especial, São Paulo, en donde aún se encuentran. Hoy en día, además de una región en pleno auge económico en especial por la presencia de industria especializada y el turismo a gran escala, Pernambuco sigue siendo reconocido como uno de los polos de la formación de la nacionalidad brasileña. Junto con el estado de Bahía, se trata de una de las zonas más antiguamente ocupadas por los colonos portugueses y punto de partida para la exploración y población de todo el Nordeste. Esa época dorada dejó diversas marcas que hacen que hoy día el Nordeste se vanaglorie de un legado cultural que ha nutrido toda la nación. Es mucho y a la vez muy poco lo que yo puedo "recoger" de todo eso en la andanza algo apurada que voy alargando por estas tierras, pero es evidente el peso histórico de estas provincias ahora algo empobrecidas y poco conocidas fuera del Brasil.


Pedalée unos 120 kilómetros que combinaron lomadas bastante pronunciadas y planicies espaciosas. Dejé pasar la hora del almuerzo con la intención de ganar tiempo y avancé casi sin parar hasta las afueras de la Región Metropolitana de Recife. Desde el municipio de Igarassu encontré vías exclusivas para autobuses, bastante ordenadas y en buen estado, que todo el mundo respetaba menos yo. Eso me perimitió avanzar rápido y sin peligros por Abreu e Lima y Paulista. Ya muy cerca de Recife, capital de Pernambuco y destino de la jornada, cambié de idea y decidí parar antes, en la ciudad de Olinda. Me convencieron los anuncios de ciudad pratimonial que poblaban la carretera y los anuncios que me había dado días antes mi prima Violeta, que vivió aquí hace no mucho tiempo. Ya con la línea de edificios de Recife a la vista me desvié hacia el centro colonial de Olinda (el tercero más antiguo del Brasil, según me dicen, aunque no sé cuáles son los otros dos), y ahí he pasado los últimos tres días pretendiendo descansar.


Ya la primera noche había dado suficientes vueltas por el área patrimonial como para empezar a aburrirme. Recife también tiene su interés; también he paseado por algunas de sus calles dejándome llevar por el camino que crean las sombras de los edificios y he echado algunas miradas a la pequeña península y la isla que componen su centro urbano. En unas casetitas de libros usados encontré un arsenal bien nutrido de nuevas lecturas, y pasé horas con las manos sudadas tratando de decidirme por algún libro pesado como un mundo pero ligero para mis alforjas. Tuve en mis manos una edición muy cuidada de la poesía completa de Fernando Pessoa, algo que en Ecuador sería imposible de conseguir. Sigo con pena de haberlo dejado, pero finalmente me decidí por el consejo implícito de la Emi en su último comentario. Grande Sertâo: Veredas. Seguro tendré para rato tratando de desenmarañar ese mounstro en portugués. Qué mejor momento que aquí y ahora.


Ni la diarrea ni la soledad me han dejado muy en paz en estos días. Empiezo a fastidiarme. Las jornadas se suceden sin que pueda darme cuenta de qué es lo que yo hago como parte de ellas. Avanzo por costumbre, por condición más que por decisión. La gente, que tantas veces me ha salvado en este viaje, también se me ha tornado esquiva. Me harto de hablar siempre de lo mismo con personas a las que apenas tengo tiempo para conocer. A veces, como con Silvana y Mauro, asoma una ventana por la que es posible sacar la cabeza y pasar algún tiempo simplemente compartiendo un tiempo bobo sin tener que dar mayores explicaciones. Reconfortante, pero angustiosamente fugaz.

Hace un par de noches caminaba al borde de la Ladeira da Sé, punto más alto del casco antiguo de Olinda desde donde se puede ver un buen pedazo del mundo circundante. A pocos metros un ejército de tapioqueras me ofrecía sus delicias culinarias. Yo me acerqué a una carreta algo más discreta: "As caipirinhas do Gordo". Me senté al filo de un muro mientras saboreaba la fuerza visceral del limón con aguardiente y trataba de organizar mentalmente los siguientes días. Olinda, imponente, toda a mis pies. Yo me sentía aburrido y cansado. Harto de ser yo, por así decirlo. La cachaça empezó a hacer su trabajo en silencio. Buena mano, la de ese gordo. A la caipirinha le siguió un "capeta" (creo que así se llamaba), mezcla de arrope de guaraná, leche condensada y, claro, más cachaça. A veces le ponía vodka, según el ánimo y mis preguntas de turista torpe. Algún momento entre el quinto y el sexto vaso pensé que quizá solamente necesitaba una de esas noches de calamazo, con la Juaver de un lado y el Ave del otro, para exorcisarme a punte de carcajadas y golpes de alcohol en las neuronas. Creo que fue eso lo que pensé. Uno siempre tiene grandes ideas en esos momentos. Qué lástima no poder recordarlas nunca.


Tengo la impresión de haber caminado muy lentamente por una calle de piedras resbalosas. Un paso a la vez, no vaya a ser cosa. Los muros históricos de Olinda me ayudaron a salvar mi propio patrimonio de una posible catástrofe (son empinadas las callecitas que suben por la Ladeira da Sé). Al fin de la noche me esperaba Sherpa en todos sus cabales. Se dio cuenta de todo, claro.

"Sí, bueno, un día y nos vamos", le dije.

Ella no respondió.

Olinda, Pernambuco, jueves 20 de mayo de 2010.

8.625 kilómetros recorridos.

11 comentarios:

AAAbikers dijo...

No te hemos olvidado...
Esperamos con afan nuevas entradas en tu blog...

Acá conocimos a un ciclista colombiano (Carlos - de Pedaleando Alma), que está iniciando un periplo hacia el sur, claro le comentamos del tuyo para hacer que se sienta chiquito... ja.. ja..

Sabes amigo Guabas... cada vez escribes mejor... cada post es mejor que el anterior... No nos prives de este placer..

Un abrazo, viento a favor y mucha suerte...

Anónimo dijo...

Has logrado la hazaña de superar, en solitario, la distancia recorrida en la primera etapa de Sudamérica a pedal. Y en conjunto, ya son unos 17 mil kilómetros los que han rodado las llantas de Sherpa.

En cuanto a latitud, ya estás, aproximadamente, a la misma altura de Trujillo, Perú, donde terminó la primera gran etapa del SAP I.

Bien sabemos que no has emprendido esta aventura para superar ninguna marca, pero esos datos son en si mismos impresionantes.

Te vuelvo a desear "buen viento y buena mar" para la próxima travesía y que ojalá logres librarte de los millones de incómodos pasajeros intestinales que seguramente vas llevando contigo y que hacen aún más difícil entender de donde sacas tantas fuerzas.

Un abrazo,

CLC

-JAD- dijo...

Y Sherpa que te espera con todos su cables.

Recife, o por lo menos Pernambuco, es la cuna de dos bandas increíbles de algo que llaman "mangue-beat": Chico Science & Naçao Zumbi y Mundo Livre S/A. Chico murió hace... huyuyuy, más de 10 años. De MLSA no he sabido si han sacado algo nuevo últimamente. Pero si averiguas algo de ellos me lo cuentas.

Y creo también que eso de librarte de tus pasajeros se va a volver mandatorio cualquier rato... cuidado y la maldad se te acumula adentro.

Que pases bien.

Anónimo dijo...

Querido sobrinaso… recuerda que la meta final no es llegar a la cumbre sino disfrutar la travesía .. y con tanto bicho de pasajero no creo que eso está pasando. Hay que cuidar al caballero y su corcel de acero para que pueda seguir en la travesía. Aprovecha un par días de sanación e investigación de la cultura brasilera en la ciudad.

Abrazos varios

FASG

fanfarriateam dijo...

El aire se torna denso como el espacio del sueño... te siento tan lejos... ojalá mi abrazo te alcance

Anónimo dijo...

Qué fue, guambra.

Aquí le quieren poner el nombre de las guabas a la de tu casa, y yo por mi parte haciendo los trámites para quitarle a Francia y dársela a tu tatarabuela.

DavidDarq dijo...

Hola mudito, aquí miss nortoncin que no te ha olvidado. Aquí y allá la soledad nos patea en nuestras cabezas, a veces me sirve recordarte en Orogenia y decir: "si eran buenos tiempos" respirar e intentar seguir. La mayoría del tiempo creo que no lo logro pero al menos no te olvido.
Abrazos miles,
A.

sara dijo...

ay Guabitas cada vez te superas, estas escribiendo re lindo...es siempre un placer leer tu blog, sabes como que se te conoce más! las soledades son distintas pero están ahí calando profundo..un abrazo enorme mi Guabitas, se te quiere guambra... beijos panita.

Lupa Jacob dijo...

Maravilha Andrés, ficamos felizes em saber notícias do nordeste, a superação de cada "obstáculo" vividos dia a dia em suas pedaladas pelo sertão brasileiro. Aquele episódio com os policiais federais é comum ali no Ceará, a proximidade com as plantações de marijuana, os federais imaginaram que a Sherpa viria carregada com uns 30 kg de maconha regional...
Siga em paz amigo.
Lupa e Jô

Anónimo dijo...

Hey Hey!

Seguimos en contacto pana, compartimos inquietudes. Fuerza fuerza!!!!
Un abrazo grande...

Piqueteiro

Unknown dijo...

Olá Guabas! Finalmente achei seu blog! Adorei suas passagens que já fez até agora no Brasil. As fotos estão lindas! Não demore muito em falar da Bahia e em espécial de Praia do Forte. Quando quiseres voltar sabes que a porta est´´a aberta! Sempre dê notícias! Boa Sorte! Marina Lima (Praia do Forte)
Email: marinalima01@hotmail.com