jueves, 26 de agosto de 2010
Segundo epílogo porteño: los adioses
sábado, 14 de agosto de 2010
El futuro en las espaldas
La gente se impacienta. Todos quieren noticias, datos, anécdotas. Me felicitan y me ponen en las nubes. Para todos menos para mí parece que hay algo grandioso escondido en estos días y estos logros. Mi padre me dice que rompa el silencio describiendo detalles sobre el último país y las últimas jornadas, que trate de poner en orden mis impresiones y que agradezca al mundo de personas que me han traído hasta acá. Podrá sonar tonto, pero a mí de pronto no me importa nada de eso. Me importa algo que no entiendo, algo que tiene que ver conmigo como persona, con la vida dando vueltas y las etapas de la existencia abriéndose, cerrándose. Sudamérica a pedal ha llegado a ser una suerte de gran escalón de vida. Estar aquí es como haber comenzado el colegio o acabar de defender la tesis de licenciatura. El fin de un gran amor lo deja a uno vacío, me dice. Incluso si uno no ha dejado de amar. Me pregunto sin pausa sobre lo que debería sentir, pero parece que no siento nada. Quiero saber qué es lo que he aprendido, qué es lo que he aprovechado, qué es lo que he logrado en realidad.
Nadie tiene respuestas para cosas así. Ningún momento de la vida se nos presenta como cosa clara, menos aquellos que hemos atravezado en constante turbulencia. Cada vez que uno se pregunta sobre quién es, sobre el lugar que ocupa en medio de las cosas que hace y que vive, el resultado es una oscura amalgama de ideas, pensamientos, emociones, creencias, hechos, búsquedas y tantas cosas más: la cadena es tan inagotable como carente de forma. Somos lo que percibimos que somos, y eso es un hallazgo que solamente puede existir en constante proceso de transformación. La certeza es el concepto más lejano a lo que llamamos vida. Somos luz rebotando entre espejos. Somos pasión y somos fe. Somos, sobre todo, tiempo.
Parte de lo que hierve en nuestras mentes termina por convertirse en actos. Las acciones, repetidas, crean hábitos, y los hábitos, formas de ser. Si tengo necesidad de subirme en una bicicleta y andar, es muy posible que termine haciéndolo. Si lo hago, entonces me convierto en eso. Repetir y repetir una misma acción eleva los acontecimientos a un nivel de esencia: soy lo que hago. Quizá por eso uno tiende a identificarse con su profesión o su actividad más reiterativa. Es músico quien compone y toca, es escritor quien escribe, es profesor quien enseña. Por ocho meses yo he sido un ciclista errante, un viajero, un explorador. Eso he sido para mí mismo y para la gente que me ha conocido en la ruta. Eso, de alguna forma, me ha definido. Es también lo que he respondido cuando, al borde de la carretera o en la plaza de algún pueblo, me han preguntado quién soy. Así, la esencia de lo que somos tiende a reducirse hasta caber dentro de una definición. Somos buenos si lo que hacemos se percibe como bueno. Somos malos si lo que hacemos es ruin. Ser y hacer parecen fundirse en una misma cosa: la persona es sus actos.
¿Es eso suficiente? ¿Qué es, a fin de cuentas, "aquello que hacemos"? Hay mucho más en cada uno de nuestras acciones que decisiones ejercidas sobre una o varias posibilidades. Actuamos siempre dentro de una vida, de un mundo, de una realidad que son mucho más grandes que nosotros y bajo los cuales estamos condicionados sin remedio. Aparte de las simples limitaciones psico-fisiológicas, nos atraviesa una trama muy compleja de símbolos, procedimientos, lenguajes, informaciones, códigos y circunstancias que elevan, a nuestro arlededor, paredes mucho más grandes de lo que sospechamos. Vivimos imaginando que el camino en frente nuestro es un espacio por descubrir, una eterna posibilidad. Vivimos fingiendo ser libres. Creemos que en las bifurcaciones que nos trae la vida se esconde el secreto de nuestra existencia, como si en verdad tuviésemos independencia para escoger entre los colores que la realidad nos muestra, capacidad plena para decidir si tomamos el sendero de la izquierda, el de la derecha o el del medio. En el fondo, sin embargo, gran parte todo lo que hacemos viene dictado desde afuera de nosotros.
Cada vez que he abierto un mapa para planificar la ruta, he creído tener un poder sobre ella, he creído ser capaz de decidir sobre el camino y el futuro. Las curvas del recorrido, sin embargo, nunca han dejado de traerme sorpresas. Nunca los lugares y las personas se me han presentado de la forma en que las imaginaba, y nunca mi tránsito por el mundo encontró lo que las informes intuiciones de mi mente esperaban encontrar en él. He dado vueltas una y mil veces sobre todos los temas que me interesan y preocupan, he vivido dentro y fuera de mí mismo centenares de situaciones extendidas entre el desafío y la calma, el sufrimiento y el placer, pero tras ello no he obtenido más que el mismo desconcierto del que partí en un principio. La voluntad misma de viajar ha sido el resultado de muchos acontecimientos acumulados durante años. No he sido yo propiamente quien ha tenido el impulso de hacer lo que he hecho: ha sido la vida (mi vida) la que ha venido a depositarme aquí tras muchas vueltas, dudas, coincidencias y regalos de la fortuna.
Ya sea manifestado en una lluvia no anunciada, una llanta baja o un camionero gruñón, el mundo se ha encargado de hacerme saber que es él, y no yo, el verdadero artífice de mis días y mis noches. Más ha sido el universo el que se ha metido en mí y me ha movido, que yo el que ha abierto su ruta a través de él. El mundo nos supera, la vida nos supera, el camino nos supera. Aún en la cumbre de nuestros logros y éxitos, las cosas esenciales, contra las que nada podemos, siempre permanecen fuera de nuestro alcance: es lo que alguien llamó la nature divine des choses. Por eso la vida es siempre más opaca en la realidad que en nuestros sueños. Más que acciones, pues, somos circunstancias, consecuencias, descenlaces que dependen de un universo muchísimo mayor que nosotros, sus simples actores. No conseguimos lo que conseguimos a costa de la realidad, sino como resultado de ella: apenas somos siluetas arrastradas (construidas y devastadas) por el paso de los días.
Parece, entonces, que ni siquiera somos lo que hacemos, sino lo que hemos hecho desde las anclas de nuestra estrecha realidad. Dicho de otra forma: somos lo que hemos podido hacer a pesar de todo. Por eso nada de lo que imaginamos tiene una correspondencia nítida en la experiencia concreta. Hay una gran diferencia entre lo que queremos ser y lo que somos, entre lo que queremos hacer y lo que hacemos. El resultado de vivir es, por eso, siempre de alguna manera adverso a nosotros mismos. Estamos condenados al eterno desface entre lo que esperamos y lo que recibimos, inevitablemente ansiosos de encontrar algo que desconocemos por completo, pero que sospechamos encierra una suerte de satisfacción plena, de seguridad sin quebraduras, de dicha total. En el fondo, no obstante, estamos hechos por el mundo, estamos solos y no tenemos posibilidad alguna de redención.
No pretendo que esto suene a un desahogo pesimista. Al contrario, creo que la idea encierra una belleza enorme. Que seamos menos artífices de nosotros mismos de lo que creemos no significa que estamos reducidos a meros juguetes del destino. Significa, simplemente, que estamos vivos. Reconocerlo, por tanto, implica reconocernos. La eterna carencia de plenitud es el motor que nutre a la vida, y hay una fuerza muy poderosa en el pequeño hecho de asumir nuestra tarea de procurar la consecusión de una armonía imposible. Para nosotros, nada más que seres humanos, esa es la clave de todas nuestras exploraciones. Todo en nosotros es búsqueda, anhelo de perfección, ansia de libertad verdadera. Nuestro vagabundear atrás de respuestas está presente en todo lo que hacemos, ya sea una charla casual con un amigo, una declaración de amor, la admiración de un paisaje asombroso o un viaje de 15.000 kilómetros en bicicleta. Nuestra existencia es, a la vez, muy poca cosa y el lugar de la más grande maravilla. Lo poco que tenemos es lo único que tenemos, es todo lo que tenemos, y como tal es irremplazable, único, irrenunciable. No puede haber nada más valioso.
En momentos de clausura, como el de ahora, se nota más el peso de la vida que nos pasa por encima. Uno necesita detenerse a digerir lo visto y lo dicho, aunque la vida en sí no permita pausa alguna. Cuando lo hacemos, no somos ni lo que creemos que somos, ni lo que hemos hecho, ni lo que hemos logrado hacer. Somos mucho más que eso. Al tomar un respiro en medio de la avalancha (no es otra cosa el tiempo), tenemos la oportunidad de contemplar lo que fuimos. Y lo que fuimos, anclado en el vaivén de la memoria, se transforma en lo que quisimos ser. Esa es nuestra puerta al infinito.
Imaginación y memoria. Veo en ello una de las claves de nuestra esencia profunda como especie. Tenemos el enorme privilegio de ser capaces de inventarnos en lo ocurrido. Es eso lo que permite toda posibilidad de sentido en nuestras vidas. Permite sanarnos de las caídas y destruirnos en las cumbres. Nos forjamos a nosotros mismos en la contemplación de nuestro pasado, y es ahí donde se produce nuestro supremo grito de libertad, nuestra inquebrantable prepotencia frente al poder de dioses y demonios. Somos ilusión, somos memoria. Somos mucho más de lo que el mundo permite que seamos. No importa el tamaño que tengan nuestras acciones, ni su duración, ni su forma. Podemos salir a comprar pan en la esquina o recorrer un continente entero: si somos capaces de admirarnos ante ello y darnos el tiempo suficiente para recrearlo en nuestra mente, el sentido de lo que somos (de lo que hemos sido, de lo que hemos querido ser) adquiere una dimensión trascendental. Nuestra memoria nos permite ir más allá de nosotros mismos. Ahí radica la dimensión de toda hazaña, la dimensión de toda condición humana.
Se me ocurre ahora que todo el esfuerzo de este diario ha sido ese: detenerse a mirar lo que pasó para admirarlo y darle forma. Ahora que he concluido el trayecto y trato de prepararme para volver a casa, siento que puedo empezar a inventarle una vida entera a lo que he hecho, es decir, a lo que he sido, a lo que he querido ser, a lo que soy gracias a ello. No puedo responder qué es lo que he ganado o perdido en este tiempo, ni qué es lo que he aprendido en cada país y cada aventura. Puedo masticar, eso sí (y ustedes un poco conmigo, gracias a todo lo escrito), el contenido enorme de las horas que he pasado buscando una oportunidad de ser lo que intuí que quise ser durante todo ese tiempo, aunque en verdad siempre lo haya ignorado.
Empiezo a atorarme en trabalenguas. Entonces me detengo y digo: "Misión cumplida". Puedo empezar a caminar hacia otro rumbo. Con ello soy feliz y triste. Soy grande y soy pequeño. Me hundo en la condición que comparto con todos los demás: hombres a la deriva.
Tendrán que perdonarme que guarde el último país y los últimos kilómetros para mí mismo. En poco tiempo, algunos (los más cercanos y queridos), estarán hartos de oírme repetir una y mil veces esos hechos poblados de vivencias e invenciones. Que me perdone el mundo por todo lo que he sido incapaz de descifrar e incapaz de recoger en mi memoria. Que me sonría, en cambio, por todo lo que he podido acumular entre las ruedas de Sherpa y mis piernas salpicadas de sudor. Está bien que en esta noche no tenga nada que decir ni sea capaz de sentir nada más que el confuso nudo de mis tripas. Eso me hace saber que, una vez más, he tenido éxito. Lo que quise ser es lo que he sido. Lo que recuerdo es lo que seré. Cuánto encanto percibo ahora en esas pequeñas palabras.
Adiós, Sudamérica a pedal. Y gracias.
Montevideo, Uruguay, lunes 16 de agosto de 2010.
lunes, 2 de agosto de 2010
Dos viejos amigos
Las fronteras nacionales sí demarcan un sentido totalizador de una experiencia cultural. Ese sentido viene dado por varios factores: idiomas, leyes, recursos, desarrollo socio-económico... En gran medida, además, por la creación de una historia común (una historia "nacional") nutrida de símbolos que solamente adquieren sentido dentro de una demarcación territorial, por arbitraria que ésta sea. Esos símbolos son hombres, momentos, fechas, proyectos. De la valoración de esos símbolos dentro de un espacio limitado por fronteras depende gran parte de la articulación de ese espacio como una realidad cohesionada. Un argentino de la Patagonia puede sentirse representado (y valorizado) por una figura histórica como José de San Martín, a pesar de que éste, en vida, nunca tuvo una relación directa con esa región. Un brasileño de Rio Grande do Sul no puede hacerlo de la misma forma, a pesar de que el héroe nació en el mismo espacio geográfico que él habita. Los países se agrupan y se definen en torno a esos núcleos de sentido, y existen así, como ideas (como ideales) antes que como realidades concretas. Claro, la existencia práctica de los pueblos siempre llega más allá de eso, y demarca, quiérase o no, complejas convergencias y divergencias que escapan a los ideales simbólicos de lo que se entiende como "un país", pero eso no elimina la presencia de ese universo semiótico que se busca crear bajo la denominación ambigua de "patria".
Saltar de frontera en frontera, hablar con la gente de uno y otro lado de las divisiones, pasar de un país a otro, crea también un imaginario, un cuerpo simbólico, en quien lo hace. Yo me hago ideas sobre lo que son los paraguayos, los argentinos, los brasileños. Más aún, me hago ideas sobre lo que es la Argentina o el Brasil como si se tratase de personas a quienes conozco y con las que estoy acostumbrado a tratar. En mi caso actual: como personas a las que conocí en cierto momento y con las que de pronto me vuelvo a encontrar. Como cuando se piensa "ah, es este man": eso conlleva una cadena de ideas no muy claras que hacen de esa frase una suerte de definición que incluye características físicas, estados emocionales, posturas éticas y tantas cosas más. En la última semana me he encontrado justamente con aquellos dos: la gruñona y refinada Argentina, a quien no había visto desde hace dos años, y el buen Brasil, el gigante que tanto me ha enseñado y de quien no tuve la oportunidad de despedirme adecuadamente, perdido como estaba en días de lluvia congelada y nostalgia amorosa.
Los últimos días en Paraguay fluyeron bien. El clima, aunque demasiado frío a momentos, me dio una amplia tregua. No tuve que soportar lluvias e incluso a ratos pude disfrutar de temperaturas que me dejaron pedalear solamente en camiseta. El desinteresado apoyo de la gente -ese viejo descubrimiento de SAP- también ayudó a que los días dentro de ese país desfilen con alegría y emociones suficientes para sobrellevar el cansancio. Nombres y momentos hay muchos. Fernando, un artista y arquitecto asunceno, me dio indicaciones en la entrada del centro de la capital y hasta ahora comparte conmigo (por mail) sus inquietudes y deseos de viajero. Héctor, un loco al que conocí en un taller de bicicletas, me detuvo medio borracho cerca de Carapeguá y me invitó a pasar la noche en su estancia de Paraguarí, mientras me contaba a gritos que había vivido con ecuatorianos y que se consideraba "mono" (y tras ello, gritaba: "¿Quién decía 'cuando pego, pego', serrano? Bucarám, carajo, Bucarám!"). Jorge José Vera, un ciclista con quien conversé en Villa Florida, me relató su experiencia de haber cruzado el Chaco en bicicleta, por donde superó una distancia de 600 kilómetros completamente despoblados, sobreviviendo con comida enlatada y pastillas para desinfectar agua. Ricardo Luis Vera, un motociclista de San Ignacio Guazú, me acompañó durante una parchada de llanta y me regaló 10.000 guaraníes (unos 2 dólares) para que continúe con mi viaje. Eve y Olga, dos panaderos de San Ignacio, me obsequiaron una funda llena con panes dulces, confites y yogurt. Teobaldo Medina y su hijo Juan, dos albañiles que trabajaban en una obra gubernamental en la población de Gral. Delgado, ofrecieron compartir su pequeña habitación conmigo y compraron dos botellas de vino para amenizar la velada. Así...
Ya en la frontera, luego de las visitas a las reducciones jesuíticas y las reflexiones que anoté en el último post, quedaba atravezar el Paraná e ingresar de nuevo a la Argentina. Fue algo complicado: los argentinos no permitían la circulación de bicicletas o peatones sobre el puente y me hicieron volver cuando ya estaba en la mitad. Luego los paraguayos no me dejaban pedir un aventón cerca de la estación de aduana y, afuera de ella, los carros no se detenían a escuchar mis peticiones. Finalmente tuve que pagar un taxi y, del otro lado, ser interrogado mil veces acerca de cómo había atravezado el puente. Registraron mis alforjas y me hicieron preguntas, cosa que nunca había ocurrido en otras fronteras. Ah, bueno, sí ocurrió en otra: cuando tratábamos de entrar a la misma Argentina desde la frontera con Bolivia. Ya en Posadas fue imposible encontrar alojamiento por más que recorrí un amplio sector de la ciudad. Terminé por pagar el hospedaje más caro de todo el viaje (150 pesos: unos 40 dólares) por un cuarto en el que ni siquiera me dejaban compartir con Sherpa.
Me había olvidado de ese carácter gruñón y buscapleitos de los argentinos (ellos mismos se reconocen como un poco "hincha-pelotas"). Al toparme con él, sin embargo, en lugar de molestarme, me sentí como visitando a un viejo amigo. Durante la tarde, mientras paseaba por el centro de Posadas, tenía la sensación de ya haber estado ahí. Era algo en la configuración de la ciudad, en los nombres de las plazas, en la forma de los edificios y el color de los semáforos. En mi cabeza despertaban imágenes de Tucumán o La Rioja. Las palabras y gestos también se me hacían conocidos. La forma de expresarse, que para un quiteño pacato resulta confrontativa, también me traía recuerdos. La ciudad estaba más llena de vida que Encarnación. Mientras en Paraguay no había podido renovar mis zapatos porque no encontraba de mi número, en Argentina no lo logré por ser incapaz de decidirme entre tantas opciones. A pesar del frío, la gente comía en las calles, vendía artesanías, descansaba en la plaza. Apenas pude me zampé un buen sánduche de milanesa con fritas y una Quilmes. Y sí... el sabor también era cosa familiar.
El siguiente día fue de gran optimismo y fuerza. Salí con la idea de atravezar la provincia de Misiones y quedar cerca del río Uruguay, frontera con Brasil. Anduve duro, bien y lleno de alegría. Por la tarde, una indecisión y un consejo que quizá no debí escuchar alteraron mi ruta inesperadamente y me hicieron pedalear bastante más de lo esperado. Aunque no por el mismo camino, entré y salí de la ciudad de Apóstoles sin necesidad de hacerlo, alargando la tarde en por lo menos unos 25 kilómetros. Terminé por encontrar refugio en el pueblo de Gobernador Virasoro. La disposición de los pueblos que tenía adelante convertían la etapa del día siguiente o en algo bastante corto o en algo muy largo, como los días más duros. Pensé en escapar al Brasil por la primera frontera que tuviese a disposición (Santo Tomé/São Borja) pero me detuvo un descubrimiento encontrado en el billete de cinco pesos (los billetes argentinos tienen inscritas pequeñas biografías): si seguía por el costado argentino, en dos días pasaría por el pueblo natal del general San Martín.
Decidí tomarlo con calma y avanzar poco a poco, de pueblo en pueblo, en etapas cortas y descansos largos. Algunos dolores extraños en mi muslo izquierdo me impulsaban a ello. Hasta Santo Tomé, además, la mañana fue muy dura. Tuve que encontrarme con otro viejo conocido argentino que había borrado de mi memoria: el furioso viento frío que sube del sur en busca de regiones más cálidas. Volvió a llover, como no lo había hecho en días, y tuve una caída que me dejó costras y dolores en rodillas y manos. Con haber pedaleado unos 70 kilómetros ya me sentía agotado. En Santo Tomé busqué un hotel y un restaurante. Pensaba pasar la tarde dando vueltas y averiguando si el pueblo conserva o no algo de su pasado jesuítico. Sin embargo, una vez que tuve el estómago lleno, me asaltó el mismo ímpetu que siempre me asalta. ¿Por qué no continuar? No sé si es simple exceso de temeridad (esa incapacidad sagitariana de ser paciente) o la voluptuosa búsqueda de siempre vencer los límites, el asunto es que salí en busca del siguiente pueblo, a 90 kilómetros de distancia, cuando ya era la una de la tarde. Fue tremendo, excesivo, tonto. El viento en contra redujo a escombros mis fuerzas y pedalear hasta la noche por una carretera sin banquinas me puso en peligro. Terminé el día en un estado de malgenio y hambre como ya no recordaba, además de algo que no había hecho desde Chile: 10 horas de pedaleo efectivo. En invierno, eso equivale a casi todo el tiempo de luz del día, quizá más.
La novedad fue que no me sentí a gusto. En mi diario de esa noche anoté un grito en contra de ese día tan enorme y una suerte de queja en contra de mi pedaleo excesivo. Hasta hace poco disfrutaba de esas extralimitaciones. Eso me ponía feliz y me hacía sentir todopoderoso, invencible, libre. Ahora no. En lugar de alcanzar el infinito, me estoy apagando. Ya no quiero más días así. Ya no estoy dispuesto a ellos. Ya mi cuerpo y mi mente me piden pausa. Ahora empiezo a sentir la necesidad de algo de paz, de quietud. Y eso se empieza a traducir en jornadas en las que el tiempo no pasa, en las que avanzo a pasitos por rectas interminables y me detengo simplemente para echarme y ver el cielo hasta que el frío me obliga a levantarme y continuar. Lentamente. El fondo de mi mente se escapa pronto al descanso del final del día en lugar de disfrutar las pequeñas aventuras de la marcha.
Pasé una tarde larga en Yapeyú, a orillas del río Uruguay, caminando entre las ruinas inventadas que conmemoran el lugar de orígen de San Martín. La gastronomía argentina, en base de pastas y carnes que, en mi opinión, son bastante racionadas en los restaurantes, me tenía hambreado sin que me diese cuenta. Gastaba más de lo normal en completar mi plato con "guarniciones" y diversas golosinas extras. Me di cuenta de que eso era lo que más extrañaba del Brasil el día que crucé la frontera. Un buffet "a la brasileña" me dejó sentado por una buena media hora y le causó a Sherpa la sorpresa de un par de kilos más en sus espaldas. Brasil me había conquistado de la mejor manera en que se puede conquistar a un tipo como yo: por el estómago. Mientras comía como loco, me avergonzaba de algún día haberme quejado del monótono arroz com feijão. Hay que reconocerle al Brasil el logro de haberme mantenido igual de gordo a pesar de los catorce mil kilómetros. En la tarde de ese día hice amistad con unos vendedores de la plaza y entendí un poco por qué la Quilmes, amarga y seca, raspa un poco más que la Brahma, más dulce y suave (tanto que a veces llega a empalagar). Brasil y Argentina, hermanos, rivales, distintos. Por la noche, jugaba a los insultos con mis amigos a través del Facebook y me olvidaba de que estaba ahí, tan lejos, con una temperatura de cero grados recorriendo las calles vacías de la ciudad y con Sherpa, como siempre, en su fiel espera hasta que me enciendan de nuevo las ganas por continuar.
Rio Grande do Sul es el último estado que visitaré del Brasil. Resulta simbólico, ya que mis dos mejores amigos brasileños (Felipe y Jociane) son ambos gaúchos (él de Caxias do Sul y ella de Farroupilha) y fue a través de ellos, hace muchos años, que empecé a conocer este país. No conoceré esas ciudades. Tan solo pasaré dos días en este estado y recorreré no más de 100 km hasta la frontera con Uruguay. Con eso me despediré de este país que llevo ya conmigo como se lleva en la memoria a un viejo amigo. Como llevo a la Argentina y a todos los demás. Pronto pasaré a conocer al último de ellos. Siento lo de Vallejo en su poema de piedras negras y blancas. Parece que tengo ya en la memoria los días fríos, cansados y conmovedores que me llevarán hasta Montevideo. Parece que recuerdo ya las calles de esa ciudad, los rostros no vistos bajo el cielo blanco, la comida y el dolor en las piernas durante los últimos días de marcha.
La pila empieza a agotarse. El viaje también, por suerte. Cuando me acercaba a Bariloche, hace poco más de dos años, la cosa era muy distinta. Allá me detuvo el hielo de la Patagonia, la falta de dinero, la ausencia de planes. La llama que me movía, sin embargo, seguía ahí aún después del último día. Por eso salí de nuevo. Por eso estoy aquí. Ahora, en cambio, siento que merezco darle un punto final a los asuntos de este viaje, que merezco ya un descanso. Montevideo está a unos siete, ocho días. He crecido tanto en fuerza y resistencia que no parece haber nada que pueda impedirme conquistarla. Voy, pues, a terminar la ruta, pero mi corazón viaja ya hacia otra parte, pensando cada vez más en mi familia, mi novia, mis amigos. Quiero sentarme a cenar entre mi padre, mi madre, mis hermanos, y oír sus historias cotidianas. Quiero hablar estupideces, beber y reír sin parar con mis amigos. Quiero estar con Cuenqui y disfrutar de ese tiempo sin apuros, sin agotamientos ni hazañas.
Cuán grande todo esto. Miro para atrás y no me reconozco. ¿En verdad he sido yo el que lo ha hecho todo? ¿De dónde saqué el coraje para estar aquí? En un parpadeo se me cruzan tantas imágenes, tantos momentos, tantos caminos y rostros. Siento que he doblegado a Sudamérica tanto como ella me ha doblegado a mí. Ha sido increíble. En conjunto, es más de un año de mi vida el que he invertido en esto de pedalear por el continente. Han sido más de 20.000 kilómetros y más de 200 jornadas de buen pedaleo.Parece suficiente.
Quiero terminar ya.
Uruguaiana, Rio Grande do Sul, martes 3 de agosto de 2010.
14.179 kilómetros recorridos.