domingo, 30 de mayo de 2010

Días de resurrección (haciendo trampa en Sergipe y Alagoas)

La última vez que anoté "día 150" en un diario fue en Bariloche, tras haber concluído la vuelta por el Circuito Chico y cuando empezaba a hacerme a la idea de haber terminado "el gran viaje", "el gran sueño", "la gran marcha hacia el sur". Recuerdo bien la caminata nostálgica y conmovedora con la que cerré esa aventura hasta la Patagonia, y pienso aún en esos momentos como capítulos especiales, queridos, irrepetibles de mi propia historia. Un precioso cuadro romántico, digamos. El kilometraje oficial final de esa primera etapa de Sudamérica a pedal sumó 8.768 km, número que, ahora me doy cuenta, nunca fue anotado en este blog. Ahora que he escrito cifras similares en un nuevo diario, puedo decir, pues, que, en términos de números al menos, la historia se ha repetido. Mi segundo "ochomil". Vaya cosa.

La diferencia está en que ahora, mientras anotaba ese "día 150" en algún lugar del litoral sur de Pernambuco, continuaba lidiando conmigo mismo para saber cómo continuar un esfuerzo que me tenía cansado y apático, fundido y enfermo. Aún con las importantes ciudades que tenía cerca, me sentía en medio de la nada, en camino hacia ninguna parte. Ese día arrivé a un pequeño pueblo que difícilmente recordaré y que me acogió con el mismo ánimo silencioso que tantos otros en la ruta. Me esforzaba por disfrutar el camino, pero a fin de cuentas continuaba sintiéndome solo, débil, injustificadamente irritable, quizá un poco roto.

Todo eso, sin embargo, no me asustó entonces ni me asusta ahora en absoluto. Bien sabía desde el principio que el Brasil no sería poca cosa: es enorme, caliente, acaso monótono. A pesar de mi estado anímico quebradizo, he seguido avanzando con la idea fija de que no puedo darme el lujo de desperdiciar estos momentos. Basta con recordar que aquí estoy divirtiéndome por gusto propio. Puede ser una diversión complicada, difícil de asimilar aún para mí mismo, pero es diversión al fin y al cabo. No me olvido de que estoy haciendo lo que "he escogido" hacer (me pregunto cuánta gente será verdaderamente capaz de decir algo así), ni se me escapa que cada día que pasa es una avalancha de aprendizajes de todo tipo. Los problemas que aquí me atormentan no son más que gajes del oficio, y la "inercia sin sentido" de la que por ahí me empiezan a acusar no es algo particular de mi viaje, sino parte de la vida misma: no se curaría con volver a casa.

Los días pasados han sido, además, suficiente buena aventura como para sacar del letargo a cualquiera. Bastó tan solo un ligero cambio de táctica. Después de Recife no he vuelto a ver una autopista federal y me he mantenido estrictamente bordeando el litoral, la mayor parte del tiempo por carreteras secundarias, muchas veces por caminos de tierra o piedra, y aun a veces por la misma playa. Mi trampa ha consistido en "cortar camino" por las diversas bahías, desembocaderos y ensenadas que se encuentran junto al mar. En total, he subido cinco veces a Sherpa en balsas o canoas para sortear los obstáculos de agua y procurar caminos que me sigan conduciendo al sur. Me he perdido, he sido atacado por enjambres de mosquitos, he dejado caer cosas, me he enlodado bajo la lluvia, me he caído, he vomitado... Ha sido genial.

El término de estos días excepcionales ha sido uno de los estados más emblemáticos del Brasil: Bahia. De manera específica, su capital: Sâo Salvador da Bahia de Todos os Santos, metrópoli de más de 3 millones de habitantes y tercera ciudad brasileña en tamaño. Salvador es, además, el enclave de donde surgió el Brasil moderno. Su fundación en la primera mitad del siglo XVI y su particular disposición en la entrada de la enorme bahía que le da nombre la convirtieron en un punto crucial para las aspiraciones portuguesas en nuestro cotinente. Durante la mayor parte de la época colonial, Salvador fue el centro administrativo, militar y comercial más importante de la América lusitana, tanto así que las diversas capitanías hereditarias del Nuevo Mundo (cuyos epígonos modernos son los actuales estados del Nordeste), estaban sometidas, antes que al propio rey, a la autoridad del Gobernador General del Brasil, afincado en Salvador. En términos de categoría política, Salvador no perdió su primacía hasta finales del s. XVIII, cuando la capital fue trasladada definitivamente a Rio de Janeiro.

Como parte de toda esa época dorada que ha dejado en Salvador uno de los cascos urbanos antiguos más llamativos del Brasil, la importancia cultural de la ciudad radica en haber sido por siglos el crisol de una diversidad poblacional muy diversificada. Aún ahora Salvador es la ciudad de población negra más grande fuera de África, sin que ello deje de lado los vestigios de presencia indígena y propiamente europea. El mestizaje salta a la vista: junto a bahianas "tradicionales" vestidas con trajes portugueses que se usaban en la vida diaria hace 100 años se encuentran grupos ensayando capoeira en las plazas y academias de música que combinan batucada con amplificación eléctrica. Todo revestido del velo falseador de la industria del turismo, claro, pero no por ello carente de una autenticidad firme y vívida.

Salvador tiene todo lo que he visto en otras ciudades durante mis meses de viaje por el Nordeste, y como tal resulta un gran colofón para el recorrido de esta región a la que llegué "por la puerta de atrás". El llamado "Pelourinho" -el centro antiguo propiamente dicho- es, con justicia, otro de los sitios patrimoniales reconocidos por la UNESCO en el Brasil. Algo conocíamos ya hace tiempo gracias al videazo ese de Michael Jackson (ojo que no todo está filmado en Salvador, las escenas de las favelas son de Rio; el Cristo Redentor también, claro), pero hay bastante más para ver. La ciudad vieja está dividida como en dos peldaños de una escalera. Abajo, junto al puerto y la bahía, queda la "cidade baixa", más llena de comercios y residencias populares. La "cidade alta" está plagada de edificaciones monumentales, plazas, edificios administrativos, predios religiosos y residencias antes destinadas a la clase noble. Hoy en día, ambos sectores se conectan por funiculares o un famoso elevador (Lacerda) que empezó a funcionar a finales del XIX. Aunque no tan grande como podría esperar un quiteño (nuestro centro de Quito es verdaderamente enorme!), el Pelourinho gusta y atrapa con todo el peso de su historia y sus calientes atardeceres frente a la bahía.

Pero me olvido de lo escencial: hasta Salvador he pedaleado otro gran trecho de kilometraje, he recuperado mi ánimo y mi salud, y he atravezado dos estados nordestinos más, Alagoas y Sergipe.

Salir de Olinda y la Región Metropolitana de Recife no fue cosa simple. El centro de la ciudad me aturdió bastante y terminé por equivocar la ruta. Pasé por otro municipio antiguo y de importante peso histórico por su relación con Olinda, Jaboatâo dos Guararapes, pero no me detuve por pensar, gracias a las indicaciones de mi mapa que pocas veces se había equivocado, que estaba encaminándome en una dirección muy distinta a la que buscaba. Tras muchas preguntas y al menos un par de horas de marcha en medio de un tránsito pesado y casi sin espacio para Sherpa y yo, logré conectarme con la costanera bastante más al sur de las playas urbanas de Recife que pensaba conocer. Por ahí seguí al borde de los municipios de Cabo de Santo Agostino e Ipojuca hasta que finalmente me encontró la noche en Rio Formoso. No entré al famoso Porto de Galinhas (a pesar de que me lo habían recomendado desde que estaba en Venezuela) porque eso hubiese significado un nuevo día de descanso y estaba más interesado en avanzar que en repetir los días extraños de Olinda.

La siguiente jornada fue ya el encuentro directo con el mar. Durante todo el litoral de Alagoas, estado al que entré bajo una lluvia fuerte, casi nunca dejé de ver la enorme masa de agua contenida hacia mi costado por infinitas llanuras de "coqueirais". Tener al mar a la vista, así sea a la distancia, resulta de alguna manera refrescante, si bien son pocas las veces que en realidad me he metido al agua. En Porto de Pedras hice mi primer atajo en una balsa y para la caída de la tarde había llegado al diminuto caserío de Riacho, parte del municipio de Sâo Miguel dos Milagres. Ahí pasé la noche en una área de campamento, pero no me apuré en levantar la carpa y me conformé con la comodidad de mi hamaca y un buen techo de paja. Mi estómago quiso arruinarme el día luego de que me zampé un buen puñado de castañas de caju, pero no le hice mayor caso, convencido como estaba de que ya era hora de buscar ayuda médica en mi próxima parada en Maceió. Los que sí consiguieron sacarme de quicio fueron los zancudos, a los que combatí con un pantalón, una camiseta de mangas largas y algo de angiroba (un extracto vegetal repelente, muy utilizado en la Amazonía, que me regalaron en Belém). Me consolé pensando que no siempre los cuartuchos de posada significan resguardo para ese atado de bichos hambrientos.

La visita al doctor no sucedió en Maceió, sino más de 200 kilómetros al sur, en Aracaju. Hasta allá había recorrido dos etapas más, ambas de kilometrajes muy altos y rodadas hasta horas de la noche. Fueron días difíciles. Hasta Piaçabuçu tuve uno de esas etapas en las que me entra el diablo y avanzo como si delirara, jadeando durante horas, volando sin pausa en cuerpo y mente, llevando al límite la capacidad de mis piernas. El día anterior, por caminos perdidos entre cañaverales que me hicieron perder horas hasta orientarme y dar con la ruta cierta, llegué a sentir algo así como un topar fondo. Tuve que empujar a Sherpa por la arena, bajar y subir laderas muy empinadas por caminos de tierra, abrirme paso por matorrales para luego salir de nuevo por el mismo camino y buscar mejores atajos. Azuzados por el sol, los malestares estomacales volvieron con diarrea e incluso vómitos. Yo era un caos de sudor y comezón por los picados de mosquitos. La carretera se desleía por el infierno que le arrojaba el sol y no encontré, por muchos kilómetros, una sola persona con la cual compartir mi abandono. Ese tipo de días, que me asustan y me hacen pensar que en el fondo no soy capaz de todo esto, son los que inyectan mi espíritu de renovados bríos por seguir. Suena contradictorio, pero así funciona.

De Aracaju en realidad no conocí gran cosa. Casi todo el día lo pasé en un hospital público esperando turno para poder ver a un doctor. Yo solamente quería el papelito que me permitiese comprar antiparasitarios. Sherpa había quedado a unas diez cuadras sometiéndose a cuidados similares (yo había rodado hasta el hospital en una bicicleta que me prestó el mecánico). La espera era larga y yo aprovechaba para ir y venir entre hospital y mecánica constatando la tremenda fuerza que tiene Sherpa frente a una bicicleta un poco más convencional. Finalmente entré a un consultorio en el que pasé apenas 5 minutos respondiendo preguntas de mi viaje. De la diarrea ni nos acordamos. A la salida una enfermera me tuvo sentado una media hora con una sonda de suero y antibióticos antes de dejarme ir a comprar las ansiadas medicinas. Dos días después, la enfermedad era historia.

Había recorrido unos 60 kilómetros hacia el sur de Aracajú cuando encontré a otro cicloturista concentrado en la vera del camino tratando de abrir un coco a machetazos. Era Gastón, un arquitecto argentino que ha rodado por un buen pedazo del litoral atlántico sudamericano. Haciendo algunas etapas en bus y otras en bicicleta, espera llegar hasta Natal, conseguir algún trabajo para juntar dinero y luego proseguir hacia el norte. Mis historias de la Amazonía le llenaron los ojos de deseos por aventurarse por la selva. De su parte recibí muchos datos de la ruta que debía seguir los siguientes días e incluso un mapa. Nuestro almuerzo de ese día fueron los cocos que él había recogido y tardó un buen tiempo en abrir (claro que yo, una hora después, devoré un platazo de 10 reales para rellenar el huequito que quedó por ahí en las tripas).

Me quedaba tan solo concluir el litoral sur de Sergipe para llegar a Bahia. Pensaba hacerlo lo más rápido posible, pero ni el cuerpo ni los parajes me lo permitieron. Fue mejor así. Vía mail, recibí orden expresa de la encantadora Anabela "sólo uno por grupo" Vargas (a.k.a. "Popol Bombita" en algunos tugurios quiteños y "Bela" en ciertas regiones del Brasil): tenía que detenerme el mayor tiempo posible en el litoral nor-bahiano para conocer los lugares en los que ella había vivido y trabajado algunos años atrás. Un gran consejo. Inevitable, además. El día en que llegué a Porto de Sauipe estaba ya fundido. Mis piernas se quejaban reclamando descanso. La pausa necesaria me permitió conocer Imbassai (quizá la playa más bonita que he visto en el Brasil, por no decir la playa más bonita que he visto, a secas) y Praia do Forte, un pueblito hiper-turístico invadido por visitantes de todo el mundo y rodeado de arrecifes y playas de ensueño.

Praia do Forte, sin embargo, es mucho más que turismo excesivo. La localidad alberga una serie de sitios de gran interés, como el Castillo Garcia D'Avila, única construcción de estilo medieval que existe en nuestro continente, edificio más antiguo que se conserva en el Brasil y cabeza de lo que alguna vez fue el mayor latifundio que ha registrado la historia americana: 800.000 kilómetros cuadrados que se extendían desde Bahia hasta Maranhâo (espacio que a mí me ha tomado más de un mes en recorrer). Y hay aún más. En Praia do Forte funciona una de las sedes más importantes del Projeto Tamar, responsable de un exitoso trabajo de conservación en gran parte del litoral brasileño, que ha sacado a las tortugas marinas del riesgo de extinción y hasta la fecha ha logrado que lleguen al mar más de un millón de tortugas recién nacidas. El poblado también alberga la sede administrativa del Instituto Baleia Jubarte, otro baluarte del conservacionismo bahiano, que dirige diversas actividades como censo, monitoreo y protección de los grandes cetáceos. Súmenle un paraíso para surfistas y artesanos et voilà: Praia do Forte.

También gracias a los contactos de Popol pude contactarme con algunas personas que han estado pendientes de mí tanto en Praia do Forte como aquí en Salvador. Marina Lima, administradora de turismo, me indicó los puntos claves del sector, me consiguió hospedaje barato y me hizo probar un montón de comida local que seguramente nunca hubiese probado por limitarme a los económicos "pratos feitos" de arroz, fréjol y carne.

De Praia do Forte hasta Salvador fueron 55 km de carretera y 35 de recorrido urbano hasta el centro de la ciudad. Aún antes de haberme instalado por completo me topé con una pareja de cicloturistas (Evandro y Lidiane) que han viajado unos 2.500 kilómetros desde Sâo Paulo y piensan hacer un recorrido por toda Latinoamérica. Su estilo, sin embargo, es muy particular: solamente quieren recorrer las playas, para lo cual nunca se acercan a las carreteras principales y a menudo se enfrentan a complicados problemas de movilidad. He escuchado con mucho interés sus propuestas para que realice un recorrido similar al suyo por el litoral sur de Bahia. En principio resulta atractivo, pero es demasiado complicado. Y como me cuesta cierto trabajo explicarles que para mí es también atractivo ver los pueblos que para ellos no son más que feos y sucios, y que me urge avanzar rápido para llegar lo más lejos posible con el dinero que tengo, pues simplemente me he limitado a escucharlos y considerar sus propuestas.

Cada vez que me encuentro con otros cicloturistas despiertan en mí fuertes interrogantes sobre mi forma de viajar. Con cien o diez mill kilómetros encima, ellos son los únicos "cotejas" que puedo encontrar mientras avanzo, y siempre termino por encontrar un espíritu más osado en las aventuras que no me pertenecen. Gastón trataba de conseguir su propio alimento con el machete que le habían regalado, o mejoraba en la elaboración de cestos con hojas de palma para tratar de cambiarlos por comida. Evandro y Lidiane viajan trabajando con un programa de concientización sobre conservación ambiental para niños de escuelas. Hacen los contactos directamente en los lugares que recorren, y lo poco que cobran por su charla (1 real por niño) les avanza para proseguir la marcha. A mí nunca se me ha ocurrido un método para volver algo más sustentable el recorrido, y no solo parece que gasto bastante más que otros viajeros, sino que me interesa muy poco el tema del dinero hasta que éste comienza a faltar. En suma, mientras la mayoría busca hacer del viaje una forma de vida, yo busco una suerte de evasión a una vida de la que no pretendo escapar, sino simplemente descansar. No me atrevo a desprenderme totalmente: por eso establezco lazos fuertes que me mantengan atado aún desde lejos y a menudo torno el recorrido en un asunto de velocidad.

En fin... Yo trato de ejercer los intereses que me han movido a emprender un recorrido como este y en base a ellos cifro mi experiencia. No puede ser de otra manera. Ciclismo, paisajes, geografía, historia, algo de poesía en mis cuadernos, los relatos de este blog: esas son las formas que he logrado elaborar para desarrollar mi viaje. No todos tenemos las mismas ventanas por donde mirar el mundo. No que esté del todo conforme con las mías (no convendría estarlo), pero de todas formas ellas me han permitido ver y lograr bastante. Aún así, me quedan algunos vacíos, algunas dudas. Descanso y en muy poco tiempo empieza a formarse en mí el deseo de nuevamente salir con un brío desbocado hasta el agotamiento vuelva a detenerme. Quizá en el entretiempo me esté perdiendo de mucho. Quizá esté pecando de apurado, de superficial. Y siento algo como miedo de no ser capaz de retener nada.

Se me alargan las palabras y empieza a osurecer en las callejuelas del Pelourinho (no tienen idea cuánto trabajo y tiempo me cuesta cada uno de estos posts). Hace tiempo que he querido hablar sobre el "espíritu" que voy descubriendo en este Brasil tan tropical y playero, pero no encuentro ni el tiempo ni la forma. Confórmense por ahora con algunos datos tontos que anoté en mi diario hace días.

Cosas por las que desconfiar (o confiar) del Brasil (o de los brasileños):

-Todos aman a Lula, aun la oposición.
-Han tenido dos presidentes en los últimos dieciséis años, tres en los últimos veinte.
-Se refieren a sí mismos hablando en tercera persona ("a gente se incontra", "a gente tem fome"...).
-Desprecian a Maradona, pero le tienen miedo a Messi.
-Nunca toman café sin azúcar.
-Le dicen "bolo" al pastel, "pastel" a la empanada y "refrigerante" a la Coca-Cola.
-Consideran que la menestra de fréjol es su gran aporte a la culinaria mundial.
-Le ponen 10% de jugo de naranja a la Fanta, pero solo 2,5% de jugo de limón a la Sprite.
-Ignoran el concepto de "cabina telefónica".
-Tienen un estado del tamaño de Zamora Chinchipe (Sergipe) y otro casi seis veces más grande que el Ecuador entero (Amazonas).
-Tienen una ciudad que se llama "Navidad", otra "Juan Persona", otra "Arrecife", otra "Río de Enero" y otra simplemente "Pelotas".
-Creen que todo hombre que habla español es argentino y que Ecuador queda en Maranhâo.
-Creen que "hawaiana" es un tipo de calzado y "Perú" un animal.

Y lo más foco:

-No bailan ni escuchan salsa.
-No conocen el reaggetón.

(Sem ofensas, pessoal! Sâo só brincadeiras sem sentido, hua hua...)

De nuevo casi recuperado, retomaré la ruta mañana o pasado mañana. Me falta relativamente poco para salir del Nordeste y poner a Rio y São Paulo al alcance de la mano. A 20 días del inicio del invierno, mi avance hacia el sur promete cambios considerables. En no mucho tiempo, el calor pasará a ser un recuerdo anhelado y tendré que empezar a combatir con su hermano opuesto. Quizá pueda retomar las noches en carpa antes de que las cosas se pongan demasiado frías. Quizá tenga que volver antes. No pienso rendirme hasta que las circunstancias me obliguen a hacerlo, y por "circunstancias" me refiero básicamente al dinero, porque tampoco pienso accidentarme o enfermarme de algo verdaderamente grave. Y el dinero empieza a acabarse. Hoy por hoy, consumo ya el dinero con el que debería financiar un pasaje de regreso. De aquí a poco, todo lo que gaste empezará a ser parte de una deuda, asumiendo que pueda conseguir un buen banco amigo (eso va con dedicatoria paterna).

Qué más da.

Mi preocupación principal sigue siendo cómo organizarme para avanzar y al mismo tiempo no perderme muchos partidos del Mundial.

Salvador, Bahia, martes 1 de junio de 2010.

9.543 kilómetros recorridos.

martes, 18 de mayo de 2010

El extremo oriental de las Américas

De Fortaleza salí con optimismo y diarrea. Excesos de açaí batido, quizá. Al menos para lo del optimismo. La diarrea es algo que debe haberse fraguado desde siempre, tras litros y litros de agua de dudosa procedencia. Con la intención de renovar el viaje luego del descanso, ignorando olímpicamente mis males intestinales, pasé al menos una hora transitando por las avenidas de la ciudad y tratando de encontrar una salida hacia el sur. La nueva ruta pretendía algún contacto con las playas, así que no tomé la autopista principal sino que seguí una carretera menor que, según el mapa, se alargaba bordeando el mar. No vi ninguna playa hasta el final del día (y para ello tuve que desviarme unos ocho kilómetros de la vía principal). El camino ha sido así desde entonces: transito muy cerca del océano, pero sin verlo. El mar me acompaña por detrás de lomas o pequeñas sierras, a veces a unos pocos kilómetros de distancia y a veces muy, muy lejos. Recorrer el litoral es muy parecido a recorrer el interior. Solo puedo disfrutar del mar cuando me detengo, cada vez que le doy una tregua a los pedales y decido "salir" a la ribera.


Fue un buen día ese tras la salida de Fortaleza. Empecé lento y con pereza, aún tratando de fabricarme la idea de darle duro hasta el próximo descanso largo en Pernambuco. Ya fuera del área urbana, después de haber pasado los municipios de Eusebio y Aquiraz a través de una cómoda ciclovía que me protegía del tránsito, mejoré el ritmo y empecé a avanzar bastante rápido al borde de una zona algo más seca pero aún bastante caliente que los brasileños llaman "sertâo". Lejos de ser desértica, la región tiene una vegetación peculiar a la que denominan "catinga", compuesta de plantas de follaje verde solamente durante la estación lluviosa. Yo he venido a dar aquí al final de los únicos dos o tres meses del año en los que llueve, por lo que pude presenciar una exuberancia parecida a la "mata atlántica" de las zonas más húmedas. Quizá pueda ver algo más del verdadero sertão cuando atraviese el estado de Bahía.

Para no escuchar las quejas de mi estómago, pedalée con música casi toda la mañana. Lo hice hasta que literalmente me sacaron el audífono de la oreja. Iba bastante entretenido, distraído con el paisaje y dejando que el sol calcine un poco más mi piel sudada, cuando un carro de la policía me obligó a parar y bajar de la bicicleta. A gritos, con las pistolas desenfundadas y apuntándome, me empujaron contra la patrulla y me revisaron por entero, hasta la mugre acumulada en los bolsillos. El más enojado de los dos me quitó la camiseta que tenía amarrada en la cabeza y la arrojó al piso. A los tiempos que no recitaba con tanta pasión mi perorata típica de "estoy viajando en bicicleta, entré al Brasil por Roraima, luego fui hasta Manaos, etc, etc". Al final de la extraña pesquisa, uno de los policías dijo algo así como "somos la policía federal, es solo por seguridad". Luego de eso me dejaron y se fueron. Sin más.


Esa noche salí de la carretera cerca de la población de Beberibe y me atrincheré en la playa de Morro Branco. Lo de "atrincherarme" también es literal: después de hablar un poco con la gente local terminé por instalarme en una barraca frente al mar. Ni siquiera armé la carpa, simplemente colgué mi hamaca de las maderas del techo y cubrí a Sherpa con un cobertor impermeable para que el ruido me despertase si alguien trataba de moverla. Es una técnica que he usado un par de veces desde que la "inventé" en Maranhão. La brisa marina fue acrecentando su fuerza hasta obligarme a buscar, ya avanzada la noche, mejor refugio detrás un pequeño muro a la entrada de un baño. Con la mitad del cuerpo protegida por la barrera y la otra expuesta al viento, suspendido a pocos centímetros de Sherpa y el hambre saciada con parte de mis provisiones de emergencia, logré dormirme hasta que me despertaron los marineros pescadores de la madrugada y su poco sutil aroma de cachaça.

El segundo día también tuvo como destino una playa: Canoa Quebrada. Esta vez fueron más de 10 km los que tuve que desviarme para llegar al mar. Andaba ansioso por conseguir un teléfono para llamar a Quito (era el día de las madres y no quería perder mi categoría de hijo pródigo), pero ninguno de los teléfonos públicos que encontré parecía acoplarse a mis intenciones. Cuando por fin encontré uno que funcionaba, no pude conectarme a ninguno de los celulares a los que llamé. En casa no contestaban, estarían festejando fuera. Solo en discar casi agoto el saldo de mi tarjetita. Lo poco que quedó lo gasté llamando a Brighton para hablar con Cuenqui unos segundos antes de que el crédito se esfume. Bajé a la playa y busqué un refugio, pero me cansé rápido de empujar a Sherpa por la arena pesada. Volví a las calles y le pregunté a una señora si podía dormir ahí en el patio de su restaurante, cuando cerrase. Me dijo que sí. Luego lo pensó mejor y me dijo que no. Me dio referencias para encontrar una hostería que permitía poner carpas. Tuve que pagar 15 reales, pero pude encargar las cosas para ir a darme un baño de mar. Me sentía bien, optimista, fuerte. Si hubiese escrito en mi diario durante mi caminata por la playa ahora tendría unos párrafos de antología con profundas ideas sobre lo que significa ser un ciclista errante. Cuando en verdad abrí mi diario, horas más tarde, ya era demasiado tarde. Era un desastre. Me dolía el estómago y la cabeza. Tenía los músculos rígidos. Me apestaba cada paso y no tenía ni una pizca de ganas para instalar la carpa y guardar todas las cosas. El guardia de la posada me sorprendió colgándome de unas ramas incapaces de soportar mi peso y me prohibió colocar la hamaca. Resignado, me fui a dormir con el estómago lleno de burbujitas.


Salí del estado de Ceará al mismo tiempo que me alejaba de esas "playas-paraíso". Tras innumerables rectas largas y muy calientes, caí en cuenta de que casi no tenía agua y no había ningún poblado señalado en el mapa para los siguientes 50 kilómetros. Empecé a racionar, cosa imposible. De pronto apareció otro ciclista que pretendía llegar a la misma ciudad que yo ese día. Me regaló una botella de agua y me dijo que un poco más adelante encontraría una gasolinera. Así fue: ahí volví a aprovisionarme y me embutí al menos un litro de gaseosa. Alguna gente me regaló algo más y hasta me dio algunos reales. Seguí bastante rápido, aunque deteniéndome contínuamente para descansar del sol bajo cualquier sombra que me ofreciera el camino. Cerca de las tres de la tarde recordé que no había almorzado. Paré y comí algo en un puesto de la carretera. Luego intenté dormitar en el piso del estacionamiento vecino, pero no pude hacerlo a causa de los mosquitos y las preguntas insistentes de los camioneros que también descansaban ahí. Finalmente decidí continuar cuando las preguntas habían pasado de "qué haces cuando se te pincha una llanta?" a "o sea que no te has acostado con ninguna mujer en cinco meses?"


En Mossoró busqué el centro y en seguida una posada. Como era domingo, no había nada abierto y las calles parecían el escenario de un teatro abandonado. Comí unos sánduches en una caseta escondida en alguna plaza mientras conversaba con un hombre que hablaba un español mucho peor que mi portugués. A la misma hora del siguiente día estaba colocando mi carpa junto a una vulcanizadora en la entrada del pueblo de Angicos. Había buscado posada hasta debajo de las piedras, sin éxito. Sherpa durmió boca arriba sobre la base de una columna y yo volví a pasar una de esas noches que me tenían destrozado más al norte: hervido en mi propio sudor, cazando zancudos gordos de mi sangre y abanicándome con el mapa. Ciertas reparaciones en los baños de la gasolinera me privaron, además, del consuelo diario de la ducha. Toallitas húmedas y un lavamanos tuvieron que ser suficientes.


Todo lo que pensaba al siguiente día era llegar rápido a cualquier destino para conseguir una ducha y bañarme. Algunos pinchazos de más me impidieron completar la etapa que tenía prevista y al fin de la jornada había llegado al pueblo de Riachuelo, donde conseguí un cuarto barato con almohadas en forma de corazones, flores plásticas en el velador y, sí, un baño. Las cosas iban bastante bien: etapas dentro de lo previsto, paisajes más o menos interesantes, gente más o menos amigable. La diarrea, siempre presente, no había hecho más que agotar mis reservas de Espasmo-canulase y crearme una suerte de resignada resistencia al malestar estomacal. Nada de dietas blandas: hace tiempo que me he dado cuenta que el plato nacional por excelencia es arroz, tallarín, feijoada (nada más que una menestra de fréjol, ya sea negro o colorado), farofa (harina de yuca, por lo general) ensalada y algún tipo de carne, por lo general de res. De tomar: más y más litros de agua directamente de la llave.


No recuerdo mucho del día en que llegué a Natal, capital de Río Grande do Norte. Tengo muy presente la parte final, de tráfico pesado, mucho calor y una amplia autopista que no se acababa a pesar de mis esfuerzos. Recorrí rápidamente el centro y me instalé en el barrio de la Ribeira, donde la ciudad nació un 25 de diciembre de 1599 (por eso el nombre). Natal está flanqueada por el oeste y el norte por el río Potengi, y por el este directamente por el océano. Las playas urbanas se extienden por decenas de kilómetros y continúan hacía el sur siguiendo prácticamente todo el litoral del estado. Todo el polo más "desarrollado y moderno" se encuentra de frene al mar, mientras que la ribera del río es algo más olvidada y pobre. En el punto donde se juntan las aguas de río y mar se encuentra la Fortaleza dos Reis Magos (llamada así por haberse empezado a construir un 6 de enero, aún antes de que la ciudad sea fundada oficialmente), con sus murallones blancos, su terraza almenada y completamente rodeada de agua durante las horas de marea alta.


En algún lugar leí que esa "esquina" de Sudamérica en donde se encuentra Natal es considerada uno de los puntos geo-políticos de mayor importancia estratégica en el planeta. Aunque al mirar los mapas no parece muy cierto, mientras caminaba por la Playa dos Artistas estaba en realidad más cerca de África que de São Paulo (a donde parece que estoy yendo), y un vuelo a Lisboa hubiese tomado menos tiempo que uno a Buenos Aires. Le sumé a eso la muerte de mi celular (cuya línea roraimense es prácticamente inútil por las tarifas a tan larga distancia de Boa Vista) y, en lugar de emocionarme, me sentí bastante solo. Esa suerte de incomunicación acumulada de horas y horas sin nada más que hacer que no pensar en nada del todo concreto a veces se me sube a la cabeza en la forma de una nostalgia vacía de ideas. Entonces pedaleo hasta romperme.

Como cuando salí de Natal.


Quizá sean ese tipo de días todo lo que uno busca sin saberlo durante su tránsito por el mundo. De todas formas, eso es lo que nos gusta a los ciclistas, no? Salir, aventurarnos por caminos que no conocemos (porque no hay ninguno que conozcamos en realidad), ilusionarnos con una libertad definitiva que nos viene cifrada en la brisa y el sudor, reventarnos hasta que el cansancio sea mayor que nosotros mismos y luego volver a casa para recordar con contento esas "hazañas" irrelevantes. En el trayecto, además, hurgamos hasta el cansancio en todos los misterios que somos capaces de encerrar como seres vivos, solos, trascendentalmente inútiles, henchidos de una futilidad casi soberbia.

Era un 14 de mayo, a más de cinco meses de los adioses dados en un jardín de Guayllabamba y en el extremo opuesto del continente. No recuerdo haber parado sino dos o tres veces para reponerme de líquidos. A cada pedaleada le imprimía el peso entero de mis músculos. Subía, bajaba, respiraba un viento espeso que limpiaba amplias llanuras parchadas de verde y azul. Recordé parajes infinitos de la Araucanía o incluso la Gran Sabana. Todo volvía al primer día, tan lleno de emoción. Fui rápido e inagotable, vibrante y lúcido. Fui feliz. Hacia el atardecer, mientras mi sombra alargada me acompañaba desde el otro lado de la carretera y el arrebol pintaba la vegetación de brillos amarillentos, aparecieron a lo largo de una cañada las luces de Mamanguape, casi 50 kilómetros más adelante de donde había pensado llegar esa misma mañana. Mis resoplidos salían a través de una sonrisa.


Ese tipo de entusiasmos se pagan. El siguiente día apenas tuve que recorrer unos 40 kilómetros para llegar a la capital de Paraíba, la ciudad de João Pessoa. Me tomó toda la mañana y aún parte de la tarde alcanzar un centro antiguo, acomodado encima de una loma irregular y poblado de predios coloniales muy notables. La explosión del día anterior me había dejado sin fuerzas, así que también ahí me detuve para pasar un día de vagabundeo callejero.

Ciudad de cinco nombres: Nossa Senhora das Neves, en su fundación a finales del s. XVI, luego Felipeia, en honor a Felipe II, durante la época de la Unión Ibérica y la coronación de éste como rey tanto de España como de Portugal, después Frederikstad, en los años de la ocupación holandesa del actual nordeste brasileño (1635-1655), luego de vuelta a Nossa Senhora das Neves y, en 1817, Cidade de Paraíba, en alusión al río más grande de la región. El nombre de Joâo Pessoa no le llegó hasta 1930, cuando un afamado líder político local de ese nombre fue asesinado en Recife y el pueblo decidió homenajear su memoria poniéndole su nombre a la ciudad. Con una disposición parecida a la de Natal, también limitada por playas al este y la ribera de un río en el norte (solo que aquí la ciudad antingua queda mucho más lejos del mar), João Pessoa es el verdadero extremo oriental del continente sudamericano. Al final de la playa urbana de Cabo Branco, la Ponta do Seixas es el lugar de Sudamérica que más lejos llega en dirección al Este. Ahí continué reponiendo energías con la cerveza más oriental de las Américas y una caminata interrumpida por ligeros chapuzones en el agua.


Hacia el fin del día me junté con otros viajeros que conocí en el malecón y con ellos estuve dando vueltas hasta bien entrada la noche. Silvana y Mauro, ella manauense de 33 años y él carioca de 50, habían perdido todas sus pertenencias (no eran muchas en realidad) tras un robo en Parnamirim, un municipio de Rio Grande do Norte por donde yo había pasado volando el día de mi fiebre ciclística. Lo que llevaban era hilos, herramientas, semillas y demás cosas para fabricar y vender artesanías. Sin eso, estaban al borde de la miseria. Yo los invité a comer aracajés y luego los acompañé mientras iban de mesa en mesa retaqueando dinero para pagar un hotel hasta el siguiente día. Su plan era algo osado: pensaban acudir a una agencia cultural del municipio para gestionar ahí la donación de algunos rollos de hilo con el que pudieran reemprender su negocio de viajar por ahí vendiendo sus productos y "conociendo mundo". Como en cualquier otra parte, la colecta progresó con lentitud. Él recibía monedas de 10 o hasta 25 centavos. Ella billetes de 2 o hasta 5 reales. Al cabo de un par de horas estábamos los tres buscando un bus para volver al hogar que no teníamos. Luego un abrazo y a dormir.


Una sola jornada me separaba de Pernambuco, una de las regiones más importantes del Brasil antiguo, antes de que los centros de poder económico y político se trasladasen al sudeste, a la zona de Rio de Janeiro y, en especial, São Paulo, en donde aún se encuentran. Hoy en día, además de una región en pleno auge económico en especial por la presencia de industria especializada y el turismo a gran escala, Pernambuco sigue siendo reconocido como uno de los polos de la formación de la nacionalidad brasileña. Junto con el estado de Bahía, se trata de una de las zonas más antiguamente ocupadas por los colonos portugueses y punto de partida para la exploración y población de todo el Nordeste. Esa época dorada dejó diversas marcas que hacen que hoy día el Nordeste se vanaglorie de un legado cultural que ha nutrido toda la nación. Es mucho y a la vez muy poco lo que yo puedo "recoger" de todo eso en la andanza algo apurada que voy alargando por estas tierras, pero es evidente el peso histórico de estas provincias ahora algo empobrecidas y poco conocidas fuera del Brasil.


Pedalée unos 120 kilómetros que combinaron lomadas bastante pronunciadas y planicies espaciosas. Dejé pasar la hora del almuerzo con la intención de ganar tiempo y avancé casi sin parar hasta las afueras de la Región Metropolitana de Recife. Desde el municipio de Igarassu encontré vías exclusivas para autobuses, bastante ordenadas y en buen estado, que todo el mundo respetaba menos yo. Eso me perimitió avanzar rápido y sin peligros por Abreu e Lima y Paulista. Ya muy cerca de Recife, capital de Pernambuco y destino de la jornada, cambié de idea y decidí parar antes, en la ciudad de Olinda. Me convencieron los anuncios de ciudad pratimonial que poblaban la carretera y los anuncios que me había dado días antes mi prima Violeta, que vivió aquí hace no mucho tiempo. Ya con la línea de edificios de Recife a la vista me desvié hacia el centro colonial de Olinda (el tercero más antiguo del Brasil, según me dicen, aunque no sé cuáles son los otros dos), y ahí he pasado los últimos tres días pretendiendo descansar.


Ya la primera noche había dado suficientes vueltas por el área patrimonial como para empezar a aburrirme. Recife también tiene su interés; también he paseado por algunas de sus calles dejándome llevar por el camino que crean las sombras de los edificios y he echado algunas miradas a la pequeña península y la isla que componen su centro urbano. En unas casetitas de libros usados encontré un arsenal bien nutrido de nuevas lecturas, y pasé horas con las manos sudadas tratando de decidirme por algún libro pesado como un mundo pero ligero para mis alforjas. Tuve en mis manos una edición muy cuidada de la poesía completa de Fernando Pessoa, algo que en Ecuador sería imposible de conseguir. Sigo con pena de haberlo dejado, pero finalmente me decidí por el consejo implícito de la Emi en su último comentario. Grande Sertâo: Veredas. Seguro tendré para rato tratando de desenmarañar ese mounstro en portugués. Qué mejor momento que aquí y ahora.


Ni la diarrea ni la soledad me han dejado muy en paz en estos días. Empiezo a fastidiarme. Las jornadas se suceden sin que pueda darme cuenta de qué es lo que yo hago como parte de ellas. Avanzo por costumbre, por condición más que por decisión. La gente, que tantas veces me ha salvado en este viaje, también se me ha tornado esquiva. Me harto de hablar siempre de lo mismo con personas a las que apenas tengo tiempo para conocer. A veces, como con Silvana y Mauro, asoma una ventana por la que es posible sacar la cabeza y pasar algún tiempo simplemente compartiendo un tiempo bobo sin tener que dar mayores explicaciones. Reconfortante, pero angustiosamente fugaz.

Hace un par de noches caminaba al borde de la Ladeira da Sé, punto más alto del casco antiguo de Olinda desde donde se puede ver un buen pedazo del mundo circundante. A pocos metros un ejército de tapioqueras me ofrecía sus delicias culinarias. Yo me acerqué a una carreta algo más discreta: "As caipirinhas do Gordo". Me senté al filo de un muro mientras saboreaba la fuerza visceral del limón con aguardiente y trataba de organizar mentalmente los siguientes días. Olinda, imponente, toda a mis pies. Yo me sentía aburrido y cansado. Harto de ser yo, por así decirlo. La cachaça empezó a hacer su trabajo en silencio. Buena mano, la de ese gordo. A la caipirinha le siguió un "capeta" (creo que así se llamaba), mezcla de arrope de guaraná, leche condensada y, claro, más cachaça. A veces le ponía vodka, según el ánimo y mis preguntas de turista torpe. Algún momento entre el quinto y el sexto vaso pensé que quizá solamente necesitaba una de esas noches de calamazo, con la Juaver de un lado y el Ave del otro, para exorcisarme a punte de carcajadas y golpes de alcohol en las neuronas. Creo que fue eso lo que pensé. Uno siempre tiene grandes ideas en esos momentos. Qué lástima no poder recordarlas nunca.


Tengo la impresión de haber caminado muy lentamente por una calle de piedras resbalosas. Un paso a la vez, no vaya a ser cosa. Los muros históricos de Olinda me ayudaron a salvar mi propio patrimonio de una posible catástrofe (son empinadas las callecitas que suben por la Ladeira da Sé). Al fin de la noche me esperaba Sherpa en todos sus cabales. Se dio cuenta de todo, claro.

"Sí, bueno, un día y nos vamos", le dije.

Ella no respondió.

Olinda, Pernambuco, jueves 20 de mayo de 2010.

8.625 kilómetros recorridos.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Otra vez el mar

No sé desde cuándo la ciudad de Fortaleza se convirtió en un hito dentro de los proyectos que se han ido formando en mi cabeza. Quizá pensaba que, una vez superado el reto de Manaus, el siguiente paso sería un poco más simple: recorrer el litoral atlántico en dirección a las grandes conurbaciones brasileñas que todos más o menos conocemos por televisión (Rio, São Paulo, Curitiba...). Como muchas otras veces en este viaje, no tomé plenamente en cuenta las enormes distancias que me separaban (y me separan aún) de esos destinos. Eso provocó, también como otras veces, un avance endiablado. Desde Belém, ciudad en donde retomé el viaje en bicicleta, he pedaleado por más de 1.600 kilómetros a un ritmo obsesivo. Apenas descansé dos días antes de llegar a Fortaleza, y en ambas ocasiones lo que me detuvo fue más asuntos logísticos (el eje de Sherpa y mi ropa sucia) que cualquier otra cosa. La única vez que me había sentido tan libre, tan poderoso y, extrañamente, tan apurado, fue en el sur de Chile, cuando intentaba ganarle un día a las lluvias heladas del invierno. Aunque en situaciones climáticas muy distintas, he vivido un sentimiento de agitación muy similar al de esos días durante las pasadas semanas sobre Sherpa.

Aunque en estricto sentido Fortaleza no significa nada fuera de un registro más o un nuevo punto en el mapa, esta ciudad me ha permitido retomar la calma. Con un calor bastante más benévolo que el del interior, bañada por largas playas llenas de puestitos de artesanías, barracas de comida y garotas despampanantes a un nivel casi cruel, un centro tan ruidoso como sucio e interminables hileras de edificios cercando el litoral, la quinta ciudad más populosa del Brasil me ha recibido como se recibe a un enfermo. Tras tres necesarísimos días de descanso estoy listo para retomar la aventura con mucha menos de esa urgencia innecesaria que me traía como arrastrado por los pelos.

Pocos kilómetros al este de Teresina me topé con un monumento que no esperaba. Antes, cuando recorría países hispanos, procuraba ir muy al tanto de las localidades históricas importantes. Recorrer la Sudamérica española era, de cierta manera, constatar los vestigios de la historia que nos hace, en el fondo, un solo pueblo. El Brasil es algo distinto. Cada localidad me ofrece relatos que hasta ahora desconocía por completo. Por ejemplo, la Batalla de Jenipapó (13/03/1823), en donde pelearon centenares de piauienses y cearenses sin ninguna preparación y muy mal armados contra un ejército entrenado y equipado, y que evitó la permanencia del actual norte de Brasil bajo el poder de la corona portuguesa.

Ese monumento fue el principio de muchas novedades. Los días después de Teresina fueron bastante diferentes a los del calor infernal en Pará y Maranhão. Conforme avanzaba por el estado de Piauí, el clima se moderó paulatinamente. Las mañanas, aunque aún muy calurosas, me permitieron algunos respiros bajo una densa capa de nubes grises. Las lluvias continuaron, pero con intensidad mucho menor. No tuve que usar nuevamente ropa impermeable y mi equipaje se mantuvo seco en su mayor parte. Hacia las cercanías del límite con el estado de Ceará (del cual Fortaleza es capital), me aproximé a un conjunto de sierras bajas que cambiaron considerablemente la sucesión de paisajes y le dieron algo más de sorpresa al camino. También la vegetación cambió: abandoné finalmente la selva húmeda que sale desde la Amazonía y empecé a avanzar entre forestas más secas y bajas. En conjunto, el camino de los últimos días fue mucho más tolerable que el de los anteriores.

Al atardecer de la segunda jornada desde Teresina, decidí tomar un desvío de unos 15 kilómetros para visitar el Parque Nacional Sete Cidades. Aunque llegué tarde y al borde de un buen aguacero, tuve tiempo para dar una vuelta por dos de las siete formaciones rocosas que dan nombre al parque. Entre las exuberantes agrupaciones de piedra y los senderos oscuros que las rodean pude observar alguna flora muy llamativa, además de mamíferos y aves que nunca había visto. Casi todas las bases de las grandes piedras que conforman las "ciudades", además, están llenas de pictografías antiguas: es de lo poco que se sabe y se conserva de la población precolombina del sector. Las que más me llamaron la atención fueron algunas ilustraciones que se identifican casi idénticas a la representación moderna del ADN (habría que avisarle a Narby) y otras, parecidas, de columnas dobles formadas por círculos del mismo tamaño. También fue bueno ver, a los tiempos, una panorámica escarpada de cerros y pequeñas elevaciones. Los guardianes del parque me prestaron un balcón para que pueda colgar mi hamaca y pasar una noche peculiarmente llena de grillos y sapos.

A la mañana del siguiente día, una vez de vuelta a la carretera principal, encontré a un ciclista local que se lleva el premio a vehículo más extraño en lo que va del viaje. Nativo de Bacabal, por donde yo pasé un día después, Junior Rego se dirigía a la ciudad de Piripiri, a unos 200 km de distancia, para asistir a una convención de motociclistas. Ya que su motocicleta estaba dañada, había decidido ir en una bicicleta construida por él mismo a lo largo de los últimos años. La bicha tenía de todo: radio para comunicarse con camioneros en las frecuencias locales, un cilindro de aire comprimido para inflar llantas, dos bocinas de camión, una sirena de policía, un tablero de control con odómetro (dañado), asiento con abrazaderas y espaldar acolchado, paneles para descansar los pies, antena, retrovisores, luces y hasta dos baterías eléctricas. Completamente inutilizable en las subidas (pesa 80 kilos sin equipaje), la bici de Junior es más una pieza de museo que un vehículo. Cuando lo encontré, él avanzaba a pie y empujando el armatoste en una subida muy moderada. Solamente puede montarla cuando es plano o bajada; para los ascensos largos pide ayuda a los camiones. Aún así, Junior exhibe orgulloso su gran construcción. Bien o mal, la bici tiene mucho de fantástica y debe reconocérsele su singularidad.

Poco después del encuentro con Junior empecé el ascenso a la Serra de Ibiapaba, la estribación de un macizo montañoso que se prolonga desde el centro del país para aproximarse a la costa norte de Ceará. La sola contemplación de las lomas me alegró mucho. Comí en Sâo Joâo da Fronteira, un pueblito al que después pude observar por un buen rato desde lo alto mientras ascendía a una marca que no había visto desde los días de la Gran Sabana: 850 msnm. La lentitud y el dolor muscular de la subida activó muchos recuerdos que, aunque no tan lejanos, parecen haber ocurrido en alguna vida pasada. Disfruté mucho de esos doce o quince kilómetros de curvas y cuestas moderadas. A pesar de que los locales me habían anunciado un desnivel terrible, para mí fue una terapia de relax.

La poca altitud trajo consigo un clima más fresco. Yo sentía que habían encendido un aire acondicionado sobre mi cabeza. Vientos cada vez más fuertes desembocaron una lluvia violenta en la cima de la colina. Antes de quedar completamente estilando pude refugiarme junto a una gasolinera y pasé la siguiente hora conversando con una señora que me regaló café. Después de casi un mes de reposo, mi rompevientos abandonó las alforjas y pasó a ser útil de nuevo. La señora se quejó de frío mientras los árboles se agitaban con el viento. Yo le respondí que no tenía nada de frío, que para mí eso era caliente. Luego lo pensé bien. Quizá sí, un poquito. Me alegré. La pequeña serranía de Ibiapaba me estaba ofreciendo un verdadero alivio.

Esa noche la pasé en Tianguá, una ciudad que, para la mayoría de la gente cearense, es tremendamente alta y fría. Para mí era como ir a dormir en Mindo o más abajo aún. Otra novedad: la estrechez de la estación de gasolina y la ausencia de un puesto de bomberos me forzó a buscar un hotel. Por apenas 10 reales (en la Amazonía nunca encontré nada por menos de 30 o 40) tuve no solo un cuarto propio con ducha, sino que pude dejar a Sherpa bien guardada para salir a deambular por la ciudad. No había podido hacer eso en mucho tiempo, pues la inseguridad de mis "campamentos" me forzaba a permanecer cerca de mis cosas a todo momento, y salir a pasear con todo a cuestas se me hacía imposible luego de las jornadas agotadoras a las que estaba dedicado. Fue ese en realidad el día en que terminó la travesía por el "horno verde", el día en que finalmente sentí que había superado el cruce de la cuenca amazónica, un mes después de haber empezado a recorrerla con los primeros kilómetros rodados en el Brasil.

Poco después de Tianguá descendí los 600 o 700 metros que había subido al entrar a Ibiapaba. El camino, repleto de curvas cerradas, permitió varias panorámicas de la región, sus lagunas, sus campiñas y sus bosques profundamente verdes. Las llanuras infinitas no volvieron hasta muy cerca de llegar a Fortaleza. Durante más de dos días transité siempre por una zona de serranías bajas, de picos pequeños a momentos muy llamativos, y pequeñas cordilleras conectadas por altiplanos cortos sin mucha vegetación. Algo así como páramos a los 100 o 200 metros de altura. La noche anterior al término de esta etapa volví a pagar un cuarto de hotel en el pueblo de Itapajé. Otra vez estaba cansadísimo. Comí hasta reventar y me dormí mientras veía la final del Campeonato Paulista (ganó el Santos) y trataba de prepararme mentalmente para la última jornada: solamente faltaban 130 kilómetros hasta Fortaleza.

Me levanté a las cinco de la mañana con la intención de aprovechar la luz desde el primer momento. A pesar de la fatiga, el día no fue lento. Antes de la 1h00 ya había recorrido más de 110 km y almorzaba en la periferia de Fortaleza. Mi celular volvió a tener señal después de casi una semana de inactividad (me había olvidado de anotarlo: 55 95 91429277), y todo el peso de la gran marcha hacia el Atlántico se iba disolviendo en un sentimiento de alivio, satisfacción y descanso.

En poco tiempo había llegado ya al centro de esta ciudad de dos millones y medio de personas. La gente me fue guiando hasta encontrar un lugar barato y tranquilo en pleno centro. Desde entonces he dejado simplemente que el tiempo opere sus artilugios y por sí solo vaya surgiendo el carácter de los días que vendrán de aquí en adelante. Las grandes etapas de un viaje como este se definen después de que la marcha ha concluido. Es difícil de explicar por qué, pero me resulta inevitable dividir el trayecto en períodos específicos y diferenciados por "espíritus distintos" (como sucedió en la primera parte de SAP con las etapas que culminaron en las ciudades de Trujillo, Cusco, Potosí, Tucumán, Mendoza y Bariloche). Algo tendrá que ver en todo ello los cambios generales en climas, geografías, latitudes, ánimos, alimentación y hasta repuestos mecánicos, qué sé yo. Ignoro aún cuál será la piedra que mi memoria eliga para labrar el monumento de este período, pero para mí es claro que aquí en Fortaleza se ha cerrado un nuevo ciclo: el ciclo del Amazonas.

Estos días de descanso han mantenido su carácter habitual: no hago nada y aún así no me alcanza el tiempo. La mayor parte de mis horas libres las he pasado deambulando por las calles del centro, hojeando almacenes, mirando monumentos, paseando a lo largo de alguna de las playas de la ciudad (Iracema, Meireles, Do Futuro...), bebiendo, uno tras otro, batidos energéticos de açaí o guaraná en todo tipo de combinaciones o simplemente sentado en alguna plaza dejando el tiempo pasar. En la Praça do Ferreira, corazón geográfico de la ciudad, conocí a una familia de otavaleños que viajan por el Brasil exhibiendo un espectáculo bastante ecléctico de música andina (al menos en esencia), y con ellos me he reunido todas las noches desde entonces para conversar y matar el tiempo. También se nos ha unido Sara, una cearense que prácticamente se enamoró de las vestimentas y las músicas "tan ecuatorianas" y con la que converso bastante cada vez que la acompaño a tomar el bus del otro lado del casco central de la ciudad.

Ahora nuevamente estoy listo para continuar. Con una ruta bastante bien definida en la cabeza, pero sin mayor información de lo que encontraré en el camino, emprendo mañana la aventura que estaba esperando desde hace algún tiempo.

Ahora sí, pues, a recorrer el litoral.

Fortaleza, Ceará, jueves 6 de mayo de 2010.

7.718 kilómetros recorridos.