martes, 27 de abril de 2010

Un horno verde

Armado con una pequeña cámara marca triple gato -incapaz de cualquier tipo de operación manual pero con artilugios tan sorpresivos e inútiles como el "smile detection"- vuelvo a este blog con casi 1.000 kilómetros nuevos para recordar y relatar. De Belém a Teresina he recorrido un buen trecho del estado Pará y he atravezado enteramente el estado de Maranhâo, en suma una de las regiones más pobres del Brasil y, para los ojos de un cicloviajero, un enorme universo verde, húmedo e infernalmente caliente. De todas formas, he avanzado bien (solo los pasados 10 días acumulan la séptima parte de todo el viaje en cuestión de kilómetros), y el futuro trecho por tierras brasileñas se adorna cada día con más sueños y posibilidades.

En Belém, la ciudad con más aguaceros que he visto, tuve tiempo para reponerme al amparo de un grupo de ciclistas muy activo y alegre. Quien me recibió fue Lupa (Luiz Paulo Jacob), un verdadero activista de la bicicleta que desde hace tiempo rumia la idea de salir a viajar por el continente. Tranquilo y solidario, con su aire de filósofo distraído y sus gestos calmos, permitió que pase tres noches en su casa en compañía de su familia. De todos ellos guardo un gran recuerdo y el enorme sentimiento de gratitud que crece y crece conforme sigo recorriendo el continente. Espero que mi paso por su casa haya causado suficiente revuelo como para incitar un viaje en un futuro próximo. Desde ya le he dicho que lo espero en Ecuador.
Algo más de esos días en Belém pueden encontrar en uno de los blogs de Lupa: "alas de ruedas".

Las sensaciones de los primeros días fuera de Belém fueron más bien pesimistas. A pesar de los muchos días de descanso tanto en Manaus como en el barco con el que recorrí medio Amazonas, me sentía débil, y Sherpa también. Me costó mucho avanzar las primeras jornadas, y el eje delantero que tantos problemas había dado volvió a zafarse poco antes de terminar la primera etapa. La lluvia se convirtió en un problema constante frente al cual no he podido sino aumentar la resignación y tratar de disfrutar los puntos positivos. En esta etapa ha llovido todos los días (a excepción del último, cuando llegué a Teresina). Por más que he reforzado las protecciones plásticas en el interior de las alforjas, el agua siempre termina por inundarlo todo. La humedad constante combinada con el sudor han convertido todo el equipaje en un bulto apestoso y parte del botiquín ha quedado inutilizado.

El paisaje y el relieve también han contribuido a volver más pesada la marcha. De hecho, aún desde ahora estos días se funden todos en una sola mancha verde. Me cuesta trabajo separar los momentos, dar orden a los lugares y las horas. La carretera es igual siempre. Cualquier punto podría estar en cualquier otra parte y aún así permanecer el mismo. Apenas algunos detalles han dado variedad al avance: tramos más o menos planos, ombrillo más o menos transitable, lluvia más o menos fuerte. Aparte de nombres, puntos en el mapa y campamentos distintos, el camino ha sido una repetición constante. La temperatura media se acerca a los 30 grados centígrados, aún hasta altas horas de la noche. A medio día, aún cuando llueve, el calor es insoportable. Recordaré esta región por el verde brillante del invierno, una humedad que huele a muerto y el cansancio pesado de días y días a la interperie.

Todo esto podrá sonar algo negativo, pero la realidad es que me he divertido bastante. A cada problema se le puede encontrar el aspecto favorable. Ya desde el día que salí de Belém me di cuenta que mi nivel de sudoración estaba alcanzando cifras récord. Los que me conocen de cerca estarán pensando que no es posible sudar más de lo que yo sudo, aún sin actividad física. Bueno, imagínense lo peor y duplíquenlo. La camiseta con la que empezaba a pedalear no duraba ni media hora hasta quedar completamente empapada. Exprimirla y ponerla al sol no servía de nada. Al contrario, el sudor se acumulaba y el resultado al final del día era una verdadera peste. El olor ácido, lastimero y lastimante, hacía que mis prendas entren a la "bolsa de la putrefacción" antes de lo previsto.

La solución fue simple: no usar camisa. Fuera de la primera jornada, exagero si digo que he utilizado camiseta por 20 horas en los pasados 8 días. No uso camiseta ni para dormir. Mi espalda, luego de atravezar una fase de descomposición epidérmica que seguramente alarmaría a cualquier oncólogo, ha tomado un color curiosamente parecido al del asfalto. Problema resuelto (al menos parcialmente, porque ahora, sin camisa, el sudor baja libremente y termina empapando los shorts. Tranquilos: la solución que correspondería siguiendo un simple razonamiento lógico aún no ha sido puesta en práctica.)

Ya que el asunto dinero empieza a ser un factor más determinante conforme el viaje se alarga y se alarga, he decidido ampliar al máximo la búsqueda de hospedajes gratuitos. Eso ha transformado un poco el sistema de viaje. Lo más usual en estos días ha sido plantar la carpa en las estaciones de gasolina que encuentro en la carretera. Ahí tengo la ventaja de contar con "guardianía" toda la noche y tener acceso a un baño que, aunque lejos de decente, es indispensable luego de días tan llenos de sudor. El asunto es bastante práctico, hasta divertido, pero también puede resultar extremadamente incómodo.

Imaginen un día muy caluroso en la región de Babahoyo, Ventanas, Milagro o por ahí. Luego imaginen que tienen que pasar todo ese día así sin jamás entrar a un carro o un almacén con aire acondicionado: solamente afuera con breves descansos bajo la sombra de un árbol o el techo de una tienda. Su misión en el día es pasar unas seis horas moviéndose lo suficiente como para sudar hasta por las uñas. Ah, la brisa en la piel, consuelo triste. También imaginen que cae la noche (no el calor) y tienen que buscar un lugar en donde instalar una carpa para dormir. Hay tantos zancudos y mosquitos que no es posible dejar la carpa abierta. Eso aumenta un par de grados al asunto. Al rato tienen la sensación de que todo está mojado por sudor y que todo apesta. Solo que no es una simple sensación: es cierto. El único momento en que sienten algo de "clima fresco" es a la madrugada, cuando se despiertan por centésima vez y se alegran al descubrir que el aislante ya no es una colchoneta de agua salada. Entonces se cubren con una toalla o una camisa y dormitan un par de horas más, hasta que salga el sol y empiecen de nuevo. Para el segundo o tercer día de lo mismo sienten que el mundo es un horno encendido. Si Dios existe, los está cocinando para la cena: lo prueban las burbujitas de agua que han cubierto su piel y ese aroma de sal que está en todo, todo lo que tienen. Hasta las páginas del mapa que usan para darse cuenta de que están tan lejos de cualquier parte.

Quizá la soledad sí vuelva loca a la gente. Eso y estas noches tan húmedas, tan "fedorentas" a sudor. La principal diversión del día es pensar, dejar fluir los pensamientos a la deriva, sin objeto ni trascendencia. Me doy cuenta de que contínuamente olvido lo que pienso mientras pedaleo. Lo olvido o lo escondo en algún agujero de mi mente para luego sacarlo y repetirlo. Lo doy vueltas a las mismas ideas una y otra vez, pero ninguna de ellas va a ninguna parte. Creo historias para luego repetirlas indefinidamente, y aún así poco de ello me queda en la cabeza. A veces incluso recuerdo cosas que imaginé durante el primer viaje de SAP y paso horas repitiéndolas en la mente. Imagino que soy un futbolista y hago un gol imposible, o que soy una estrella de rock y me presento frente a cincuenta mil personas, o que soy un gran poeta y explico la profundidad de mis versos a un auditorio de incrédulos. A veces simplemente imagino que soy otra persona. Invento diálogos o situaciones, momentos fugaces o períodos largos. Canto o declamo en voz alta, doy clases de lo que sea que se me ocurra e invento definiciones de palabras que no existen. Pienso en entradas de este blog que luego olvido. Repaso una y otra vez datos inútiles, como los nombres de los pueblos en que he dormido o los baños en que he tomado una ducha. Lo más curioso es que no me hace falta hablar con nadie. Al contrario, cuando me hablan me incomodo: extraño tener con quien hablar y al mismo tiempo no quiero explicar nada a nadie. Solamente me dirijo a mí mismo como si rezara un salmo: en repetición indefinida.

Maranhão, como me habían anunciado, es pobre. Aquí no existen los lujos, al parecer. Las ciudades son desordenadas, sucias, carentes de atractivos. No veo que existan en estas zonas marginales mayores desigualdades: todos viven en relativa pobreza. Las carencias no se evidencian solamente en lo material. Aquí la gente se sorprende menos de mí simplemente porque casi nadie tiene idea qué es el Ecuador o dónde queda. Decir que "venho de fora do Brasil" a menudo no significa nada. Muchos no comprenden que hable otra cosa que no sea "brasileiro", y todos imaginan que estoy "pagando uma promessa". En cierta forma, por fin he llegado a cansarme de repetir las mismas frases automáticas sobre mi viaje una y cien mil veces. Entonces a veces les sigo el juego: Sí, soy brasileño, de la ciudad de blablablá, voy rumbo a blablablá para cumplir tal o cual encargo, todo lo que tengo lo llevo conmigo porque cuando llegue allá voy a empezar a trabajar, conseguir una casa y formar una familia, etc. Como de todas formas no entiendo todo lo que me dicen, parece que quedamos a mano. Nadie sabe lo de nadie.

El quinto día después de haber salido de Belém, cuando todo la ropa que tenía se había vuelto inutilizable y el eje delantero de Sherpa exigía cambio literalmente a gritos, decidí hacer una parada de un día en la ciudad de Santa Inês. Apenas había llegado cuando un ciclista cargador del supermercado se acercó a conversar. Dijo que se llamaba Adâo, pero luego me dio su mail como Luis Carlos. Qué más da: también dijo que la Iglesia Adventista era la verdadera iglesia o algo así. Tras una breve charla me llevó a ubicar los almacenes de bicicletas para que yo fuese al siguiente día (todo estaba cerrado esa tarde porque era 21 de abril, feriado nacional por el día de "descubrimiento" del Brasil). En el camino nos detuvo un motociclista, Railson. Andaba un poco borracho, pero me ofreció llevarme a comer e incluso un lugar para dormir. Con Adão esperamos en una panadería tomando gaseosa "Jesús" (síp, así se llama) y comiendo pastel de chocolate. Como Railson no aparecía lo fuimos a buscar. Adâo, que es abstemio, me dejó a cargo de una tríada de ebrios (Railson, Felipe y Adriano) con la que terminé dando vueltas en la noche por un barrio periférico de Santa Inês. Luego fueron María, la novia de Railson, y Cleane, su prima, las que me pasearon por esas calles oscuras. Cuando finalmente me instalé en un lugar para dormir (por suerte ahora llevo una hamaca entre mis cosas) era ya más de media noche y yo apestaba a rata muerta. Hasta mañana.

La casa de Railson era pequeña y, como todas aquí, sobrepoblada. Nunca logro entender la estructura de estas familias porque son ejércitos enteros. Las señoras siempre me hablan de sus ocho, nueve o diez hijos que aún viven. Embarazos han tenido muchos más. También me hablan de sus quince o más hermanos. Las barriadas son en el fondo pequeñas ciudadelas familiares. Las mujeres son madres desde muy jóvenes y prácticamente no dejan de tener hijos hasta que biológicamente no pueden hacerlo. Las jóvenes repiten el esquema, aunque parece que al menos pretenden reducir los números. María, que tiene 19 años, tiene un hijo de dos y no pretende aumentar la cuenta. Cleane, que tiene 23 años, tiene una hija de cinco. Dice que no quiere saber de hombres porque todos son unos mentirosos y falsos. Por suerte nos descubrieron: el hacinamiento de esos hogares es insostenible.

Gente así, siempre buena, me ha ayudado a torear mis largos días hasta Teresina. No se puede negar que lo que más distingue al brasileño es un espíritu sinceramente alegre y desenfadado. De ahí viene el "jogo bonito", sin duda. Casi todo el mundo parece propenso a los chistes y las risotadas. Muy pocos son lo que parecen tomarse la vida demasiado en serio y a nadie parece durarle mucho un enfado. Istok diría: "Cultura Pelé, amigo, me encanta!" Los ciclistas de la carretera, que son muchos, casi siempre se pican cuando los paso y empiezan a pedalear duro hasta ganarme o al menos quedarse a lado mío conversando. La mayoría, cuando entiende que vengo de otro país, empieza a hablar de sus deseos de viajar, de sus aventuras propias o de la superioridad del Brasil frente al resto del mundo en cualquier asunto. En especial en fútbol, claro. Asumo que habrá pocos brasileños migrantes: a todos parece encantarles su país.

Yo sigo avanzando sin saber qué esperar ni qué hacer frente a un país tan enorme. Nunca me había dado cuenta que, en cifras, Brasil representa la mitad del continente. En números redondos, por cada sudamericano que habla español, hay otro que habla portugués, y por cada metro cuadrado de la sudamérica hispana, hay otro de sudamérica portuguesa. Como alguien me dijo alguna vez, el Brasil por sí solo es un mundo entero. No por nada se trata del quinto país más grande del globo y, en volúmen, de la octava economía del planeta. Nada de eso son datos superfluos. Hay que quitarse el sombrero frente a un país tan mastodóntico.

Quizá la prueba más constante de la enormidad del Brasil la tengo simplemente con mi mapa. En los otros países que he recorrido, siempre he tenido más o menos en claro lo que quiero hacer o lo que quiero conocer. Aquí las posibilidades parecen infinitas. Por primera vez en el viaje no sé qué responder cuando la gente me pregunta a dónde voy. Cuando salí de Quito, le decía a la gente que iba a conocer Colombia en bicicleta. Luego empecé a decir que iba a Bogotá, como para ahorrame problemas. En algún punto la respuesta cambió por un simple "A Venezuela!", y una vez en ese país siempre decía que pensaba llegar a Caracas. Luego de los días en Quito y el retorno a la capital venezolana, siempre hablé de Manaos y un retorno a casa por barco. Ya bien sabía yo que lo que quería era ir para el otro lado, pero no me esforzaba mucho por explicar esa posibilidad. Ahora, con Manaos muy lejos a mis espaldas, mis respuestas varían mucho. "Al Nordeste", "a Fortaleza", "a Recife", "a Salvador"... A todos les digo lo que me siente bien en ese momento. Ninguno sabe, y mucho menos yo, dónde y cuándo este viaje se dará por concluido. Yo albergo la esperanza de que no termine nunca, aunque casi todos los días sueñe con cosas como estar echado en mi cama en Quito (ah, la fría Quito), payaseando con Cuenqui por ahí o armando alboroto callejero con los amigos.

Quién sabe. Hoy por hoy no tengo más que seguir avanzando con paciencia y calma. Cada día trato de no pensar en las posibles distancias que me ofrece el Brasil y evito que en mi cabeza se acumule el peso de lo que podría venir. Aún así, a menudo me siento agobiado. En el fondo sé que el tiempo y el dinero terminarán por agotarse y que tendré que volver. Quizá por eso pedalee con tanta fuerza, como si tuviera prisa de avanzar y así pueda evitar perderme lo que sin duda me perderé, aunque el viaje dure siglos enteros. También sé que al mismo tiempo, pase lo que pase, no perderé nada.

Por lo pronto, en mi cabeza ronda la misma pregunta que quizá tendrán ustedes: Hasta dónde podré llegar?

Teresina, Piauí, martes 27 de abril de 2010.

7.055 kilómetros recorridos.

viernes, 16 de abril de 2010

Atraco en Belém

Este post tenía que hablar sobre un río que parece mar, un recorrido de casi cinco días en un barco estrecho y resbaloso, una foresta infinita, misteriosa, un cielo de nubes en perpetuo estallido, un mundo de agua tan monumental que no es posible imaginar sin haberlo visto. Tenía que hablar de nuevos amigos reunidos entre hamacas húmedas, noches amontonadas entre la brisa, comida aburrida, horas y horas de letargo. Tenía que hablar de mi recuperación satisfactoria, de los nuevos planes de viaje, de las muchas posibilidades que se abren en este Brasil tan, tan grandote...

Nada de eso. Un descuido muy torpe, vergonzoso hasta para un principiante, causó el robo de mi cámara fotográfica en el puerto de Belém. Perdí todas las fotos desde mi entrada al Brasil, excepto las del último post, y no queda nada de la navegación por el enorme Amazonas.

Qué más da. Últimamente he tenido demasiadas pruebas de que la bondad existe para pasar mucho tiempo lloriqueando por una cosa tan ruin y triste como la inseguridad de nuestros países. De eso ya sabemos bastante. Pasada la rabia de las primeras horas, en realidad la cámara no me importa. Podría decir que ni siquiera las fotos me duelen tanto. Lo que más me molesta es la posible muerte de este blog. Me da mucho en qué pensar que el problema termine siendo un asunto de vanidad.

Mi esperanza es encontrar un reemplazo barato y simple para seguir registrando lo que pueda. No sé si tenga mucho sentido postear relatos sin ninguna imagen. A mí mismo no me llama la atención. Ya veremos qué pasa, no? De todas formas, aún no se han perdido nada del viaje en bici: de Manaus a Belém todo fue por barco.

Por lo pronto, quedemos en algo: si no me ven en unos diez días, no salgan a buscarme.

Estaré gastando llantas por alguna playa del Atlántico.

Belém do Pará, Brasil, viernes 16 de abril de 2010.

PS. El Paint vale gato.

miércoles, 7 de abril de 2010

Bom dia, Brasil!

Manaus, al fin!

Tras una semana y media realmente endiablada, he logrado llegar a la ciudad de Manaus, capital del Estado Amazonas y, con sus casi dos millones de habitantes, la urbe más grande de toda la Amazonía. A partir de la frontera con Venezuela he avanzado poco más de 1.000 kilómetros en un total de 9 jornadas de pedaleo muy cansadas. Etapas de 120 y 130 kilómetros han sido cosa de todos los días. El avance ha sido a momentos muy pesado por el calor húmedo de la selva y a ratos atemorizante por los verdaderos vendavales de agua que revientan de improviso, con una furia y duración que solo he visto cerca de la línea equinoccial. La región que he atravezado, si bien bastante más poblada de lo que yo esperaba, ha sido también una prueba de soledad: entre población y población puede haber a veces hasta más de 100 kilómetros. He tenido que plantar mi carpa en parques y estacionamientos, me he bañado en ríos y quebradas, y he lidiado con algunos extraños problemas de salud. Todo esto en un nuevo país: el gran Brasil.

Ya que ni en Santa Elena ni en Pacaraima había bancos que aceptasen mi tarjeta, entré a Brasil prácticamente sin un centavo en el bolsillo. Pensaba comprar algo de comida en lata con mis últimos recursos y con eso avanzar dos días hasta Boa Vista, capital del Estado Roraima y única ciudad que encontraría en la ruta a Manaus. Mi buena suerte salió al paso antes: casi todas las tiendas de Brasil, por pequeñas que sean, trabajan con puntos de débito electrónico. Con eso pude guardar el poco efectivo que tenía (y que me sirvió mucho luego) y llenar mis alforjas de comida pagando directamente con la tarjeta. Asunto asegurado, los primeros kilómetros por el nuevo país los pedalée muy contento y lleno de energía. Los saludos de la gente me puso tan alegre y seguro que por un buen tiempo fui lanzando unos avezados "bom dia!" a todo lo que se me cruzaba en el camino: "Bom día, perriño!", "Bom día, arboliño!", "Bom dia, Brasil!" Ya me había dado cuenta que, a pesar de la estrecha cercanía entre español y portugués, en realidad no entendía un carajo de lo que la gente decía, así que decidí darle rienda suelta al portuñol más atrevido que han visto estas regiones y hablar con la gente como si estuviese enteradísimo de todo y muy al tanto de la jerga local. Es divertido.

El extranjero es siempre un poco tonto. Cuando, además de extranjero, es ignorante del idioma, se vuelve casi estúpido. Eso puede ser una ventaja en ciertas circunstancias, pero también acarrea todo tipo de peligros. En Boa Vista casito pago la de novato... Y en qué forma! Como llegué un día sábado por la noche y los domingos prácticamente no tienen actividad, no tuve más que salir a dar vueltas por el centro para por lo menos ver algo de las edificaciones e imaginar cómo sería la cosa en la vida diaria. Cuando caminaba por un parque largo que acompaña una de las avenidas principales del centro, un hombre desde un carro bajó la ventanilla y dijo algo. Yo, que no entendí nada, le sonreí y levanté la mano como diciendo, otra vez: "Bom dia!" El carro bajó la velocidad y se detuvo un poco más adelante. El tipo se bajó mientras yo seguía caminando como si la cosa no fuese conmigo. Él comenzó a caminar hacia unas casetas de baño cercanas, también como si la cosa no fuese conmigo, y volvió a decir algo, aunque casi a murmullos. Yo seguía con el entendimiento en blanco y una sonrisota de pendejo en la cara. Por ahí logré entender un "Vai pra onde?", y simplemente dije "No sé, solo camino" (era verdad). El tipo quería que yo me acerce a donde él estaba. Por suerte empecé a desconfiar, y simplemente seguí caminando por mi rumbo. El desconocido tuvo que hacer un gesto muy explícito para que yo entendiese finalmente sus propósitos: él estaba buscando una pareja (sexual, claro) y pensó que yo también. Casi me río, pero logré poner el rostro más serio que las circunstancias me permitían y decir no con la mano. El resto del día caminé con las nalgas un poco más apretadas.

Boa Vista, de todas formas, me sirvió para preparar mi mente para los días que se venían. A tan solo dos jornadas de Venezuela, ambas muy calientes y largas (la primera noche en Brasil acampé junto a un restaurante del pueblo Três Coraçôes), yo ya estaba muy cansado. La mañana en que debía continuar con el viaje me sentí, además, algo enfermo. Desayuné en la cocina de la posada en donde había pagado un cuarto y empecé a calentar el cuerpo. De pronto, me asaltaron unas náuseas muy bruscas y terminé vomitando en el estacionamiento. Por suerte nadie me vio: para ese entonces, solamente hubiese podido decirle otro "bom dia!" y nada más. La cosa fue breve y violenta. En seguida me sentí bien y decidí salir como estaba previsto. Aparte de más tarde dejar una buena y no tan consistente firma al pie de un árbol en el camino, no volví a tener problemas, pero me sentía débil. Quizá, pensé, se debía a que estaba tomando mucha agua recogida directamente de los ríos, pero tengo pastillas para desinfectarla y las he usado, así que no debería ser eso. En todo caso, un par de veces en los siguientes días me sentí otra vez algo mareado y débil. Mi remedio fue comer.

Ese día de la vomitada pedalée casi 140 kilómetros hasta la población de Caracaraí, en donde puse mi carpa junto a un centro cultural de la "prefeitura" (gobierno municipal) y tuve un incomodísimo baño en las aguas del río Branco, uno de los principales afluentes del río Negro, en cuyas orillas está Manaus. También conocí a algunos artesanos viajeros y pude darle un poco más de forma a mi portuñol conversando un buen rato con ellos. Casi todo mímica, claro. Las dolencias, por su parte, se me subieron literalmente a la cabeza. Poco antes de cumplir la meta del día experimenté una comezón muy fuerte en la parte posterior del cráneo y el cuello. Fue tanto que tuve que detenerme y tratar de aliviarme. "Piojos!", pensé. Nunca los he tenido, así que no sé cómo identificarlos, pero desde entonces pasé unos tres o cuatro días tratando de limpiarme el pelo con un peine muy fino y lavándome con shampoo (cosa no tan frecuente en este viaje). La noche en Caracaraí, además, casi no pude dormir a causa del calor. La carpa se transformó en un sauna y todo, todo, se impregnó de sudor. De hecho, en todos estos días nunca he dejado de sentir que todo lo que tengo está sucio y sudado. Nunca llegué a descubrir la causa de las picazones, pero es claro que tiene que ver con la falta de aseo.

Para mi sorpresa, la foresta amazónica tardó mucho en aparecer. La gran mayoría del territorio por donde he transitado para llegar a Manaus está sumamente deforestada y adaptada a la crianza de ganado. En realidad, la única etapa en que me sentí verdaderamente en la selva fue cuando tuve que atravezar la reserva indígena Waimiri Atroari, entre los Estados de Roraima y Amazonas (día 5 desde Boa Vista), a lo largo de unos 130 kilómetros de vegetación muy tupida, salvaje y, para mi mala suerte, regada de muchísima lluvia. Todo lo demás está parcial o fuertemente afectado. Es posible pensar que la franja de selva que acompaña la carretera es la más llena de haciendas y tierras dedicadas a la ganadería, pero me han dicho que el asunto se repite en tierras más lejanas y básicamente es el mismo en toda la amazonía. Fuera de las reservas y las tierras protegidas, la explotación de los recursos de la selva parece ser intensiva. Me he enterado que las políticas ambientales de Brasil son muy favorables a la conservación y la explotación sustentable de los recursos, pero la Amazonía es tan grande que la fiscalización es imposible. Existen muchos grupos indígenas y no indígenas que se dedican a la explotación de recursos que en rigor son ilegales. La ganadería elimina hectáreas de bosque y destruye los suelos en poco tiempo. Aún cuando la selva parece inagotable, la situación es a simple vista preocupante. Lo triste es que se vislumbran pocos caminos para solucionar los crecientes problemas.

Luego de Caracaraí atravecé el río Branco y no volví a ver una corriente fuertemente caudalosa hasta la llegada a Manaus (antes del río Branco había atravesado varios ríos considerablemente grandes, en especial el Uraricoera). De ahí en adelante viajé siempre siguiendo el sentido del mismo río pero a muchos kilómetros de distancia, del lado oriental. Eso no significó de ninguna manera la ausencia de agua en el camino. Conforme me fui acercando hacia el Amazonas, la cantidad de agua aumentó y aumentó de manera casi geométrica. Los últimos 150 kilómetros de carretera son una sucesión de "columpios" (lo que los ciclistas de Venezuela llaman "chinchorros" o "quiebra-patas") a veces muy pronunciados. Atrás de cada loma se encuentra una bajada fuerte en cuyo fondo está el lecho de un río o un pantano. Toda esa agua, de una u otra forma, se reúne para volcarse en el río Negro y, finalmente, en el Amazonas. La cantidad de agua es verdaderamente sorprendente. Tanto como el cansancio y agobio que causan los interminables columpios de la vía.

El día en que llegué a Vila do Equador tuve la suerte de ver a un grupo de mamíferos de río que estaban muy activos. Ignoro el nombre de los animales que vi, pero hasta donde pude distinguir se trataba de una suerte de nutria o foca de piel oscura y no más de un metro de largo. Por lo menos tres o cuatro de esos animales estuvieron nadando a unos 50 metros del puente desde donde yo miraba. Lo que me alejó fue un aguacero fuerte que se desató de pronto. Es normal aquí que en apenas unos cinco minuntos el cielo pase de ser un espacio azul radiante a una acumulación de nubes negras. Me he dado cuenta de que cada vez que el viento aumenta, las posibilidades de lluvia aumentan también. Las lluvias suelen ser breves y muy fuertes, aunque también he soportado lluvias no muy pesadas que se extienden por cinco, seis o siete horas. Cuando el cielo se calma es muy común ver un gran número de pájaros de todo tipo revoloteando entre los árboles o simplemente haciendo alboroto. He visto garzas, loros, papagayos y hasta tucanes. También una gran variedad de pájaros cuyos nombres desconozco. La fauna de la región está muy a la vista, a pesar de la fuerte presencia de actividad humana.

Entre momentos de lluvia y buenos soles me fui acercando nuevamente a la línea equinoccial. Vila do Equador es una pequeña población del Estado Roraima, unos 20 kilómetros al norte del ecuador terrestre, a donde llegué en medio del aguacero más fuerte en el que he tenido que pedalear durante mi travesía por la Amazonía. Me refugié en la estación de buses completamente empapado. Mientras esperaba y buscaba algo de comida, se acercó un joven a quien había visto comer en una tienda en la ciudad de Rorainópolis, 40 o 50 kilómetros atrás. Junior (su verdadero nombre es Elito) casi no esperó ni un minuto para invitarme a su casa a pasar la noche con él y su familia. Esperamos que escampe un poco y al poco rato estábamos ya bajo techo seguro y con ropas al menos medianamente secas. El resto de la tarde la pasé acompañando a Jr., su esposa Elizia y sus hijos Agali y Elizeo en el diminuto puesto de venta de golosinas que tienen en el parque central de Vila do Equador.

Jr. y Eliza, de 26 y 23 años, acaban de mudarse al pueblo. Hasta hace dos meses vivían en Manaus, en donde él trabajaba como mesero en un restaurante. Decidieron vender todo lo poco que tenían e irse a vivir al pueblo en donde mora la mayor parte de la familia de él. Consiguieron que les presten una humilde cabaña en la cual acomodarse y en el municipio tramitaron el permiso para vender golosinas en un puesto público. Ahora se han establecido un poco y tienen planes de comprar una hornilla a gas para vender algo más de comida en su naciente negocio. También creen que es indispensable conseguir una nevera para vender refrescos y demás. Además de invitarme a comer (cena y desayuno) y de permitirme pasar la noche en una hamaca (que es el único mueble que tienen en su sala), me ayudaron de una manera muy especial: por primera vez en el Brasil tuve la oportunidad de hacer muchísimas preguntas básicas para mejorar mi comunicación. En pocas horas pude aclarar mis dudas con respecto a la utilización de muchas palabras y aprendí algunos verbos claves que ahora uso todos los días. Por fin sentí algo más de seguridad al hablar, en lugar de simplemente decir lo primero que se me viene a la cabeza en mi portuñol desvergonzado. Aunque ellos nunca lo sabrán, mi enorme agradecimiento va más allá de una hamaca y un plato de comida: casi casi puedo decir que ellos me enseñaron a hablar, aunque en realidad aún no pueda decir mayor cosa.

Al siguiente día fue el único de toda esta etapa en que pedalée menos de 100 km. Tuve que hacerlo para quedar al borde de la reserva indígena Waimiri Atroari en cuyo interior no es posible pasar la noche. De hecho, dicen que no es posible detenerse. Yo venía cargando una nueva dolencia, mucho peor que las anteriores. Fue en Caracaraí donde recuerdo haber sentido por primera vez cierto dolor al orinar. Un día después, en Novo Paraíso, antes de llegar a Vila do Equador, me fui a dormir con la preocupación de dolores agudos cada vez que orinaba. Hasta ese rato no le había dado mayor importancia al asunto, pero en la mañana me acerqué al baño con mucho recelo. El ardor fue fuertísimo. Asustado, me senté sobre el trono de la trascendencia para reflexionar, como todo buen filósofo, con la mano en la quijada. Pensé en la posibilidad de cálculos en los riñones, o quizá en una próstata tempranamente inutilizada por tanta bicicleta. Cuando bajé la mirada para consultar el asunto con mi pana el enfermo, éste me sonrió con la boca manchada de rojo. Algo así como lo hubiese hecho Rocky luego de su primer enfrentamiento con Apollo Creed. También habían unas gotas de sangre en los bordes del escusado. Yo me quedé frío, así que no pude sonreír de vuelta. Más bien lo miré con algo de resentimiento y rabia: tenía que aguantar al menos 5 días más.

Aunque el asunto de la sangre no se ha repetido, los dolores no han desaparecido. El episodio más grave ocurrió en medio de la tan mentada reserva Waimiri Atroari. Yo había empezado a pedalear muy temprano en la mañana para afrontar con tiempo los 130 y pico kilómetros contra los que mucho me habían advertido: los indígenas son violentos y no les gustan las visitas, hay muchos animales salvajes, la carretera está en mal estado, no hay dónde dormir del otro lado, etc. De todo eso, lo único verdadero resultó ser el mal estado de la carretera. Indígenas vi muchos, pero ninguno hizo otra cosa que saludar. Llovió todo el día, sin tregua. Todo absolutamente estaba mojado y cubierto de barro. Cuando oriné me retorcí del dolor. Estuve varios minutos arrimado sobre el volante de Sherpa lamentándome mis penas. Un poco más adelante, un indígena salió a la carretera y me detuvo. Llevaba un cuchillo en la mano. Yo pensé que venía a terminar de castrarme para que no sufra, pero solo me preguntó cómo y a qué horas había entrado a la reserva. Yo respondí en un castellano dubitativo, para que quede claro que era un turista extranjero que no entendía nada de nada y por poco estaba ahí por error. Luego vi a otro indígena que salía de la maleza con un atado de peces. Ah, para eso el cuchillo. Lo siguiente fue preguntar en perfecto portugués cuánto faltaba para salir de la reserva. Sin que le importase mucho, uno dijo "já estás chegando". Y se fueron. Yo también.

Al salir de la reserva tenía tanta hambre que me sentía capaz de meterme al río y cazar un manatí para almuerzo. Eran las tres de la tarde y yo no había comido más que galletitas. Avancé y avancé con la esperanza de econtrar un lugar para comer. Me puse varios límites para detenerme e irrespeté todos. Hubo un momento en que me rendí y me detuve para acabar con mis reservas de comida. Un kilómetro más adelante de eso (uno, nada más), encontré un restaurante/posada. De las puras iras volví a comer, con postre y todo.

En la tarde me quedé dormido entre mi ropa mojada y apestosa en un cuarto lleno de zancudos. Cuando desperté al inicio de la noche, escuché a la gente afuera del cuarto hablando de bicicletas y viajes entre países. Salí inflando el pecho para responder sus ávidas preguntas y encontré a Istok, un ciclista cubierto de lodo y agua, apestando como un chivo igual que yo y devorando un plato de comida. Él había hecho en un día lo que yo a duras penas en dos: 180 km con lluvia, indígenas con cuchillos y todo lo demás. Cuando le pregunté de dónde era, dijo Yugoslavia. "Eso no existe", dije yo. "Sí, antigua Yugoslavia, cultura rock n' roll", dijo él. Desde entonces hemos viajado juntos por el norte del estado Amazonas hasta Manaos. En Presidente Figuereido, a donde llegamos hecho trapos, tratamos de poner nuestras carpas junto a un circo ambulante. Al no lograrlo, optamos por el patio de un hotel y una cena que, según ambos, ha sido el banquete más salvaje de nuestros viajes. Fueron unos 30 dólares bien invertidos.

Istok está bastante loco. O al menos bastante más loco que yo. Ha viajado por más de un año y piensa hacerlo por cuatro años más. Cuando entró a México hace unos seis meses no hablaba nada de español. No es que ahora hable mucho, pero puede hacerse entender hasta por una piedra. Su portugués es verdaderamente artístico. Además, parece estar locamente enamorado de Brasil y Argentina. Toda buena situación entra en lo que él llama "cultura Pelé" o "cultura Maradona". Habla con la gente como si estuviese dictando cátedra, aunque en realidad no dice nada. Juega a fingir que está loco para comunicarse con la gente, mientras sueña con liberarse del mundo actual. Piensa comprar una yurta y vivir de su propia agricultura en algún lugar de Eslovenia. "Capitalismo fuck-off, amigo", dice cuando ve una Coca Cola. Si lo que ve es un columpio demasiado grande en la carretera, lo que dice es "heavy metal, amigo, heavy metal". Y pa'rriba.

Tener alguien con quien compartir la ruta fue definitivamente una ayuda para las últimas jornadas de aproximación a Manaus. Las cosas han sido más relajadas y divertidas, aunque también más lentas. Hacia el final de la ruta, yo solamente pensaba en llegar. No me importaba ni el paisaje, ni los kilómetros, ni los caminos, ni la gente. Quería llegar y botarme a la basura. Sherpa estaba sucia hasta la punta de los cachos. La llanta de atrás llegó a tener cinco radios rotos y el eje delantero volvió a presentar problemas. El último día venía como sobre una perinola con voz de matraca. La complicada relación entre mi pobre próstata y el asiento de Sherpa había llegado a un punto álgido. Ya casi no se podían ver. De la misma manera en que ocurrió cuando llegué a Caracas, llegué a Manaus consumiento mis reservas de energía. Estaba muerto. A juzgar por su rostro desencajado, creo que el loco del turbante podría decir lo mismo.

Y bueno, Manaus, Manaus. Estar en el centro de la Amazonía es como vivir dentro de una lavadora de platos. Uno siente que vive cocinándose, y el único alivio son las lluvias torrenciales, calientes, espesas. Mientras Sherpa y su nueva amiga entran en proceso de resurrección, nosotros no hacemos nada más que deambular como entes por las calles de esta hoguera, tratando de reacomodarnos un poco, comiendo como anacondas y excediéndonos con cerveza barata. Acercarse al Amazonas causa más temor que esperanza: tan grande, tan mastodóntica es su fuerza. Istok piensa tomar un barco rumbo a Tabatinga y de ahí adentrarse en la Amazonía peruana por Iquitos y Pucallpa. Si le he entendido bien, su ruta deberá enfrentar viejas memorias de SAP: Huánuco, Cerro de Pasco, Junín, Huancayo... Yo, por mi parte, pienso ir exactamente al lado opuesto. Ya que he llegado al mayor río del mundo, voy a dejar que me lleve la corriente. Espero que Brasil no me aplaste como a una cucaracha.

Ya veremos. Ahora sigo pensando solamente en echarme a dejar que un poco de tiempo pase sobre mí sin dejar huellas.

Quizá lo más lógico sería ir a visitar a un médico. No sé si me hace falta oír que no debo andar más en bicicleta, que debo ser más aseado y que algún vaso, conducto o qué sé yo de mi región genital está roto. Tal vez vaya y no entienda nada de lo que me diga. Tal vez vaya y gaste todo mi dinero en medicinas que no quiero tomar. Tal vez vaya y encuentre alivio. Tal vez no. Tal vez no vaya. De todas formas, en realidad no duele tanto.

Manaus, Brasil, miércoles 7 de abril de 2010.

6.044 kilómetros recorridos.