domingo, 30 de mayo de 2010
Días de resurrección (haciendo trampa en Sergipe y Alagoas)
martes, 18 de mayo de 2010
El extremo oriental de las Américas
Fue un buen día ese tras la salida de Fortaleza. Empecé lento y con pereza, aún tratando de fabricarme la idea de darle duro hasta el próximo descanso largo en Pernambuco. Ya fuera del área urbana, después de haber pasado los municipios de Eusebio y Aquiraz a través de una cómoda ciclovía que me protegía del tránsito, mejoré el ritmo y empecé a avanzar bastante rápido al borde de una zona algo más seca pero aún bastante caliente que los brasileños llaman "sertâo". Lejos de ser desértica, la región tiene una vegetación peculiar a la que denominan "catinga", compuesta de plantas de follaje verde solamente durante la estación lluviosa. Yo he venido a dar aquí al final de los únicos dos o tres meses del año en los que llueve, por lo que pude presenciar una exuberancia parecida a la "mata atlántica" de las zonas más húmedas. Quizá pueda ver algo más del verdadero sertão cuando atraviese el estado de Bahía.
Para no escuchar las quejas de mi estómago, pedalée con música casi toda la mañana. Lo hice hasta que literalmente me sacaron el audífono de la oreja. Iba bastante entretenido, distraído con el paisaje y dejando que el sol calcine un poco más mi piel sudada, cuando un carro de la policía me obligó a parar y bajar de la bicicleta. A gritos, con las pistolas desenfundadas y apuntándome, me empujaron contra la patrulla y me revisaron por entero, hasta la mugre acumulada en los bolsillos. El más enojado de los dos me quitó la camiseta que tenía amarrada en la cabeza y la arrojó al piso. A los tiempos que no recitaba con tanta pasión mi perorata típica de "estoy viajando en bicicleta, entré al Brasil por Roraima, luego fui hasta Manaos, etc, etc". Al final de la extraña pesquisa, uno de los policías dijo algo así como "somos la policía federal, es solo por seguridad". Luego de eso me dejaron y se fueron. Sin más.
Esa noche salí de la carretera cerca de la población de Beberibe y me atrincheré en la playa de Morro Branco. Lo de "atrincherarme" también es literal: después de hablar un poco con la gente local terminé por instalarme en una barraca frente al mar. Ni siquiera armé la carpa, simplemente colgué mi hamaca de las maderas del techo y cubrí a Sherpa con un cobertor impermeable para que el ruido me despertase si alguien trataba de moverla. Es una técnica que he usado un par de veces desde que la "inventé" en Maranhão. La brisa marina fue acrecentando su fuerza hasta obligarme a buscar, ya avanzada la noche, mejor refugio detrás un pequeño muro a la entrada de un baño. Con la mitad del cuerpo protegida por la barrera y la otra expuesta al viento, suspendido a pocos centímetros de Sherpa y el hambre saciada con parte de mis provisiones de emergencia, logré dormirme hasta que me despertaron los marineros pescadores de la madrugada y su poco sutil aroma de cachaça.
El segundo día también tuvo como destino una playa: Canoa Quebrada. Esta vez fueron más de 10 km los que tuve que desviarme para llegar al mar. Andaba ansioso por conseguir un teléfono para llamar a Quito (era el día de las madres y no quería perder mi categoría de hijo pródigo), pero ninguno de los teléfonos públicos que encontré parecía acoplarse a mis intenciones. Cuando por fin encontré uno que funcionaba, no pude conectarme a ninguno de los celulares a los que llamé. En casa no contestaban, estarían festejando fuera. Solo en discar casi agoto el saldo de mi tarjetita. Lo poco que quedó lo gasté llamando a Brighton para hablar con Cuenqui unos segundos antes de que el crédito se esfume. Bajé a la playa y busqué un refugio, pero me cansé rápido de empujar a Sherpa por la arena pesada. Volví a las calles y le pregunté a una señora si podía dormir ahí en el patio de su restaurante, cuando cerrase. Me dijo que sí. Luego lo pensó mejor y me dijo que no. Me dio referencias para encontrar una hostería que permitía poner carpas. Tuve que pagar 15 reales, pero pude encargar las cosas para ir a darme un baño de mar. Me sentía bien, optimista, fuerte. Si hubiese escrito en mi diario durante mi caminata por la playa ahora tendría unos párrafos de antología con profundas ideas sobre lo que significa ser un ciclista errante. Cuando en verdad abrí mi diario, horas más tarde, ya era demasiado tarde. Era un desastre. Me dolía el estómago y la cabeza. Tenía los músculos rígidos. Me apestaba cada paso y no tenía ni una pizca de ganas para instalar la carpa y guardar todas las cosas. El guardia de la posada me sorprendió colgándome de unas ramas incapaces de soportar mi peso y me prohibió colocar la hamaca. Resignado, me fui a dormir con el estómago lleno de burbujitas.
Salí del estado de Ceará al mismo tiempo que me alejaba de esas "playas-paraíso". Tras innumerables rectas largas y muy calientes, caí en cuenta de que casi no tenía agua y no había ningún poblado señalado en el mapa para los siguientes 50 kilómetros. Empecé a racionar, cosa imposible. De pronto apareció otro ciclista que pretendía llegar a la misma ciudad que yo ese día. Me regaló una botella de agua y me dijo que un poco más adelante encontraría una gasolinera. Así fue: ahí volví a aprovisionarme y me embutí al menos un litro de gaseosa. Alguna gente me regaló algo más y hasta me dio algunos reales. Seguí bastante rápido, aunque deteniéndome contínuamente para descansar del sol bajo cualquier sombra que me ofreciera el camino. Cerca de las tres de la tarde recordé que no había almorzado. Paré y comí algo en un puesto de la carretera. Luego intenté dormitar en el piso del estacionamiento vecino, pero no pude hacerlo a causa de los mosquitos y las preguntas insistentes de los camioneros que también descansaban ahí. Finalmente decidí continuar cuando las preguntas habían pasado de "qué haces cuando se te pincha una llanta?" a "o sea que no te has acostado con ninguna mujer en cinco meses?"
En Mossoró busqué el centro y en seguida una posada. Como era domingo, no había nada abierto y las calles parecían el escenario de un teatro abandonado. Comí unos sánduches en una caseta escondida en alguna plaza mientras conversaba con un hombre que hablaba un español mucho peor que mi portugués. A la misma hora del siguiente día estaba colocando mi carpa junto a una vulcanizadora en la entrada del pueblo de Angicos. Había buscado posada hasta debajo de las piedras, sin éxito. Sherpa durmió boca arriba sobre la base de una columna y yo volví a pasar una de esas noches que me tenían destrozado más al norte: hervido en mi propio sudor, cazando zancudos gordos de mi sangre y abanicándome con el mapa. Ciertas reparaciones en los baños de la gasolinera me privaron, además, del consuelo diario de la ducha. Toallitas húmedas y un lavamanos tuvieron que ser suficientes.
Todo lo que pensaba al siguiente día era llegar rápido a cualquier destino para conseguir una ducha y bañarme. Algunos pinchazos de más me impidieron completar la etapa que tenía prevista y al fin de la jornada había llegado al pueblo de Riachuelo, donde conseguí un cuarto barato con almohadas en forma de corazones, flores plásticas en el velador y, sí, un baño. Las cosas iban bastante bien: etapas dentro de lo previsto, paisajes más o menos interesantes, gente más o menos amigable. La diarrea, siempre presente, no había hecho más que agotar mis reservas de Espasmo-canulase y crearme una suerte de resignada resistencia al malestar estomacal. Nada de dietas blandas: hace tiempo que me he dado cuenta que el plato nacional por excelencia es arroz, tallarín, feijoada (nada más que una menestra de fréjol, ya sea negro o colorado), farofa (harina de yuca, por lo general) ensalada y algún tipo de carne, por lo general de res. De tomar: más y más litros de agua directamente de la llave.
No recuerdo mucho del día en que llegué a Natal, capital de Río Grande do Norte. Tengo muy presente la parte final, de tráfico pesado, mucho calor y una amplia autopista que no se acababa a pesar de mis esfuerzos. Recorrí rápidamente el centro y me instalé en el barrio de la Ribeira, donde la ciudad nació un 25 de diciembre de 1599 (por eso el nombre). Natal está flanqueada por el oeste y el norte por el río Potengi, y por el este directamente por el océano. Las playas urbanas se extienden por decenas de kilómetros y continúan hacía el sur siguiendo prácticamente todo el litoral del estado. Todo el polo más "desarrollado y moderno" se encuentra de frene al mar, mientras que la ribera del río es algo más olvidada y pobre. En el punto donde se juntan las aguas de río y mar se encuentra la Fortaleza dos Reis Magos (llamada así por haberse empezado a construir un 6 de enero, aún antes de que la ciudad sea fundada oficialmente), con sus murallones blancos, su terraza almenada y completamente rodeada de agua durante las horas de marea alta.
En algún lugar leí que esa "esquina" de Sudamérica en donde se encuentra Natal es considerada uno de los puntos geo-políticos de mayor importancia estratégica en el planeta. Aunque al mirar los mapas no parece muy cierto, mientras caminaba por la Playa dos Artistas estaba en realidad más cerca de África que de São Paulo (a donde parece que estoy yendo), y un vuelo a Lisboa hubiese tomado menos tiempo que uno a Buenos Aires. Le sumé a eso la muerte de mi celular (cuya línea roraimense es prácticamente inútil por las tarifas a tan larga distancia de Boa Vista) y, en lugar de emocionarme, me sentí bastante solo. Esa suerte de incomunicación acumulada de horas y horas sin nada más que hacer que no pensar en nada del todo concreto a veces se me sube a la cabeza en la forma de una nostalgia vacía de ideas. Entonces pedaleo hasta romperme.
Como cuando salí de Natal.
Quizá sean ese tipo de días todo lo que uno busca sin saberlo durante su tránsito por el mundo. De todas formas, eso es lo que nos gusta a los ciclistas, no? Salir, aventurarnos por caminos que no conocemos (porque no hay ninguno que conozcamos en realidad), ilusionarnos con una libertad definitiva que nos viene cifrada en la brisa y el sudor, reventarnos hasta que el cansancio sea mayor que nosotros mismos y luego volver a casa para recordar con contento esas "hazañas" irrelevantes. En el trayecto, además, hurgamos hasta el cansancio en todos los misterios que somos capaces de encerrar como seres vivos, solos, trascendentalmente inútiles, henchidos de una futilidad casi soberbia.
Era un 14 de mayo, a más de cinco meses de los adioses dados en un jardín de Guayllabamba y en el extremo opuesto del continente. No recuerdo haber parado sino dos o tres veces para reponerme de líquidos. A cada pedaleada le imprimía el peso entero de mis músculos. Subía, bajaba, respiraba un viento espeso que limpiaba amplias llanuras parchadas de verde y azul. Recordé parajes infinitos de la Araucanía o incluso la Gran Sabana. Todo volvía al primer día, tan lleno de emoción. Fui rápido e inagotable, vibrante y lúcido. Fui feliz. Hacia el atardecer, mientras mi sombra alargada me acompañaba desde el otro lado de la carretera y el arrebol pintaba la vegetación de brillos amarillentos, aparecieron a lo largo de una cañada las luces de Mamanguape, casi 50 kilómetros más adelante de donde había pensado llegar esa misma mañana. Mis resoplidos salían a través de una sonrisa.
Ese tipo de entusiasmos se pagan. El siguiente día apenas tuve que recorrer unos 40 kilómetros para llegar a la capital de Paraíba, la ciudad de João Pessoa. Me tomó toda la mañana y aún parte de la tarde alcanzar un centro antiguo, acomodado encima de una loma irregular y poblado de predios coloniales muy notables. La explosión del día anterior me había dejado sin fuerzas, así que también ahí me detuve para pasar un día de vagabundeo callejero.
Ciudad de cinco nombres: Nossa Senhora das Neves, en su fundación a finales del s. XVI, luego Felipeia, en honor a Felipe II, durante la época de la Unión Ibérica y la coronación de éste como rey tanto de España como de Portugal, después Frederikstad, en los años de la ocupación holandesa del actual nordeste brasileño (1635-1655), luego de vuelta a Nossa Senhora das Neves y, en 1817, Cidade de Paraíba, en alusión al río más grande de la región. El nombre de Joâo Pessoa no le llegó hasta 1930, cuando un afamado líder político local de ese nombre fue asesinado en Recife y el pueblo decidió homenajear su memoria poniéndole su nombre a la ciudad. Con una disposición parecida a la de Natal, también limitada por playas al este y la ribera de un río en el norte (solo que aquí la ciudad antingua queda mucho más lejos del mar), João Pessoa es el verdadero extremo oriental del continente sudamericano. Al final de la playa urbana de Cabo Branco, la Ponta do Seixas es el lugar de Sudamérica que más lejos llega en dirección al Este. Ahí continué reponiendo energías con la cerveza más oriental de las Américas y una caminata interrumpida por ligeros chapuzones en el agua.
Hacia el fin del día me junté con otros viajeros que conocí en el malecón y con ellos estuve dando vueltas hasta bien entrada la noche. Silvana y Mauro, ella manauense de 33 años y él carioca de 50, habían perdido todas sus pertenencias (no eran muchas en realidad) tras un robo en Parnamirim, un municipio de Rio Grande do Norte por donde yo había pasado volando el día de mi fiebre ciclística. Lo que llevaban era hilos, herramientas, semillas y demás cosas para fabricar y vender artesanías. Sin eso, estaban al borde de la miseria. Yo los invité a comer aracajés y luego los acompañé mientras iban de mesa en mesa retaqueando dinero para pagar un hotel hasta el siguiente día. Su plan era algo osado: pensaban acudir a una agencia cultural del municipio para gestionar ahí la donación de algunos rollos de hilo con el que pudieran reemprender su negocio de viajar por ahí vendiendo sus productos y "conociendo mundo". Como en cualquier otra parte, la colecta progresó con lentitud. Él recibía monedas de 10 o hasta 25 centavos. Ella billetes de 2 o hasta 5 reales. Al cabo de un par de horas estábamos los tres buscando un bus para volver al hogar que no teníamos. Luego un abrazo y a dormir.
Una sola jornada me separaba de Pernambuco, una de las regiones más importantes del Brasil antiguo, antes de que los centros de poder económico y político se trasladasen al sudeste, a la zona de Rio de Janeiro y, en especial, São Paulo, en donde aún se encuentran. Hoy en día, además de una región en pleno auge económico en especial por la presencia de industria especializada y el turismo a gran escala, Pernambuco sigue siendo reconocido como uno de los polos de la formación de la nacionalidad brasileña. Junto con el estado de Bahía, se trata de una de las zonas más antiguamente ocupadas por los colonos portugueses y punto de partida para la exploración y población de todo el Nordeste. Esa época dorada dejó diversas marcas que hacen que hoy día el Nordeste se vanaglorie de un legado cultural que ha nutrido toda la nación. Es mucho y a la vez muy poco lo que yo puedo "recoger" de todo eso en la andanza algo apurada que voy alargando por estas tierras, pero es evidente el peso histórico de estas provincias ahora algo empobrecidas y poco conocidas fuera del Brasil.
Pedalée unos 120 kilómetros que combinaron lomadas bastante pronunciadas y planicies espaciosas. Dejé pasar la hora del almuerzo con la intención de ganar tiempo y avancé casi sin parar hasta las afueras de la Región Metropolitana de Recife. Desde el municipio de Igarassu encontré vías exclusivas para autobuses, bastante ordenadas y en buen estado, que todo el mundo respetaba menos yo. Eso me perimitió avanzar rápido y sin peligros por Abreu e Lima y Paulista. Ya muy cerca de Recife, capital de Pernambuco y destino de la jornada, cambié de idea y decidí parar antes, en la ciudad de Olinda. Me convencieron los anuncios de ciudad pratimonial que poblaban la carretera y los anuncios que me había dado días antes mi prima Violeta, que vivió aquí hace no mucho tiempo. Ya con la línea de edificios de Recife a la vista me desvié hacia el centro colonial de Olinda (el tercero más antiguo del Brasil, según me dicen, aunque no sé cuáles son los otros dos), y ahí he pasado los últimos tres días pretendiendo descansar.
Ya la primera noche había dado suficientes vueltas por el área patrimonial como para empezar a aburrirme. Recife también tiene su interés; también he paseado por algunas de sus calles dejándome llevar por el camino que crean las sombras de los edificios y he echado algunas miradas a la pequeña península y la isla que componen su centro urbano. En unas casetitas de libros usados encontré un arsenal bien nutrido de nuevas lecturas, y pasé horas con las manos sudadas tratando de decidirme por algún libro pesado como un mundo pero ligero para mis alforjas. Tuve en mis manos una edición muy cuidada de la poesía completa de Fernando Pessoa, algo que en Ecuador sería imposible de conseguir. Sigo con pena de haberlo dejado, pero finalmente me decidí por el consejo implícito de la Emi en su último comentario. Grande Sertâo: Veredas. Seguro tendré para rato tratando de desenmarañar ese mounstro en portugués. Qué mejor momento que aquí y ahora.
Ni la diarrea ni la soledad me han dejado muy en paz en estos días. Empiezo a fastidiarme. Las jornadas se suceden sin que pueda darme cuenta de qué es lo que yo hago como parte de ellas. Avanzo por costumbre, por condición más que por decisión. La gente, que tantas veces me ha salvado en este viaje, también se me ha tornado esquiva. Me harto de hablar siempre de lo mismo con personas a las que apenas tengo tiempo para conocer. A veces, como con Silvana y Mauro, asoma una ventana por la que es posible sacar la cabeza y pasar algún tiempo simplemente compartiendo un tiempo bobo sin tener que dar mayores explicaciones. Reconfortante, pero angustiosamente fugaz.
Hace un par de noches caminaba al borde de la Ladeira da Sé, punto más alto del casco antiguo de Olinda desde donde se puede ver un buen pedazo del mundo circundante. A pocos metros un ejército de tapioqueras me ofrecía sus delicias culinarias. Yo me acerqué a una carreta algo más discreta: "As caipirinhas do Gordo". Me senté al filo de un muro mientras saboreaba la fuerza visceral del limón con aguardiente y trataba de organizar mentalmente los siguientes días. Olinda, imponente, toda a mis pies. Yo me sentía aburrido y cansado. Harto de ser yo, por así decirlo. La cachaça empezó a hacer su trabajo en silencio. Buena mano, la de ese gordo. A la caipirinha le siguió un "capeta" (creo que así se llamaba), mezcla de arrope de guaraná, leche condensada y, claro, más cachaça. A veces le ponía vodka, según el ánimo y mis preguntas de turista torpe. Algún momento entre el quinto y el sexto vaso pensé que quizá solamente necesitaba una de esas noches de calamazo, con la Juaver de un lado y el Ave del otro, para exorcisarme a punte de carcajadas y golpes de alcohol en las neuronas. Creo que fue eso lo que pensé. Uno siempre tiene grandes ideas en esos momentos. Qué lástima no poder recordarlas nunca.
Tengo la impresión de haber caminado muy lentamente por una calle de piedras resbalosas. Un paso a la vez, no vaya a ser cosa. Los muros históricos de Olinda me ayudaron a salvar mi propio patrimonio de una posible catástrofe (son empinadas las callecitas que suben por la Ladeira da Sé). Al fin de la noche me esperaba Sherpa en todos sus cabales. Se dio cuenta de todo, claro.
"Sí, bueno, un día y nos vamos", le dije.
Ella no respondió.
Olinda, Pernambuco, jueves 20 de mayo de 2010.
8.625 kilómetros recorridos.
miércoles, 5 de mayo de 2010
Otra vez el mar
No sé desde cuándo la ciudad de Fortaleza se convirtió en un hito dentro de los proyectos que se han ido formando en mi cabeza. Quizá pensaba que, una vez superado el reto de Manaus, el siguiente paso sería un poco más simple: recorrer el litoral atlántico en dirección a las grandes conurbaciones brasileñas que todos más o menos conocemos por televisión (Rio, São Paulo, Curitiba...). Como muchas otras veces en este viaje, no tomé plenamente en cuenta las enormes distancias que me separaban (y me separan aún) de esos destinos. Eso provocó, también como otras veces, un avance endiablado. Desde Belém, ciudad en donde retomé el viaje en bicicleta, he pedaleado por más de 1.600 kilómetros a un ritmo obsesivo. Apenas descansé dos días antes de llegar a Fortaleza, y en ambas ocasiones lo que me detuvo fue más asuntos logísticos (el eje de Sherpa y mi ropa sucia) que cualquier otra cosa. La única vez que me había sentido tan libre, tan poderoso y, extrañamente, tan apurado, fue en el sur de Chile, cuando intentaba ganarle un día a las lluvias heladas del invierno. Aunque en situaciones climáticas muy distintas, he vivido un sentimiento de agitación muy similar al de esos días durante las pasadas semanas sobre Sherpa.
Aunque en estricto sentido Fortaleza no significa nada fuera de un registro más o un nuevo punto en el mapa, esta ciudad me ha permitido retomar la calma. Con un calor bastante más benévolo que el del interior, bañada por largas playas llenas de puestitos de artesanías, barracas de comida y garotas despampanantes a un nivel casi cruel, un centro tan ruidoso como sucio e interminables hileras de edificios cercando el litoral, la quinta ciudad más populosa del Brasil me ha recibido como se recibe a un enfermo. Tras tres necesarísimos días de descanso estoy listo para retomar la aventura con mucha menos de esa urgencia innecesaria que me traía como arrastrado por los pelos.
Pocos kilómetros al este de Teresina me topé con un monumento que no esperaba. Antes, cuando recorría países hispanos, procuraba ir muy al tanto de las localidades históricas importantes. Recorrer la Sudamérica española era, de cierta manera, constatar los vestigios de la historia que nos hace, en el fondo, un solo pueblo. El Brasil es algo distinto. Cada localidad me ofrece relatos que hasta ahora desconocía por completo. Por ejemplo, la Batalla de Jenipapó (13/03/1823), en donde pelearon centenares de piauienses y cearenses sin ninguna preparación y muy mal armados contra un ejército entrenado y equipado, y que evitó la permanencia del actual norte de Brasil bajo el poder de la corona portuguesa.Ese monumento fue el principio de muchas novedades. Los días después de Teresina fueron bastante diferentes a los del calor infernal en Pará y Maranhão. Conforme avanzaba por el estado de Piauí, el clima se moderó paulatinamente. Las mañanas, aunque aún muy calurosas, me permitieron algunos respiros bajo una densa capa de nubes grises. Las lluvias continuaron, pero con intensidad mucho menor. No tuve que usar nuevamente ropa impermeable y mi equipaje se mantuvo seco en su mayor parte. Hacia las cercanías del límite con el estado de Ceará (del cual Fortaleza es capital), me aproximé a un conjunto de sierras bajas que cambiaron considerablemente la sucesión de paisajes y le dieron algo más de sorpresa al camino. También la vegetación cambió: abandoné finalmente la selva húmeda que sale desde la Amazonía y empecé a avanzar entre forestas más secas y bajas. En conjunto, el camino de los últimos días fue mucho más tolerable que el de los anteriores.
Al atardecer de la segunda jornada desde Teresina, decidí tomar un desvío de unos 15 kilómetros para visitar el Parque Nacional Sete Cidades. Aunque llegué tarde y al borde de un buen aguacero, tuve tiempo para dar una vuelta por dos de las siete formaciones rocosas que dan nombre al parque. Entre las exuberantes agrupaciones de piedra y los senderos oscuros que las rodean pude observar alguna flora muy llamativa, además de mamíferos y aves que nunca había visto. Casi todas las bases de las grandes piedras que conforman las "ciudades", además, están llenas de pictografías antiguas: es de lo poco que se sabe y se conserva de la población precolombina del sector. Las que más me llamaron la atención fueron algunas ilustraciones que se identifican casi idénticas a la representación moderna del ADN (habría que avisarle a Narby) y otras, parecidas, de columnas dobles formadas por círculos del mismo tamaño. También fue bueno ver, a los tiempos, una panorámica escarpada de cerros y pequeñas elevaciones. Los guardianes del parque me prestaron un balcón para que pueda colgar mi hamaca y pasar una noche peculiarmente llena de grillos y sapos.
A la mañana del siguiente día, una vez de vuelta a la carretera principal, encontré a un ciclista local que se lleva el premio a vehículo más extraño en lo que va del viaje. Nativo de Bacabal, por donde yo pasé un día después, Junior Rego se dirigía a la ciudad de Piripiri, a unos 200 km de distancia, para asistir a una convención de motociclistas. Ya que su motocicleta estaba dañada, había decidido ir en una bicicleta construida por él mismo a lo largo de los últimos años. La bicha tenía de todo: radio para comunicarse con camioneros en las frecuencias locales, un cilindro de aire comprimido para inflar llantas, dos bocinas de camión, una sirena de policía, un tablero de control con odómetro (dañado), asiento con abrazaderas y espaldar acolchado, paneles para descansar los pies, antena, retrovisores, luces y hasta dos baterías eléctricas. Completamente inutilizable en las subidas (pesa 80 kilos sin equipaje), la bici de Junior es más una pieza de museo que un vehículo. Cuando lo encontré, él avanzaba a pie y empujando el armatoste en una subida muy moderada. Solamente puede montarla cuando es plano o bajada; para los ascensos largos pide ayuda a los camiones. Aún así, Junior exhibe orgulloso su gran construcción. Bien o mal, la bici tiene mucho de fantástica y debe reconocérsele su singularidad.
Poco después del encuentro con Junior empecé el ascenso a la Serra de Ibiapaba, la estribación de un macizo montañoso que se prolonga desde el centro del país para aproximarse a la costa norte de Ceará. La sola contemplación de las lomas me alegró mucho. Comí en Sâo Joâo da Fronteira, un pueblito al que después pude observar por un buen rato desde lo alto mientras ascendía a una marca que no había visto desde los días de la Gran Sabana: 850 msnm. La lentitud y el dolor muscular de la subida activó muchos recuerdos que, aunque no tan lejanos, parecen haber ocurrido en alguna vida pasada. Disfruté mucho de esos doce o quince kilómetros de curvas y cuestas moderadas. A pesar de que los locales me habían anunciado un desnivel terrible, para mí fue una terapia de relax.La poca altitud trajo consigo un clima más fresco. Yo sentía que habían encendido un aire acondicionado sobre mi cabeza. Vientos cada vez más fuertes desembocaron una lluvia violenta en la cima de la colina. Antes de quedar completamente estilando pude refugiarme junto a una gasolinera y pasé la siguiente hora conversando con una señora que me regaló café. Después de casi un mes de reposo, mi rompevientos abandonó las alforjas y pasó a ser útil de nuevo. La señora se quejó de frío mientras los árboles se agitaban con el viento. Yo le respondí que no tenía nada de frío, que para mí eso era caliente. Luego lo pensé bien. Quizá sí, un poquito. Me alegré. La pequeña serranía de Ibiapaba me estaba ofreciendo un verdadero alivio.
Esa noche la pasé en Tianguá, una ciudad que, para la mayoría de la gente cearense, es tremendamente alta y fría. Para mí era como ir a dormir en Mindo o más abajo aún. Otra novedad: la estrechez de la estación de gasolina y la ausencia de un puesto de bomberos me forzó a buscar un hotel. Por apenas 10 reales (en la Amazonía nunca encontré nada por menos de 30 o 40) tuve no solo un cuarto propio con ducha, sino que pude dejar a Sherpa bien guardada para salir a deambular por la ciudad. No había podido hacer eso en mucho tiempo, pues la inseguridad de mis "campamentos" me forzaba a permanecer cerca de mis cosas a todo momento, y salir a pasear con todo a cuestas se me hacía imposible luego de las jornadas agotadoras a las que estaba dedicado. Fue ese en realidad el día en que terminó la travesía por el "horno verde", el día en que finalmente sentí que había superado el cruce de la cuenca amazónica, un mes después de haber empezado a recorrerla con los primeros kilómetros rodados en el Brasil.
Poco después de Tianguá descendí los 600 o 700 metros que había subido al entrar a Ibiapaba. El camino, repleto de curvas cerradas, permitió varias panorámicas de la región, sus lagunas, sus campiñas y sus bosques profundamente verdes. Las llanuras infinitas no volvieron hasta muy cerca de llegar a Fortaleza. Durante más de dos días transité siempre por una zona de serranías bajas, de picos pequeños a momentos muy llamativos, y pequeñas cordilleras conectadas por altiplanos cortos sin mucha vegetación. Algo así como páramos a los 100 o 200 metros de altura. La noche anterior al término de esta etapa volví a pagar un cuarto de hotel en el pueblo de Itapajé. Otra vez estaba cansadísimo. Comí hasta reventar y me dormí mientras veía la final del Campeonato Paulista (ganó el Santos) y trataba de prepararme mentalmente para la última jornada: solamente faltaban 130 kilómetros hasta Fortaleza.
Me levanté a las cinco de la mañana con la intención de aprovechar la luz desde el primer momento. A pesar de la fatiga, el día no fue lento. Antes de la 1h00 ya había recorrido más de 110 km y almorzaba en la periferia de Fortaleza. Mi celular volvió a tener señal después de casi una semana de inactividad (me había olvidado de anotarlo: 55 95 91429277), y todo el peso de la gran marcha hacia el Atlántico se iba disolviendo en un sentimiento de alivio, satisfacción y descanso.
En poco tiempo había llegado ya al centro de esta ciudad de dos millones y medio de personas. La gente me fue guiando hasta encontrar un lugar barato y tranquilo en pleno centro. Desde entonces he dejado simplemente que el tiempo opere sus artilugios y por sí solo vaya surgiendo el carácter de los días que vendrán de aquí en adelante. Las grandes etapas de un viaje como este se definen después de que la marcha ha concluido. Es difícil de explicar por qué, pero me resulta inevitable dividir el trayecto en períodos específicos y diferenciados por "espíritus distintos" (como sucedió en la primera parte de SAP con las etapas que culminaron en las ciudades de Trujillo, Cusco, Potosí, Tucumán, Mendoza y Bariloche). Algo tendrá que ver en todo ello los cambios generales en climas, geografías, latitudes, ánimos, alimentación y hasta repuestos mecánicos, qué sé yo. Ignoro aún cuál será la piedra que mi memoria eliga para labrar el monumento de este período, pero para mí es claro que aquí en Fortaleza se ha cerrado un nuevo ciclo: el ciclo del Amazonas.
Estos días de descanso han mantenido su carácter habitual: no hago nada y aún así no me alcanza el tiempo. La mayor parte de mis horas libres las he pasado deambulando por las calles del centro, hojeando almacenes, mirando monumentos, paseando a lo largo de alguna de las playas de la ciudad (Iracema, Meireles, Do Futuro...), bebiendo, uno tras otro, batidos energéticos de açaí o guaraná en todo tipo de combinaciones o simplemente sentado en alguna plaza dejando el tiempo pasar. En la Praça do Ferreira, corazón geográfico de la ciudad, conocí a una familia de otavaleños que viajan por el Brasil exhibiendo un espectáculo bastante ecléctico de música andina (al menos en esencia), y con ellos me he reunido todas las noches desde entonces para conversar y matar el tiempo. También se nos ha unido Sara, una cearense que prácticamente se enamoró de las vestimentas y las músicas "tan ecuatorianas" y con la que converso bastante cada vez que la acompaño a tomar el bus del otro lado del casco central de la ciudad.
Ahora nuevamente estoy listo para continuar. Con una ruta bastante bien definida en la cabeza, pero sin mayor información de lo que encontraré en el camino, emprendo mañana la aventura que estaba esperando desde hace algún tiempo.
Ahora sí, pues, a recorrer el litoral.
Fortaleza, Ceará, jueves 6 de mayo de 2010.
7.718 kilómetros recorridos.